▶ En pocos meses Falange Española no sólo se hizo un partido muy numeroso, sino que invadió con sus colores e insignias los
símbolos del nuevo régimen. Con aquella
operación de camerino, el régimen pretendió surgir como todo un nuevo Estado, en nada parecido
al sistema «decadente» de la Monarquía constitucional
y el liberalismo ideológico que, según
los nuevos patronos, era el primer responsable
de todos los males de la patria. El cuerpo que
sustentaba el Movimiento Nacional era el que desde siempre había forzado la preservación de los poderes
tradicionales; su vestido, en cambio,
había cambiado. No tengo noticia de que
en los primeros meses del conflicto se celebrara
en la España
rebelde acto cultural alguno; a lo más alguna
«exaltación» en cualquier Ateneo provinciano. Bastante tenían los nuevos gobernantes con las
operaciones militares como para
detenerse a leer un poema o descubrir una lápida.
El primero del que
hay noticia -la exaltación del Día de la Raza el 12 de
octubre en la
Universidad de Salamanca- costó el retiro, la humillación y la muerte de Miguel de Unamuno.
En cambio sus represiones, vendettas y
represalias -como el fusilamiento de GarcíaLorca en Granada- tendrían una repercusión enorme y a los ojos del mundo democrático convertirían
al Movimiento Nacional en el restaurador
de la España
negra e inquisitorial, ganándose el
título de enemigo de las libertades y la sincera y vehemente oposición de todo intelectual que
le volvería la espalda hasta su completa
extinción en 1975, cuarenta años después. Una
mancha que nunca podría lavar con toda la lejía aportada por los «valores de la civilización cristiana» y que,
por así decirlo, dejó al nuevo Estado
tan inerme en el campo de la lucha cultural que
optó por encargar su defensa a los jóvenes poetas de la Falange.
Un grupo de universitarios
falangistas formado por Ridruejo, Laín Entralgo, Sánchez Mazas, Tovar y otros -a los que se vendría a sumar
Eugenio D’Ors, como figura de prestigio-
ocuparía, a partir de la formación del primer
gobierno, los puestos centrales de la Dirección General
de Prensa y Propaganda encargada de
impartir la doctrina del Movimiento Nacional
en todo el territorio ocupado, una misión un tanto delicada tras el famoso Decreto de
Unificación que había de desembocar en
la formación del partido único, FET y de las JONS, una amalgama de los idearios falangistas,
tradicionalistas, militaristas,
cristianos, imperialistas y otros más encubiertos. Con todo -y pese a los esfuerzos de los editores
de Jerarquía, Fe y Vértice para
popularizar la ideología totalitaria y magnificar la personalidad de los pocos
intelectuales que habían abrazado la causa
de Franco- a la postre no podía dejar de manifestarse el carácter contra-cultural del nuevo régimen,
mucho más atento al afán de conquista que
a la propagación de las ideas.
Entonces se ponen de
nuevo en circulación las ideas de Imperio, Hispanidad, Reconquista, etc. , y suben a los altares los
apóstoles de una pasada y delirante
ambición de grandeza -Donoso Cortés, Vázquez de
Mella, Maeztu, Salaverría- que cifran la regeneración del país en la doble práctica de la espada y el
rosario.
En contraste, la República sabía muy bien que a su lado estaban «la razón y la estética de los tiempos», aún
empañadas por las violencias y torpezas
que se sucedieron desde el 18 de julio. La
ofensiva cultural de la
República en todos los frentes -tanto en el nacional como en el internacional, tanto
en el urbano como en el rural, tanto en
las trincheras como en los mítines- no había
de cejar a lo largo de toda la guerra y, terminada y perdida ésta, concluiría en el legado de unas cuantas
piezas imprescindibles del arte y la
literatura del siglo XX. Pero además de unos cuantos títulos y nombres propios de alcance
universal, durante la guerra civil se
consolida definitivamente una figura, una manera de ser, que estará presente en lo sucesivo, con
entidad propia, en los movimientos
políticos occidentales posteriores a la contienda.
Si cincuenta años
antes había nacido en Francia, a raíz de los sucesos provocados por el affaire Dreyfuss, un
«intelectual» que no vacila en oponer su
voz a la del poder para apelar a la justicia ante el tribunal del pueblo, durante la guerra civil
toma cuerpo «el intelectual
antifascista» (aun cuando posteriormente se desprenda del apellido) que no vacila en tomar las
armas -aunque sean verbales- para
defender los derechos de ese pueblo oprimido que se ha de convertir en el protagonista de la
causa de la libertad y el adelantado de
la cultura de masas. El intelectual antifascista, nacido en los congresos y mítines de Madrid,
Barcelona y Valencia a los que acudieron
los progresistas de Europa y América y los
perseguidos por los regímenes totalitarios, se convertirá con el tiempo en el ideólogo de los grupos de
resistencia europea durante la ocupación
nazi; en el principal objeto de persecución del
senador McCarthy; en el soporte cultural de la política de los no- alineados; en el objetor de conciencia
durante la guerra civil del Vietnam; en
el enemigo de los regímenes policíacos del cono Sur, en la década de los 70; en fin, en la cabeza
pensante de los movimientos pacifistas y
ecologistas de los 80 y de los comités de
apoyo a los países de Centroamérica, amenazados por el imperialismo comercial americano.
Toda una figura que cualquiera
que sea su aportación cultural ya no dejará de estar presente en todos los así llamados
movimientos de liberación. Hace un par
de años un amigo de San Sebastián me envió las
reproducciones de unos dibujos que un conocido pintor de allí publicó en El Pueblo Vasco durante el
sangriento verano del 36. Se trataba tan sólo de una serie de sketches hechos a
vuela-pluma con los que el pintor
trataba de reflejar «las gloriosas hazañas de
nuestros milicianos» durante la fracasada ofensiva de Villarreal. Pocos meses después me topé, en el pueblo
burgalés de Escalada, en el valle medio
del Ebro, con un enorme fresco del general
Franco sobre toda una medianería, pintado, firmado y fechado por la misma mano que había trazado los dibujos
de El Pueblo Vasco y tan sólo unos meses
después, tras la conquista de San Sebastián y
para acompañar el avance de la columna Sagardía hacia Bilbao.
Sabía yo muy bien, porque conocí de cerca al autor de sendas obras, que no se trataba de un «cambio de
chaqueta», sino de un caso de estricta
supervivencia por parte de quien vivió siempre de sus pinceles y nunca -ni antes ni después de
la guerra- tomó parte en la política ni
se interesó por partido alguno. Y jamás -que yo
sepa- volvió a hacer un retrato oficial. Si aduzco ese ejemplo que me parece paradigmático es justamente porque
se trata de un caso poco frecuente que
pone de manifiesto hasta qué punto toda la
vida española se vio afectada por una tragedia que no respetó ninguna clase de indiferencia. Tan sólo unos
pocos hombres, por razones de edad o
incapacidad, lograron escabullirse de la
contienda y en la soledad de su gabinete aprovecharon el paréntesis bélico para desarrollar una obra
que vería la luz después de la guerra.
Sin duda, algunas de esas obras por su propia entidad se han venido a sumar al acervo de la cultura
española, emergiendo, gracias al
esfuerzo individual, de la catástrofe que
arrasó su tierra. Y aun cuando toda cultura se cimenta sobre ese conjunto de obras individuales que cada época
aporta, bien se puede decir que a causa
de la guerra no existió ese aglomerante social
que las envuelve y solidifica para formar una fábrica duradera. De esa suerte la cultura española
de la guerra se nos aparece hoy como un
conjunto de restos sueltos, habiendo desaparecido
-afortunadamente- el espíritu que un día los animó.
JUAN BENET➽➔