Gregorio López-Raimundo. Afiliado al PSUC al principio de la
guerra, fue comisario político del Ejército Popular en el frente de Aragón. Al
finalizar la guerra estuvo exiliado en Francia, Colombia y México.
El origen y los antecedentes históricos
Es imposible explicar las causas inmediatas de la guerra
civil española sin referirse a los acontecimientos de fondo, origen de las dos
Españas de Machado y de las dramáticas contradicciones de la sociedad española
en la década de los treinta. Hay, sin duda, sucesos cercanos al comienzo de la
contienda, como los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo, que
probablemente precipitaron —o hicieron imposible evitar- el estallido del conflicto
armado. Pero la carga explosiva que determinó la tragedia española de 1936-39
se fue acumulando a través del tiempo, y algunos estudiosos —cuyo criterio
comparto- sitúan su origen principal en la restauración borbónica de 1874.
España era en esa época uno de los estados europeos en que
los residuos feudales conservaban mayor fuerza y cuya eliminación era una
premisa para avanzar en su democratización, dado que la aristocracia
terrateniente dominante se apoyaba en ellos para
mantener su hegemonía. En La España del Siglo XX, Tuñón
de
Lara reproduce un cuadro estadístico en el que se detalla
que
A diferencia de lo ocurrido en otros países, el desarrollo
del capitalismo no condujo en España a la ruptura del poder de la aristocracia
latifundista, sino a un compromiso entre ésta y los grandes capitalistas,
compromiso del que es expresión política principal la liquidación de la primera
República y la restauración borbónica de 1874. Desde entonces hasta 1931,
España fue gobernada por variantes diferentes del bloque formado por los grandes
terratenientes y capitalistas, responsable de que se perpetúen, hasta nuestro
siglo, privilegios sociales y relaciones de producción semifeudales, causantes
de las penosas condiciones de vida de la mayoría de la población y del atraso
de nuestro país respecto a otros estados europeos.
El maridaje antihistórico de nuestras clases dominantes
frenó y distorsionó el desarrollo del capitalismo en España. Por su culpa no se
llevó a cabo a su debido tiempo la reforma agraria, no se creó un mercado
nacional ni se realizó una industrialización que transformase la fisonomía del
país. Únicamente en Cataluña, Euskadi, Asturias y Valencia se crearon algunas
industrias modernas. Y en ese marco las empresas y capitales extranjeros ocuparon
un lugar desorbitado, lo que determinaría —por ejemplo- que nuestras riquezas minerales
sirvieran no al desarrollo industrial español, sino al de la metalurgia
inglesa.
Por añadidura, hasta la proclamación de la República , el Estado protegió
preferentemente los intereses de los grandes propietarios agrarios a través de
una política aduanera y fiscal que agregó dificultades al desarrollo industrial
español. Únicamente la banca y los monopolios anticiparon su presencia en
nuestro débil desarrollo capitalista, acaparando progresivamente sectores cada vez
más amplios de la economía nacional. Y, a medida que se fortalecía la burguesía
monopolista, se acentuaba su fusión económico-social con la aristocracia
latifundista, dando consistencia a la oligarquía financiera y terrateniente que
monopoliza el poder en España hasta 1931.
En un esfuerzo desesperado por conservar su dominación, la oligarquía
recurre en 1923 a
la dictadura del general Primo de
Rivera que, efectivamente, le suministra un balón de
oxígeno, pero cuyo fracaso hace imparable el proceso que lleva a la proclamación
de la República
el, 14 de abril de 1931.
La resistencia de nuestras clases dominantes a dar paso a
los cambios propios de la revolución democrático-burguesa, son la causa, tanto
del atraso del desarrollo económico español en los primeros lustros del siglo XX
como de la persistencia de desigualdades e injusticias sociales que, al no
encontrar una rápida solución con la llegada de la República , alinearán a
los españoles en dos bandos opuestos y provocarán la guerra civil más
sangrienta de la edad contemporánea.
Miguel Maura, uno de los dirigentes monárquicos que más contribuyó
a la proclamación incruenta de la
República , y que asumió la cartera de Gobernación en el
Gobierno provisional formado el 14 de abril de 1931, escribió en su libro Así cayó Alfonso XIII: «El problema que
se nos planteaba era el siguiente: la monarquía se había suicidado, y, por lo
tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente, para defender dentro de ella
los principios conservadores legítimos o dejábamos el campo libre, en peligrosísima
exclusiva, a las izquierdas y a las agrupaciones obreras.»
Esta confesión de Maura indica que la proclamación de la República no entrañó una
ruptura política total con el régimen anterior. Es más, puede afirmarse que, en
el terreno social, los cambios que comportó el paso del régimen monárquico al republicano
fueron mínimos. El «Estatuto Jurídico de la República », aprobado por
el Gobierno provisional en su primera reunión, proclamaba en su punto quinto
que «... la propiedad privada queda garantizada por la ley: en consecuencia, no
podrá ser expropiada sino por causa de utilidad pública y previa la indemnización
correspondiente». Los seis puntos de este documento dejan claro que el Gobierno
provisional no tenía el propósito ni la voluntad de acometer transformaciones democráticas
impostergables como la reforma agraria, el reconocimiento de los derechos
nacionales de Cataluña, Euskadi y Galicia, la democratización del Estado, etc.,
etc.
Ello es, por otra parte, explicable, puesto que el
presidente Alcalá
Zamora era un terrateniente andaluz, católico, antiguo
ministro de la monarquía que, con Miguel Maura, fundó en 1930 el Partido de la Derecha Liberal
Republicana, en el que se agruparon representantes de la gran burguesía y de
los terratenientes que veían, en el advenimiento de una República dirigida por
ellos, el medio de conservar al máximo la estructura económico-social española.
Dominados por la obsesión de impedir —o limitar al máximo-
las luchas obreras y campesinas, los nuevos ministros dedicaron su esfuerzo
preferente a elaborar una Constitución que legalizase su actividad al frente
del país, y convocaron elecciones constituyentes cuando la República daba aún sus
primeros pasos.
En diciembre de 1931 fue aprobada una Constitución
progresista que definía a España como «República de trabajadores de todas las
clases», pero que dejaba intactas las bases económicas de la monarquía. El
Gobierno provisional no se propuso -como pudo y debió hacer- impulsar la
revolución democrática pendiente; no cambió la fisonomía española ni desplazó a
la reacción de las posiciones que detentaba en la administración y en el
ejército, por lo que sus insuficiencias han de colocarse entre las causas que llevarían,
años más tarde, a la guerra civil.
Como botón de muestra basta recordar que, a pesar de sumar
más de cuatro millones los obreros agrícolas y campesinos pobres censados en
España, a los dos años y medio de proclamarse la República sólo 12.260
familias campesinas habían recibido tierras con una extensión total de 117.837 hectáreas .
Lo exiguo de esta cantidad se pone de manifiesto en toda su dimensión comparándola
con la afirmación del prestigioso agrónomo Pascual Carrión, según la cual la
reforma agraria necesitaba, para realizarse, que se entregasen tierras cultivables
a 930.000 familias.
Además, la Ley
de Reforma Agraria no tuvo en cuenta los gravísimos problemas de los
arrendamientos y de los minifundios, tan dramáticos en algunas zonas del país
como el de la falta de tierra en otras.
La loable iniciativa de Azaña para reducir el ejército,
ofreciendo el retiro con haberes íntegros a los jefes y oficiales que lo
solicitasen, tuvo como resultado que se acogieran a esta medida los más liberales
y se quedaran en el ejército los más reaccionarios. El general Díaz Villegas,
fiel colaborador de Franco, dice sobre esto en un libro publicado en 1957:
«Muchos le preguntaban (a Franco) si debían solicitar el retiro. Franco les
respondió: “No; mucho más útiles a España seréis dentro del Ejército”.»
Al dictar oportunas medidas de reforma del ejército, Azaña
no tuvo en cuenta la necesidad de apartar de los puestos de mando a los jefes y
oficiales monárquicos y reaccionarios y muy especialmente a los llamados
«africanistas», los cuales fueron una amenaza constante para la República y los
promotores materiales de la sublevación de julio de 1936 y de la guerra civil.
Sanjurjo continuó como director de la Guardia Civil y después se le nombró director
general de Carabineros; Goded fue designado jefe del Estado Mayor Central; a
Franco se le «apercibió de oficio» por exponer su hostilidad a la República en un discurso
oficial con motivo del cierre de la Academia Militar de Zaragoza, pero se le dio el
mando de la Brigada
de La Coruña.
La reacción
antirrepublicana
En abril de 1932, el aviador Ansaldo, por encargo del
general Ponte, realizó un viaje a Roma, donde se entrevistó con el mariscal Balbo
y solicitó ayuda de la Italia
fascista para el golpe militar que, ya entonces, había empezado a prepararse en
España.
El 10 de agosto siguiente se produce la «sanjurjada», en la
que secundan a Sanjurjo generales como Barrera, Ponte, Cavalcanti,
Villegas y otros. Fracasado el intento, Sanjurjo fue
condenado a muerte. Pero el Gobierno Samper-Lerroux lo amnistió en abril de
1934, y el general golpista se fue a Portugal a dirigir
desde allí la organización de la sublevación. Al general Barrera se le concedió
la libertad inmediatamente, y al coronel Varela, que estuvo ocho meses en la
cárcel, se le repuso en el ejército y pudo dedicarse impunemente a instruir los
grupos armados que los carlistas empezaron a organizar en Navarra
inmediatamente después de proclamarse la República.
José Antonio Primo de Rivera se entrevistó con Mussolini en Roma
el verano de 1933, y el 20 de octubre siguiente pronunció en Madrid el discurso
«fundacional» del partido fascista español (Falange Española). El 20 de agosto
de 1934, firmaba un acuerdo secreto con el líder de Renovación Española,
Antonio Goicoechea, según el cual Falange utilizaría la mitad de los fondos que
recibiera de Renovación para constituir «una organización obrera sindical antimarxista».
Un año más tarde, Calvo Sotelo asumía la jefatura de Renovación Española,
convertida en el principal partido monárquico y segunda fuerza, tras la CEDA , de la derecha
antirrepublicana.
Esta actitud y el anticlericalismo secular español explican
—aunque en modo alguno justifiquen- que los incidentes ocurridos en la mañana
del 10 de mayo de 1931, en Madrid, como consecuencia de la agresión de un grupo
que salía de un acto monárquico contra los transeúntes que pasaban por la calle
en ese momento, tuvieran como consecuencia, al día siguiente, la quema de
varias iglesias y conventos de la capital. Las jerarquías de la Iglesia utilizaron esta
acción vandálica —cuyo origen nunca se descubrió- para propagar la idea de que convivencia
y República eran incompatibles, impulsando así la polarización de las dos
Españas.
Desde finales de 1932, la Confederación Española
de Derechas
Autónomas (CEDA) fue la organización más importante de la contrarrevolución.
Su base social estaba formada principalmente por campesinos ricos de Castilla,
Levante y otras zonas agrarias.
Su líder era don José Mª Gil Robles, abogado de los grandes terratenientes
castellanos y de un sector de capitalistas y empresarios ligados a los
jesuitas.
En setiembre de 1933, Gil Robles asistió al Congreso nazi de
Nuremberg y a su vuelta a España pronunció un discurso en el
que dijo: «La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la
conquista de un Estado nuevo; llegado el momento, el Parlamento se somete o le
hacemos desaparecer.»
A través de centenares de periódicos y revistas, la CEDA desencadenó una
increíble campaña de descrédito de los gobernantes republicanos, a los que
llamaba «ladrones», «antipatria», y otros epítetos semejantes.
En marzo de 1934, Antonio Goicoechea, Olazábal y Lizarza (representantes
de los tradicionalistas), junto con el general Barrera, concluyeron en Roma un
pacto con Mussolini en el que éste se comprometía a ayudar a los partidos
derechistas a derribar el régimen republicano, y si era necesario «a
desencadenar una guerra civil», según confesó el propio Goicoechea en un discurso
pronunciado en San Sebastián el 22 de noviembre de 1937. Sobre la base de este
acuerdo, 400 carlistas fueron a Italia a recibir instrucción militar.
Desde Gran Bretaña, Francia y EE UU también se ayudó a los
monárquicos golpistas españoles. A los dos meses de proclamada la República , la Banca Morgan
desencadenó un ataque contra la peseta que obligó al Gobierno republicano a
exportar a Francia una parte de las reservas de oro —exactamente 257 millones
de pesetas oro- para defender en los mercados internacionales el valor de la
moneda española. Y desde 1933 existía en Londres un Comité Anglo-Español con la
misión de ayudar a nuestros conspiradores y reaccionarios a restablecer la
monarquía.
Gregorio López-Raimundo