El concepto de Cruzada, Guerra Santa, tuvo un elemento distorsionador:
el hecho de que el pueblo vasco, unánimemente reconocido como el más católico y
practicante de la península, se hubiese unido a los republicanos y luchase
junto a ellos. Esta situación podía convertir el conflicto en un enfrentamiento
entre concepciones políticas diversas, pero con católicos y clero en ambos
bandos. Esto irritó profundamente al clero de la zona nacional, que consideró
como traidores a los sacerdotes vascos, y a quienes se dedicaban a la ardua
labor de propaganda porque veían escaparse un argumento decisivo. De aquí que
se escribiese tanto sobre este tema y que estuviesen interesados en su solución
no sólo los obispos españoles sino también las autoridades vaticanas.
Ya en las elecciones de 1936, el Partido Nacionalista Vasco
noquiso acudir unido a los partidos de la Derecha nacional, coninquietud y perplejidad por
parte de la Secretaría
de EstadoVaticana, que no quiso recibir a una delegación de aquel
partidoacompañada por algunos sacerdotes significados.
El PNV decidió apoyar a la República el 18 de
Julio. Irujo formó parte del Gobierno, primero como ministro sin cartera,
después como ministro de Justicia y, finalmente, de nuevo sin cartera. El 1 de
octubre se aprobó el Estatuto Vasco, y el día 6 jura José Antonio Aguirre 'Su
mandato en la basílica de Begoña, la víspera del juramento en la Casa de Juntas de Guernica:
«Juro ante la Hostia
Santa fidelidad a la fe católica que profeso, siguiendo las
enseñanzas de la santa Iglesia católica, apostólica y romana. Juro fidelidad a
mi patria, Euzkadi, y en su servicio queda ofrecida mi Vida, de la que
dispondrá en la medida y en el momento o en las circunstancias que señalan las
únicas autoridades del Euzkadi-Buru-Batzar. Así lo juro desde el fondo de mi
alma ante Dios en la Hostia
consagrada.»
Ya para entonces, el 6 de agosto, los obispos de Vitoria,
que abarcaba las tres provincias vascas, y de Pamplona, publicaron una
instrucción pastoral, que, en realidad, había sido escrita por Gomá, en la que
trataron de disuadir a sus fieles de su unión con los republicanos. En este
documento los obispos mostraban su consternación ante el hecho de que «hijos
amantísimos de la Iglesia
y seguidores de sus doctrinas han hecho causa común con enemigos declarados,
encarnizados de la Iglesia ;
han sumado sus fuerzas a las de ellos; han fundido su acción con la de ellos
(...).
Llega su ilicitud a la monstruosidad cuando el enemigo es
este monstruo moderno, el marxismo o el comunismo, bicha de siete cabezas,
síntesis de toda herejía, opuesto diametralmente al cristianismo en su doctrina
religiosa, política, social y económica». Acababan la instrucción pidiendo que
meditaran en sus palabras, y haciendo ver a los sacerdotes y fieles que «la
ruina de España es la de todos. Que en ella como en el regazo de una madre,
caben todos, sin perder su fisonomía particular.
Es fácil de suponer el efecto que tal documento causó en el
País Vasco todavía republicano. De hecho, la gente, en general, y los
sacerdotes, en concreto, no lo consideraron auténtico. Mientras tanto, el
ejército nacional ocupó buena parte de Guipúzcoa, incluida la capital, y fusiló
a 16 sacerdotes por motivos políticos. El comandante Llamas, que cumplía
órdenes de la división, llegó a decir al presidente de la Junta de Acción Católica de
San Sebastián: «Sacerdote que llegue y sea nacionalista, lo despacho
enseguida.» El cardenal Gomá, al referir estos hechos a la Santa Sede , daba cuenta
de sus gestiones en Burgos y Salamanca para parar esta «hecatombe» ue se podría
producir entre la clerecía de Vizcaya y Guipúzcoa.
Para entonces, don Mateo Múgica, obispo de Vitoria, había
tenido que salir de España presionado por los militares, acusado de debilidad con
los nacionalistas. Aguirre que, como buena parte de los vascos, pensaba que se
trataba de una guerra social «entre el capitalismo abusivo, egoísta, y un hondo
sentido de la justicia social», se dolió públicamente del silencio de la
jerarquía ante el fusilamiento de los sacerdotes vascos. El cardenal de Toledo
le contestó con la Respuesta
obligada, suave y respetuosa en la forma, en la que afirmaba que la guerra era
«en el fondo guerra de amor y de odio por la religión». Más llamativas y
provocativas sus frases de que lamentaba «profundamente la aberración que
llevara a unos sacerdotes ante el pelotón que debiera fusilarlos; porque el
sacerdote no debe apearse de aquel plano de santidad, ontológica y moral en el
que le situó la consagración para altísimos ministerios.
Es decir, que si hubo injusticia por la parte que fuese, la
deploramos y la reprobamos con la máxima energía. No creemos que la haya en
amar bien al propio pueblo; por eso nos resistimos a creer que algunos
sacerdotes hayan sido fusilados por el mero hecho de ser amantes del pueblo
vasco». Monseñor Múgica reaccionó inmediatamente escribiendo a la Santa Sede y a Gomá,
defendiendo a sus sacerdotes y condenando tajantemente a quienes mandaron
fusilarlos. No se fusiló a más sacerdotes, pero tampoco volvió monseñor Múgica
como obispo a su diócesis, y numerosos sacerdotes fueron encarcelados o exiliados
a otras provincias, sobre todo a Andalucía, donde vivirían y trabajarían
pastoralmente durante decenios, a causa de «las medidas de profilaxis moral que
el orden público y la justicia moral de nuestra causa, así como la tranquilidad
de las conciencias y el bien de la futura España exigen respecto a los
sacerdotes cuya actividad política señala y condena toda la opinión más sana
del país».
El caso vasco influyó de manera especial en Europa, sobre
todo entre los intelectuales católicos, sensibles a la progresiva ascensión del
fascismo y dispuestos a oponerse a él en la medida de sus fuerzas. Por otra
parte, hoy, muchos no aceptarían que se considerara que unos sacerdotes fueran
asesinados por ser sacerdotes y otros fuesen fusilados por motivos políticos.
Para una gran parte de los sacerdotes vascos, su mantenimiento al lado del bando
atacado, en el que se encontraban sus propias gentes, encerraba necesariamente
un carácter político, «el mismo carácter político con que desde la posición del
clero vasco se contemplaba la postura de la generalidad de la Iglesia española para
quienes sus propios comportamientos no eran de este género».
Una de las razones por las que Gomá creía conveniente que
Múgica saliera de Vitoria, al exilio, era que «dado el volumen de clérigos nacionalistas
en la diócesis, tal vez por consideraciones de carácter disciplinario no se ha
atrevido a oponerse a la corriente de sus sacerdotes con una actuación
netamente españolista. Gomá distinguía, desde la moral, las opciones
nacionalistas, una como buena y la otra como mala. En realidad, los vascos
realizaron la opción política que consideraron conveniente para sus intereses. Hoy
se admite que el cristiano puede realizar diversas opciones politicas, pero
entonces resultaba más difícil esta autonomía, no sólo por motivos, digamos
así, egoístas, como podía darse en el lado nacionalista, sino, también, por
motivos de principio y de tradición, tal como sucedía en la Santa Sede.
Sin embargo, la Santa Sede , que claramente alertó desde el principio
sobre los peligros de una política de colaboración con los republicanos, y que,
en este sentido, intentó infructuosamente que los vascos rompiesen su alianza
con éstos, buscó en todo momento «salvar» y «solucionar» el caso vasco, bien
procurando relacionar al Gobierno vasco con el general Franco, bien intentando condiciones
especiales para la rendición de Bibao, bien entrevistándose repetidas veces con
miembros de su clero. Esta actitud no fue comprendida por los representantes
del Gobierno de Burgos. Estos acusaban a la Secretaría de Estado de
admitir «a conversación a los representantes de los separatistas vascos y secundar
orientaciones de cardenales fracasados en la política religiosa de nuestro
país».
La frustración de los repetidos intentos nacionales por
conseguir una condena rotunda de la Santa Sede al Partido Nacionalista Vasco, «aliado
con el Frente Popular, perseguidor de la Iglesia »; las «turbias maniobras» de la Secretaría de Estado,
las «simpatías» vaticanas hacia los vascos, y el juicio negativo sobre la
política vaticana durante la
II República , favoreció una situación que se prolongó a lo
largo de los años: el régimen católico por definición mantuvo una cierta
reticencia para con la
Santa Sede y ésta, sorprendentemente, esperó quince años
antes de firmar el Concordato.
El Vaticano y España
Las relaciones del Vaticano con la República española
sufrieron los lógicos altibajos correspondientes a la legislación republicana relacionada
con temas eclesiásticos. No obstante, el nuncio Tedeschini mantuvo un
ininterrumpido diálogo con los diferentes gobiernos, por lo que fue muy
criticado por la derecha católica. Creado cardenal, fue nombrado nuncio
monseñor Cortesi, pero no pudo tomar posesión de su puesto ya que antes de
llegar a España comenzó la guerra. Monseñor Sericano, encargado de la Nunciatura , abandonó
Madrid y volvió a Italia el mismo julio. De momento, pues, quedaron
interrumpidas las relaciones, ya que, poco después del Alzamiento el embajador
ante la Santa Sede ,
Luis de Zulueta, abandonó Roma «porque nadie le ofreció garantía alguna de
seguridad».
El 14 de setiembre, 500 españoles refugiados, presididos por
los obispos de Cartagena, Vic, Tortosa y Seo de Urgel, son recibidos por Pío
XI, bien enterado de la persecución sufrida por la Iglesia española: «Estáis
aquí, queridísimos hijos, para decirnos la gran tribulación de la que venis (.
. .), desposeídos y despojados de todo, cazados y buscados para daros muerte en
las ciudades y en los pueblos, en las habitaciones privadas y en las soledades
de los montes, así como veía el Apóstol a los primeros mártires, admirándoles y
gozándose de verles hasta lanzar al mundo aquella intrépida y magnífica palabra
que le proclama indigno de tenerles (. . .), verdaderos martirios en todo el
sagrado y glorioso significado de la palabra...».
Más adelante, el papa condena la guerra, sobre todo la
guerra entre hermanos, condena toda colaboración con «las fuerzas subversivas
enemigas de la Iglesia ,
se congratula con el despertar de la piedad y vida cristiana». Y termina con
estas significativas palabras: «por encima de toda consideración política y
mundana, Nuestra bendición se dirige de manera especial a cuantos han asumido
la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de
Dios y la religión, misión difícil y peligrosa porque con harta facilidad el
empeño y la dificultad de la defensa la hacen excesiva y no plenamente justificable,
aparte de que con no menor facilidad intenciones no rectas e intereses egoístas
o de partido pueden enturbiar y alterar toda la normalidad de la acción y todas
las responsabilidades».
Las palabras del papa no gustaron del todo; no hablaban de Cruzada
-la Santa Sede
nunca empleó esta palabra- sino de guerra civil y fratricida, y hacía una
tremenda advertencia contra posibles desviaciones e injusticias. Pío XI, a lo
largo de la guerra experimentó en sí mismo el sentimiento contradictorio de una
viva alegría por una Iglesia que renacía y una aprensión creciente por un
régimen que recordaba al fascismo y al nazismo por él condenados. Este rechazo
a todo totalitarismo explica su cautelosa actitud ante el régimen de Franco. Desde
el 18 de Julio de 1936 hasta mayo de 1938, en que el Vaticano reconoce
oficialmente el Gobierno de Franco con el nombramiento del nuncio Cicognani,
pasan veintidós meses de dudas, alternativas y dificultades que asombran y
enfurecen a los nacionales que esperan y exigen otro trato.
Pío XI habla sobre España en el discurso radiado de la Nochebuena del 36,
aludiendo a los «horrores de odios, de matanzas, de destrucción» que las
fuerzas deletéreas llevan a cabo, y otra vez dice «guerra civil», cuando
obispos, políticos y militares españoles niegan que se trate de una guerra
civil. El 19 de marzo de 1937 firma el papa la Divini Redemptoris ,
contra el comunismo. Y en breves párrafos habla del «azote comunista en nuestra
queridísima España», de los horrores cometidos en destrucciones y asesinatos
incluso contra sacerdotes y obispos. Nada más. Es decir, demasiado poco para
las expectativas de los nacionales.
Finalmente, en la presentación de credenciales del primer embajador
de Franco, Yanguas Messía, el papa se mostró cariñoso y cercano, pero afirmó
que el papa rogaba «por todos, y decimos por todos porque de todas partes nos
llega la voz de tantos hijos tan particularmente atribulados, tan
particularmente doloridos en el viejo y en el nuevo mundo... pedimos por todos nuestros
hijos de España...». Pío XI sentía, sobre sí, el horror a la guerra. Ninguna
palabra de sacralización ni de justificación bélica, sólo el horror de la
guerra. No cabe duda de que era demasiado poco para los combatientes de la Cruzada.
La impresión que hay en España cuando Pío XI muere, el 10 de
febrero de 1939, es que ha muerto un papa que «no entendió la guerra española»,
es decir, que no valoró exactamente el sentido religioso que la caracterizaba.
El Gobierno español deseaba un papa que no tuviese la obsesión antinazi del
anterior y que prestase más atención al peligro comunista, y que, sobre todo,
reparase el mal trato que España había recibido del Vaticano durante la guerra.
La elección del cardenal Pacelli para la Sede de Pedro fue acogida con
muestras de satisfacción en los principales países democráticos, pero en los
ambientes gubernamentales de Burgos la noticia fue recibida con una frialdad
manifiesta.
Las apreciaciones que el Gobierno había hecho de la política
desenvuelta por la Santa
Sede en relación a la España nacional durante la guerra, se dirigían en
grado no desdeñable contra el cardenal Pacelli, a quien se acusaba de un
completo desconocimiento de la situación española y de injustificada falta de confianza
en sus relaciones con el Gobierno de Franco.
El embajador italiano en San Sebastián notificaba al conde
Ciano que los ambientes donde más había notado este recelo eran el Ministerio
de Asuntos Exteriores, el Ministerio del Interior, el Cuartel General del
Generalísimo y muy especialmente en la Falange. Serrano
Suñer, al conocer la noticia, parece que llegó a pronunciar una frase tan
expresiva como irrepetible.
El silencio de la Iglesia
Desde nuestra lejana y serena perspectiva, que intenta
conocer las causas y motivaciones, y comprender las reacciones de uno y otro signo,
permanecen dos interrogantes inquietantes: ¿Cómo pudo darse tal persecución y
tanta crueldad y sadismo, y por qué permaneció callada la Iglesia durante la cruel
represión de quienes formaban parte de su bando?
Aun aceptando y comprendiendo la interpretación maniquea de la Guerra Civil como una
pugna entre «buenos» y «malos»; entre «justos» y «delincuentes», queda la
pregunta. A la primera he intentado dar un inicio de respuesta en este
capítulo, mientras que para la segunda quisiera presentar algunos testimonios
que no responden pero la encuadran.
Laín Entralgo, en su Descargo de conciencia, reflexiona
sobre esta actitud de los católicos: «...hicieron conocer a todos la monstruosidad
que fue la represión sangrienta en Madrid, en Barcelona, en Valencia (...),
¿cómo negar tal evidencia o minimizar tal realidad? Pero de los millares de
asesinatos que, durante la guerra, bajo el orden externo más riguroso y la más implacable
disciplina, fueron cometidos en Sevilla, en Valladolid, en Zaragoza (...).
¿Quién habló públicamente entonces, quién habló luego? ¿Qué voz cristiana se
alzó para denunciar lo ocurrido y para confesar con dolor que en todas nuestras
provincias “rojas” o “nacionales” hubo manos manchadas de sangre? »
Por su parte, Prieto, en la nostalgia del exilio, reprochaba
a la Iglesia
su silencio en momentos en los que hubiera sido necesaria su palabra.
Recordemos, también, el discurso de Azaña en Valencia pidiendo piedad, paz y
perdón. No seríamos justos, si negáramos
la existencia de voces que exigían justicia. «¡No más sangre! No, no más sangre
-escribía monseñor Olaechea, obispo de Pamplona- que la decretada por los
Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida,
clara, sin dudas, que jamás será amarga fuente de remordimientos (...) y no
otra sangre.» Pero no me parece que lo más importante sea la existencia de una
o diez voces. Lo importante es la actitud de defender sólo lo que pertenece al
propio redil. Se protestó -aunque con sordina- por los sacerdotes vascos
ajusticiados por los nacionales, porque eran sacerdotes. Los demás pertenecían
a «otra banda».
Se trataba, sobre todo, de un espíritu de cuerpo: defender
los derechos de la Iglesia
y de los católicos, olvidándose o dejando de lado los derechos humanos de los
demás. Y se trataba, en gran parte, de un deseo, más o menos consciente, de
conseguir una profunda limpieza del bando contrario, de forma que no pudiese
repetirse lo recientemente acaecido. De alguna manera, pretendían adelantar el
juicio final y conseguir una sociedad de sólo «buenos». Para esto,
naturalmente, tenían que deshacerse antes de la cizaña. Existía, además, el
convencimiento de que el comunismo estaba intentando dominar España y se
conocía bien -era reciente el texto pontificio sobre el comunismo- lo que
significaba y sus repercusiones en las Iglesias allí donde dominaba. Por consiguiente,
se defendió con entusiasmo la aniquilación de cuanto significara o recordara
comunismo.
Escribía el cardenal Vidal a Pío XII: «Desgraciadamente en
nuestra desventurada España, continúa encendida la guerra fratricida, sus
horrores, odios y ruinas, y apena el ánimo ver cómo se proclama que no se puede
pensar en la cristiana reconciliación de los hermanos y que sólo por la guerra
se puede poner fin a la guerra, sin considerar cuando menos los gravísimos
daños de orden espiritual, moral y religioso que su prolongación acarrea a los
fieles. En la reacción de la
Iglesia española concurrieron tres factores aquí estudiados:
la naturaleza del catolicismo español entonces dominante, la experiencia de la República , y la
persecución sufrida durante la guerra en curso. Tres factores que atenazaron
esa Iglesia y la de los decenios siguientes.
Juan Mª Laboa