Ni siquiera los largometrajes que se filmaron entre 1936 y
1939 tuvieron, en su mayoría, ese carácter de espejo que se exige para cualquier
cine de compromiso. Como no lo tuvo tampoco el cine «de la paz», a pesar de que
en sus entresijos se adivine fácilmente un mensaje de militancia patriótica tal
como lo entendían los funcionarios y censores de turno.
Un ejemplo de esa desconexión se encuentra en El genio alegre, el film que Gonzalo
Delgrás había casi concluido al comenzar la guerra y tuvo que terminar una vez
terminada ésta. El genio alegre se
estrenó con todos los parabienes a pesar de que muchos de los planos pendientes
tuvieron que ser trucados al haberse exiliado su protagonista, Rosita Díaz
Gimeno. Con torpes soluciones pero con una voluntad de concluir el film a pesar
de todo, Gonzalo Delgrás mantuvo intacto el conservador mensaje del texto de
los Álvarez Quintero en que se inspiraba, eliminando simplemente el nombre de
la actriz de los títulos de crédito y falseando su perfil con una interprete
diferente. Tras los terribles años de guerra, el film evasivo del principio
seguía vigente en los años del hambre.
Los films de ficción eran de muy débil calidad en los años anteriores
aunque, como queda dicho, se respiraba en él un «espíritu» festivo que no
volvería a encontrarse más tarde, y sólo parcialmente, hasta varias décadas
después. Los films que, por ejemplo, promocionara Luis Buñuel desde su
situación de jefe de producción de los estudios Filmófono - La hija de Juan Simón, Don Quintín el
Amargao o Centinela alerta- son destacables y sólo los dos últimos de los
citados, por tal vocación festiva. En ningún caso por su calidad narrativa,
bien lejana a la que se había obtenido ya en otros países europeos.
Es la guerra real, pues, la que inspira las mejores imágenes
de ese período. Si ello es claro en las películas españolas, incluyendo las de
ambos contendientes, lo es igualmente en las de los cineastas extranjeros que
plasmaron en sus films la realidad que contemplaban. A pesar de sus excelentes
medios técnicos y de la noble ambición de guionistas y directores, ni siquiera
el cine dramático norteamericano, rodado años después, logró contagiar las
emociones de los camarógrafos, de aquel u otro país, que vivieron la guerra en
carne propia o que supieron utilizar las imágenes ajenas con la emoción de que
fueran personales. Sólo en ese sentido, es cierto que la guerra española es «la
más cinematográfica de todas las guerras». Entendida como revolución perdida o
como ensayo general para la contienda europea a la que obligaría el nazismo,
numerosos cineastas o intelectuales de todo el mundo apoyaron con sus armas o,
más frecuentemente con sus medios poéticos, la causa de esa revolución perdida.
Muy especialmente los norteamericanos y franceses rodaron las películas más
destacadas.
Ya en 1936 un grupo de intelectuales formó una productora en
Estados Unidos, History Today, con el fin de realizar películas que testimoniaran
el mundo de su época. Todos ellos se prestaban a trabajar gratuitamente en
dichos films para aumentar sus beneficios, destinados a la compra de ambulancias
y medicamentos para la II
República española. Ernest Hemingway, Lillian Hellman, Luise
Rainer, Fredric March, John Dos Passos y otros, siguieron la causa republicana
con ferviente interés. Algunos visitaron su zona en el campo de batalla para
testimoniar mejor su situación. Hemingway permaneció aún más tiempo: de su
experiencia data la novela ¿Por quién doblan
las campanas?, de la que años después se haría una mediocre película.
A la productora formada por ellos se unió más tarde el
cineasta holandés Joris Ivens, que filmó una de las películas más bellas y terribles:
Tierra de España, donde la guerra está vista desde sus orígenes y sin mediar de
forma esquemática entre las fuerzas en
juego. Fue el segundo trabajo de Ivens sobre la guerra española auspiciado por
el History Today y, naturalmente, por el gobierno de la República. Anteriormente
su España en llamas, un film de montaje, realizado a partir del material
conservado en archivos norteamericanos, describía los paisajes y ambientes en que la guerra comenzaba a desarrollarse.
Una exquisita sensibilidad para medir sus posiciones ha hecho del cine testimonial
de Ivens una de las referencias imprescindibles en la historia de la imagen
cinematográfica. Años después rodaría en Vietnam su Paralelo 49, describiendo
con calma la tensa vida cotidiana de los vietnamitas bajo el napalm,
acercándose al tratamiento con que había culminado su ejemplar Tierra de
España.
No fueron éstas, sin embargo, las únicas películas
norteamericanas que se realizaron durante aquellos años. Cantando a las
trincheras, The dead march, Fury over
Spain, Reserhead for War in Spain son los títulos de algunos de los
documentales rodados por norteamericanos en pleno campo de batalla. De entre
ellos destacan los filmados por Paul Strand (Heart of Spain y Return to Life)
que, a juicio de su autor, fueron hechos para «poner en guardia a los
americanos contra la amenaza del fascismo y prevenirles sobre sus peligros».
Ayudando a la República
española quería, a su vez, despertar la conciencia de sus conciudadanos, generalmente
ajenos a cuanto no acontece directamente en sus fronteras o no les es
manipulado como amenaza directa contra ellos.
La honestidad de Strand y el indiscutible talento de Ivens
no fueron suficientes, sin embargo, para llamar la atención necesaria sobre el
conflicto que se desarrollaba en España. Quizá por la real o falsa militancia
comunista de dichos cineastas o por el halo comunista con que en muchos
sectores de la vida norteamericana se vivió la ayuda a la República , este apoyo
quedó truncado: de otra forma no sería posible ahora contabilizar tan
fácilmente los nombres de quienes
realmente se dedicaron con entusiasmo a defender la legalidad de los
republicanos.
Existe, por ejemplo, la anécdota que se refiere al film de
Ivens, Spanish heart. Fue presentado en Nueva York en un intento de recaudar
mil dólares de cada espectador como ayuda concreta a los españoles leales. La
película había sido prohibida en algunos Estados a pesar de que el propio
Roosevelt la contempló en una sesión privada («Es todo un pueblo que lucha y es
el film que todo el mundo debe ver», había dicho). Esa proyección en Nueva York,
especialmente para el mundo del cine (no en vano se dio en la casa particular
del actor Fredric March), quería contrastar dichas prohibiciones y apoyar el
criterio de Roosevelt. No todos los presentes dieron los mil dólares
requeridos: Errol Flynn, por ejemplo, se
negó, y aunque más tarde visitó la
España de la guerra, regresó a su país con la boba teoría de
que en todos los frentes se cometían injusticias. Como si una guerra no fuera
en sí misma injusta, como si la razón de la batalla estuviera en el equilibrio
franciscano de sus combatientes.
Se libró por ello el actor de figurar en la lista negra que confeccionó
la Jefatura Nacional
de Prensa de Madrid en 1940. En esa lista se prohibió la mención de algunos
actores, directores o productores, a 29 concretamente, que habían ayudado públicamente
a la causa republicana. Durante un par de años los nombres de estas figuras del
cine fueron camuflados en la publicidad cuando sus películas no fueron
directamente prohibidas por la censura. Basta un ejemplo: James Cagney pasó a
ser el protagonista de Contra el imperio del crimen; como Angelillo, también
«depurado» fue ocultado en la propaganda de sus films como el ruiseñor de
Andalucía.
Esta lista negra se hizo con precipitación. Fue encabezada
por Charles Chaplin, que nada había hecho a favor de una u otra causa y le
siguieron otros nombres, no siempre relevantes en su actividad política pro
República. Esta, fue, en
cualquier caso, la lista de los 28 restantes nombres: Fredric March, Luise
Rainer, Burguess Meredidt, Anne Miller, Douglas Fairbanks Jr., Bette Davis,
Joan Crawford, Edward Arnold, Constance Cummings, Eddie Cantor, James Cagney,
Liam O’Flaherty, Paul Muni, Paul Roberson, Sylvia Sidney, Franchot Tone, Rudy
Vallée, John Garfield, Frances Farmer, Florence
Eldridge, Bing Crosby, Lewis Milestone, Frank Tuttle, Humphrey Cobb, Dudley
Nichols, Clifford Oddets, Upton Sinclair y Kennet Mac Gowan. Productores,
directores, guionistas e intérpretes mal vistos por el gobierno de Franco que
nada pudo hacer, sin embargo, para que la popularidad de unos y el talento de
otros siguieran figurando durante años en las mejores páginas de la historia
del cine.
Que se hubiera prohibido el nombre de Chaplin no deja de ser
grotesco. La guerra civil o la intervención de las Brigadas Internacionales ha
seguido siendo un «leit motiv» de numerosas películas norteamericanas. La dama de Shanghai, Las nieves del
Kilimanjaro, Los cañones de Navarone o Y
llegó el dia de la venganza, película de Fred Zinemann que fue prohibida en
su momento por el entonces Ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, hasta
el punto de clausurar en España las actividades de su productora... Casablanca, Monsieur Verdoux, Arco de
triunfo... No sólo el cine norteamericano ha mantenido en cierto modo vivo el
recuerdo de la derrota en la guerra civil. El cine sueco con Yo soy curiosa, el
polaco con Cenizas y diamantes o el francés en Mourir a Madrid y La guerre est
finie, por citar sólo brevísimos ejemplos, han dado cuenta de la frustración
latente en toda una generación de intelectuales que vieron en el desenlace de
la guerra civil española el espejo de sus esperanzas interrumpidas.
Pero si se habla de cine francés, lógico es citar en letras
de molde la que fue quizá la película más importante de las filmadas durante la
guerra civil L’espoir, de André Malraux. Rodada en 1938 y 1939 nunca fue
concluida. La belleza de sus imágenes, las sugerencias de cuanto más tarde se
ofreció como el incompleto pero único film posible (que sólo se vería terminado
en el texto que Malraux había publicado con el mismo título del film aunque
entre ambos existan notables diferencias) superan en su realidad a la de otros films
de idéntica intención pero menos inspirados.
Que el trabajo de Malraux no pudiera ser presentado hasta ya
concluida la Segunda
Guerra Mundial y con ello frustrado en su deseo de militancia
inmediata, añade un punto nuevo a la derrota global de la guerra. Si ésta
concluyó en un sentido adverso a las causas defendidas por el intelectual
francés, también su film fue, digamos, forzosamente terminado, sin que su
completo plan de rodaje, se viera corroborado por el triunfo. L’espoir
desarrollaba su acción en el bando republicano durante 48 horas de 1938. Sólo
la imagen fugaz de un soldado franquista ilustra la presencia del enemigo, lo
que fue, y aún continúa siendo, uno de los elementos más aplaudidos por sus
estudiosos.
Se ha escrito tanto de cómo era posible, en pleno fragor de
la guerra, dedicarse con minuciosidad casi antropológica a describir las
circunstancias y anhelos de unos soldados elogiando su solidaridad antes que su
odio, que resulta difícil contemplar
ahora las imágenes incompletas del film sin añadirle una lectura intencionada.
Sin embargo, en la sencillez del trabajo
de Malraux, en la casi inocencia de sus personajes, en la frescura narrativa de
su dirección reside la poética de toda esa guerra tan cinematográfica que pocos
cineastas han sabido trasladar a imágenes con similar emoción.
Quizás ello fuera posible porque, L’espoir (más tarde subtitulada Sierra
de Teruel), fuera un film rodado durante la guerra, en su ambiente preciso,
con sus personajes reales. Y, como se ha señalado, sólo el cine que se realizó
durante aquellos tres terribles años ha conservado la capacidad testimonial
suficiente para transmitir su mensaje a otras generaciones. El resto, con mayor
o menor acierto, ha estado más cerca de la memoria personal, de la «literatura»
que del cine en letras mayúsculas, del cine como historia. Y además, ha sido
escaso.
DIEGO GALÁN