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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

El exilio republicano en la Guerra Civil

Justino de Azcárate Fue profesor de Derecho Político, político y abogado de tendencia liberal. Al inicio de la guerra el gobierno de la republica le nombró ministro de Estado, sin que llegara a tomar cargo por encontrarse en León, que estaba en zona nacionalista.  Prisionero de los nacionales al principio de la guerra, fue canjeado por Raimundo Fernández Cuesta.

El exilio Republicano  y la experiencia personal
Uno de los fenómenos derivados de la guerra civil española, y que se ha convertido en característica peculiar de ella, ha sido el del exilio o emigración de los partidarios de la República, que no quisieron correr los riesgos derivados de la represión de la posguerra.

Este fenómeno no es un hecho aislado en la Historia. Las luchas políticas y religiosas a través de los siglos han producido con frecuencia el hecho de la expatriación de unos ante la presión de otros: Cartago fue el fruto de unas disidencias políticas en Fenicia. Los Omeyas, derrotados por los Abbasies en la pugna por el poder, rompen con Bagdad para fundar el Califato de Córdoba. A partir del Renacimiento, con la división dogmática del cristianismo, se desencadenaron feroces luchas entre católicos y protestantes, y las consiguientes huidas de unos y otros: Miguel Servet, tratando de evitar la Inquisición española, cayó en la trampa mortal del calvinismo ginebrino, para terminar en la hoguera. El casi legendario «May Flower», a su llegada a las costas americanas, iba cargado de puritanos ingleses, partidarios de Cromwell, que escapaban voluntaria o forzosamente de las represalias de la restauración Estuardo, etc.

Pero la emigración o más bien exilio político alcanza su máximo desarrollo en el siglo XIX. El choque ideológico entre liberales y conservadores en Europa es la principal fuente que alimenta este exilio, y el lugar que escogen los perseguidos como refugio es, sobre todo, la Europa regida por sistemas políticos más flexibles (en el caso de España, los liberales se dirigen a Francia o Gran Bretaña), y en último término, América, sobre todo Estados Unidos, que ofrece además perspectivas económicas y sociales más favorables.

Sin embargo, en el siglo XX, si se prescinde de los judíos, que a partir de 1934 empiezan a abandonar de modo notorio y progresivamente acelerado la Alemania nazi, el exilio de los republicanos españoles durante y después de la guerra civil, es un hecho bastante extraordinario. Un hecho de unas consecuencias sociales, culturales y humanas también extraordinarias, no ya sólo para España, sino también para los países que recibieron a los emigrantes.

Este contingente humano estaba compuesto en buena parte por intelectuales, escritores, maestros, científicos, junto a trabajadores, sindicalistas y políticos, cuya influencia alcanzó incluso al desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. También, cada uno de los individuos que, voluntaria o forzosamente incrementó el exilio, quedó marcado por el en un sentido o en otro: desarraigo, añoranza, idealización de la patria perdida, adaptación a los países de adopción, en muchas ocasiones desencanto, son algunas de las situaciones que tuvieron que afrontar los protagonistas del exilio, consecuencia de la guerra civil española.


El comienzo de la guerra de 1936 sorprendió a muchos ciudadanos alejados de su residencia habitual, dada la fecha, 18 de julio en que tuvo lugar. Las clases burguesas habían comenzado sus vacaciones, y también gran parte de la clase obrera, especialmente los niños, ya que la política educativa de la II República había activado y fomentado las colonias de vacaciones durante los meses de verano.

Además de la lógica alarma, los sucesos plantearon la incógnita de su duración. Las fuentes gubernamentales trataban de tranquilizar a la población, intentando hacer creer que el golpe militar podría ser abortado en unos pocos días o a lo más unas semanas. Por otro lado, las emisoras de radio de los facciosos exageraban los éxitos militares y la expansión del «movimiento», y garantizaban también un rápido control de la situación en breve tiempo, aunque como es lógico, en sentido contrario.

En esos primeros momentos, la situación era incierta, y la población civil, sin tiempo para reaccionar, sufría abusos y persecuciones en uno y otro lado. En la zona republicana cabía la posibilidad, ampliamente utilizada, de refugiarse en Embajadas de países extranjeros, y a través de ellas lograr la salida de España. En el lado rebelde, autodenominado «nacional», la situación para los republicanos era altamente peligrosa: la cárcel y en muchos casos la muerte. La salida de España era prácticamente imposible, salvo en casos muy excepcionales, de los que se hablará más tarde.

El mayor contingente de exiliados al principio de la guerra estuvo compuesto por familias burguesas que, bien desde sus puntos de veraneo, o a través de las Embajadas, abandonaron España, quedándose en general cerca de la frontera en espera de una rápida solución del conflicto. Este grupo regresó mayoritariamente al terminar la guerra.

Otro grupo importante que incrementó la emigración, especialmente en las zonas más castigadas por los bombardeos, fueron los niños, cuyos padres, muertos en ocasiones, y otras veces luchando en el frente, no podían ocuparse de ellos y preferían saberles a salvo en un país lejos del conflicto. Hubo expediciones numerosas de niños a Rusia, a algunos países europeos y a Estados Unidos, donde se ocuparon de ellos familias sensibilizadas por su situación o entidades gubernamentales a través de instituciones adecuadas. 

Pero la gran avalancha del exilio tuvo lugar durante los tres primeros meses de 1939, cuando ya la guerra estaba perdida para los republicanos y las noticias de la feroz represión de los vencedores en las zonas conquistadas, hacía aconsejable abandonar la patria. Los proyectos de una evacuación organizada y segura anunciados por Negrín nunca pudieron realizarse, y la salida de España fue dura y caótica, a pie en gran parte de los casos, y en otros, en barcos donde las gentes se hacinaban, dejando atrás su vida anterior.

La frontera de Francia por la Junquera y Figueras fue la más utilizada, y en la masa humana que huía aterrorizada de la muerte, se mezclaban obreros, militares, profesionales de la clase media, políticos, artistas, escritores (Antonio Machado entre ellos), que al pasar la frontera encontraron una fría acogida y una obligada instalación en campos alambrados y desabridos, de los que poco a poco fueron saliendo, para acoplarse en distintos trabajos y localidades.

Desde un primer momento hubo una tendencia, al menos con la intención, a emigrar hacia América, especialmente a la América de habla española: como polo de atracción estaba el idioma común y otra serie de afinidades, aunque también era inquietante la distancia que se abría con la patria, «dar el salto» era un poco quemar las naves. Hay que hacer constar que las naciones Hispanoamericanas, Argentina, Colombia, Venezuela, Cuba y México sobre todo, abrieron los brazos a los españoles republicanos y les acogieron en general cálidamente. De modo muy especial México, cuyo presidente, Cárdenas, estuvo de modo patente al lado de la República española.

Los que se quedaron en Francia, muchos de ellos trabajadores y soldados, poco tiempo después volvieron a encontrarse en una nueva guerra, y la invasión alemana de Francia hizo huir de nuevo a muchos españoles: algunos a la «resistencia», otros a Gran Bretaña, donde se enrolaron en el ejército que mandaba De Gaulle. Algunos fueron apresados y enviados a campos de concentración o exterminio; otros, perseguidos por la Gestapo, fueron devueltos a la España franquista para ser fusilados (el caso de Companys).

El impacto de los emigrados españoles en las naciones que les acogieron fue sociológicamente muy importante, sobre todo en la vida intelectual. La adaptación en general no fue difícil y las naciones que recibieron a los exiliados supieron, por lo general, valorar y aprovechar las cualidades y talentos de estos hijos adoptivos, que por su parte no escatimaron esfuerzo en su labor para la nueva patria que les acogía. Sin embargo, la añoranza por la patria verdadera dejada atrás siempre estaba latente y el recuerdo vivo, tan vivo que, cuando algunos volvieron al cabo de casi 40 años, no pudieron evitar un cierto desencanto al no hallar el mundo que habían dejado atrás y que ya no existía.

La nación que recibió mayor número de exiliados españoles como se ha dicho fue México y es allí donde más claramente se percibió su influencia. Se creó una escuela, el Instituto Luis Vives, dirigida por profesores procedentes de la Institución Libre de Enseñanza y del Instituto Escuela, que sirvió de pauta y modelo en la educación del país, y del que salieron promociones de alumnos muy bien orientados y preparados. La inclusión de prestigiosos catedráticos en la Universidad Mexicana, la llevó a ser una de las más activas y cotizadas de América.

Experiencia personal

Para conocer mejor la Historia es muy útil el testimonio de experiencias directas y personales. Pueden no ser sucesos generalizados, pero la vivencia puede animar e ilustrar los estudios e investigaciones documentales. En este sentido, quiero relatar mi propia experiencia por modesta que sea, como una de las pautas que puede ser útil, aunque no encaje de modo preciso en el modelo más abundante del exilio español, consecuencia de la guerra civil.

La llegada de la II República el 14 de abril de 1931 fue para mi un motivo de júbilo y entusiasmo, como para muchos millones de españoles. Había trabajado activamente para el cambio político desde las filas de un partido minoritario, promovido por don José García Ortega, por Gregorio Marañón y otros importantes intelectuales. El nombre del partido era «Agrupación al servicio de la República».

Empecé la andadura política como subsecretario de Justicia, siendo ministro del departamento Fernando de los Ríos, en la primera legislatura de la República. Al pasar a ocupar Fernando de los Ríos la cartera de Instrucción Pública, fui designado vocal del Consejo Nacional de Economía.

El desarrollo político de la República y la constante y creciente inestabilidad social me inquietaban como a muchos otros ciudadanos, pero continuaba en la Vida política activa, tratando siempre de sacar adelante y mejorar la situación de la República, tan largamente esperada. En el Gobierno presidido por Martínez Barrio en 1933 fui subsecretario de Gobernación, siendo ministro Rico Abello. Después de las elecciones de 1933 pasé a formar parte del Partido Republicano Liberal que presidió Sánchez Román, muy vinculado a Prieto pero ajeno al socialismo. Este partido no llegó a unirse al Frente Popular en las elecciones de 1936 por disidencias con Largo Caballero.

El 18 de julio de 1936 me sorprendió en Villimer, cerca de León, donde mi familia tenía una finca desde siempre. León se sumó al alzamiento militar y enseguida comenzó la persecución, encarcelamientos y ejecuciones en porcentajes alarmantes para cualquier persona que hubiera tenido relación con el Gobierno de la República, o simplemente hubiera simpatizado con él. Fueron momentos de confusión y pánico, sobre todo entre los que habían desarrollado cualquier actividad política o sindical, y la gente huía hacia el Norte, sobre todo Asturias, aún controlada por la República, y hacia Madrid, para ponerse al servicio del Gobierno.

Me llegaron noticias del peligro que corría y marche a Ponferrada en el coche de un ingeniero de la «Minero», compañía que explotaba las cuencas mineras de León, que me sirvió a modo de escolta, pues intentaba buscar un cauce legal a la situación, para librarme de los atentados incontrolados que menudeaban en aquellos días.

Me dirigí a Burgos a ver al general Cabanellas e informarle de lo que estaba pasando: el desorden, los desmanes, las venganzas personales. Aún no había llegado el general Franco a Burgos, la situación era confusa y Cabanellas se sentía incapaz de control alguno. Fui detenido y pasé diez días en una prisión de Burgos, caserón antiguo habilitado para este fin, abarrotada de presos políticos, obreros, sindicalistas, etc. En aquellos días el general Mola se enteró de mi detención y comprendió que podían matarme en cualquier momento, y podría ser un hecho grave, dado que mi hermano era el embajador de España en Londres. Desde aquel momento quedé bajo la custodia directa de Mola, a quien no llegué a ver jamás.

Fui trasladado a la cárcel de Valladolid, un edificio construido recientemente para prisión y que reunía buenas condiciones. Allí estuve en la misma celda de don Federico Landrove, que había sido director general de Primera Enseñanza. Su hijo y él fueron detenidos juntos y ambos condenados a muerte. El día que entré en la celda de la cárcel de Valladolid habían fusilado al hijo. El dolor, la dignidad, la riqueza y finura de espíritu de don Federico Landrove, son uno de los recuerdos más vivos y penetrantes que conservo de la cárcel de Valladolid. La trayectoria de Landrove fue dramática: estaba muy enfermo, destrozado moralmente y fue trasladado de cárcel varias veces, primero a Segovia y luego a Pamplona, donde su enfermedad se agravó de modo irreversible y murió.

Permanecí año y medio en la prisión de Valladolid hasta que por fin fui canjeado por Raimundo Fernández Cuesta.

A partir de ese momento empezó la larga aventura del exilio, con las etapas y características comunes en tantos casos y frecuentes en aquellos años: primero Biarritz, donde aguardaban muchísimos españoles el desenlace de la contienda, cada vez con menos esperanza unos, los otros con cierta inquietud y casi incredulidad. Después de Biarritz, con los dos niños pequeños, nos trasladamos a París, donde, y desde el primer momento, empecé a trabajar en la «Asociación para la paz civil», organización promovida y dirigida por Alfredo Mendizábal, catedrático de Filosofía en la Universidad de Oviedo, y cuyos fines eran favorecer las operaciones de canje de prisioneros, la consecución de indultos a las sentencias de muerte, etc. En algunos ambientes de la sociedad francesa logró, la asociación, notables apoyos, y ello le permitió realizar una labor bastante extensa y eficaz.

El desenlace definitivo de la guerra de España, con la consiguiente represión a los vencidos, no permitían abrigar ninguna esperanza de vuelta a la patria. A ello se unía el inquietante rumbo que iba adquiriendo la política exterior europea, con las ocupaciones por parte de la Alemania nazi, primero de Austria, luego los Sudetes y Checoslovaquia y al fin Polonia. Todas estas circunstancias y acontecimientos impusieron la difícil decisión de alejarse de Europa, aún con conciencia dolorosa de lo que ello implicaba. En setiembre de 1939 mi familia y yo embarcamos rumbo a Caracas desde el Havre, en un barco de exiliados vascos. Tal vez el apellido ayudó a que fuéramos aceptados en el pasaje. Algunos amigos, como Amó Salvador y Pi Suñer estaban en Venezuela y yo llevaba cartas de presentación para personas que pudieran orientarme o darme trabajo.

Toda una vida, una familia, amigos, raíces, tierras queridas y tantas cosas irrecuperables quedaban atrás. Había que salvarse y comenzaba esa mezcla de vivencias y sentimientos encontrados que produce necesariamente el exilio: alivio y añoranza; incertidumbre. Ruptura con lo más querido para salvar lo posible: el futuro contra el pasado. Necesidad de mirar siempre adelante, sin volver los ojos atrás, por miedo a convertirse en estatua de sal, cristalizados los recuerdos.

Una vez en Caracas, comenzó una larga peregrinación: visitas, contactos, que dieron como primeros resultados unos trabajos poco atractivos: clases de español, para una persona como yo sin gran vocación por la gramática.

Como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, comenzó en toda América, y Venezuela no fue excepción, una gran especulación en todos los terrenos y productos: alimentos, materias primas, vivienda, etc., y para impedir el abuso y la inflación, el Gobierno venezolano creó una comisión para el control de precios y fui designado secretario de ella, con un cargo de mucha responsabilidad. Comenzó entonces una etapa de enorme actividad, llevada a cabo con la suficiente autoridad y tacto, como para no tener ningún roce en la difícil tarea. Este trabajo me puso en relación con gran número de personas relevantes en la vida económica de Venezuela, entre las que es inevitable citar a Eugenio Mendoza, entonces ministro de Fomento, y gran persona, por su calidad humana y su altruismo probado. La compenetración entre los dos siempre dio buenos resultados. Las ideas y propuestas concretas del uno, permitieron canalizar los difusos afanes filantrópicos del otro, que con su patrimonio familiar y la hábil y acertada actividad comercial e industrial, que desarrolló de modo personal, había logrado reunir una importante fortuna. El resultado de la «simbiosis» fue la creación de la «Fundación Mendoza», nacida inicialmente para el control y la posible terapia de la «polio», enfermedad que estaba entonces en su mayor apogeo. La Fundación se fue ampliando: un importante hospital, jardines de infancia, modélicos en cuanto a su organización, cuidado y modernas técnicas, que albergaban sobre todo niños de madres trabajadoras, pero no exclusivamente; escuelas, instalaciones deportivas, estudios de agricultura. Una de las mayores creaciones de la Fundación en materia cultural fue la apertura de una sala de exposiciones de arte, la primera que se abrió en Caracas.

La actividad fue intensa, incluso se extendió a otras empresas, siempre dispuestas a crecer y a perfeccionarse. De ella salió la Universidad Metropolitana, especializada en la formación de técnicos inicialmente, pero que, con los problemas propios de una organización privada de tal envergadura, amplió sus actividades y hoy ocupa un lugar importante en la vida intelectual de Venezuela.

A la muerte del general Franco, casi cuarenta años después del éxodo, volví a España, con la emoción propia del reencuentro, con el desencanto, no por sabido menos amargo, de no encontrar lo mismo que dejé. Realice algunos viajes de «exploración» y enseguida sobrevino de nuevo la duda, de si quedarme en España o seguir la vida iniciada al otro lado de] Atlántico. La familia está entre los dos mundos.

Mi designación por el Rey como senador real en la primera legislatura de la Democracia, inclina la balanza del lado de España. De nuevo la actividad política, de nuevo la oportunidad de situarse en posición de lograr algunos viejos sueños para España: la vuelta del Guernica, la defensa del patrimonio nacional, mejorar la situación del Museo del Prado, lograr mayor libertad, mayor justicia, mejor educación. Y colaborar para que todas estas aspiraciones se reflejan del mejor modo posible en la Constitución.

JUSTINO DE AZCÁRATE


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