▶ Guerra Civil Española 1936 - 1939 | Guerra Civil de España | Contada por los dos bandos

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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

▶Falange y cultura en la guerra civil

▶ En pocos meses Falange Española no sólo se hizo un partido muy numeroso, sino que  invadió con sus colores e insignias los símbolos del nuevo régimen.  Con aquella operación de camerino, el régimen pretendió surgir  como todo un nuevo Estado, en nada parecido al sistema  «decadente» de la Monarquía constitucional y el liberalismo  ideológico que, según los nuevos patronos, era el primer  responsable de todos los males de la patria. El cuerpo que  sustentaba el Movimiento Nacional era el que desde siempre había  forzado la preservación de los poderes tradicionales; su vestido, en  cambio, había cambiado.  No tengo noticia de que en los primeros meses del conflicto se  celebrara en la España rebelde acto cultural alguno; a lo más  alguna «exaltación» en cualquier Ateneo provinciano. Bastante  tenían los nuevos gobernantes con las operaciones militares como  para detenerse a leer un poema o descubrir una lápida.

El primero  del que hay noticia -la exaltación del Día de la Raza el 12 de  octubre en la Universidad de Salamanca- costó el retiro, la  humillación y la muerte de Miguel de Unamuno. En cambio sus  represiones, vendettas y represalias -como el fusilamiento de  GarcíaLorca en Granada- tendrían una repercusión enorme y a  los ojos del mundo democrático convertirían al Movimiento  Nacional en el restaurador de la España negra e inquisitorial,  ganándose el título de enemigo de las libertades y la sincera y  vehemente oposición de todo intelectual que le volvería la espalda  hasta su completa extinción en 1975, cuarenta años después. Una  mancha que nunca podría lavar con toda la lejía aportada por los  «valores de la civilización cristiana» y que, por así decirlo, dejó  al nuevo Estado tan inerme en el campo de la lucha cultural que  optó por encargar su defensa a los jóvenes poetas de la Falange.

La Falange era -no hay que olvidarlo- un movimiento  extremadamente joven, cuyo credo político estaba resumido en  sus famosos 27 puntos -de caracteres heroicos y grandilocuentes-  que poco 0 nada tenían que ver con las bases ideológicas del  capitalismo español; estrictamente contemporáneo de la  generación del 27, el lenguaje de la Falange introducía una  terminología nueva, en buena medida inasequible al pueblo que la  repetía de memoria sin reparar demasiado en su significado. En  esas condiciones, ofrecía un amplio escaparate de palabras, gestos,  consignas (como por ejemplo el extraño grito «¡Arriba el campo!»)  y frases hechas a las que se podía acoger todo aquel que no tuviera  necesidad de precisar su pensamiento, tras haber llevado a cabo  la elección de su campo de lucha.

Un grupo de universitarios  falangistas formado por Ridruejo, Laín Entralgo, Sánchez Mazas,  Tovar y otros -a los que se vendría a sumar Eugenio D’Ors, como  figura de prestigio- ocuparía, a partir de la formación del primer  gobierno, los puestos centrales de la Dirección General de Prensa  y Propaganda encargada de impartir la doctrina del Movimiento  Nacional en todo el territorio ocupado, una misión un tanto  delicada tras el famoso Decreto de Unificación que había de  desembocar en la formación del partido único, FET y de las JONS,  una amalgama de los idearios falangistas, tradicionalistas,  militaristas, cristianos, imperialistas y otros más encubiertos. Con  todo -y pese a los esfuerzos de los editores de Jerarquía, Fe y  Vértice para popularizar la ideología totalitaria y magnificar la personalidad de los pocos intelectuales que habían abrazado la  causa de Franco- a la postre no podía dejar de manifestarse el  carácter contra-cultural del nuevo régimen, mucho más atento al  afán de conquista que a la propagación de las ideas.

Entonces se  ponen de nuevo en circulación las ideas de Imperio, Hispanidad,  Reconquista, etc. , y suben a los altares los apóstoles de una pasada  y delirante ambición de grandeza -Donoso Cortés, Vázquez de  Mella, Maeztu, Salaverría- que cifran la regeneración del país  en la doble práctica de la espada y el rosario.

En contraste, la República sabía muy bien que a su lado estaban  «la razón y la estética de los tiempos», aún empañadas por las  violencias y torpezas que se sucedieron desde el 18 de julio. La  ofensiva cultural de la República en todos los frentes -tanto en  el nacional como en el internacional, tanto en el urbano como  en el rural, tanto en las trincheras como en los mítines- no había  de cejar a lo largo de toda la guerra y, terminada y perdida ésta,  concluiría en el legado de unas cuantas piezas imprescindibles del  arte y la literatura del siglo XX. Pero además de unos cuantos  títulos y nombres propios de alcance universal, durante la guerra  civil se consolida definitivamente una figura, una manera de ser,  que estará presente en lo sucesivo, con entidad propia, en los  movimientos políticos occidentales posteriores a la contienda.

Si  cincuenta años antes había nacido en Francia, a raíz de los sucesos  provocados por el affaire Dreyfuss, un «intelectual» que no vacila  en oponer su voz a la del poder para apelar a la justicia ante el  tribunal del pueblo, durante la guerra civil toma cuerpo «el  intelectual antifascista» (aun cuando posteriormente se desprenda  del apellido) que no vacila en tomar las armas -aunque sean  verbales- para defender los derechos de ese pueblo oprimido que  se ha de convertir en el protagonista de la causa de la libertad y el  adelantado de la cultura de masas. El intelectual antifascista,  nacido en los congresos y mítines de Madrid, Barcelona y Valencia  a los que acudieron los progresistas de Europa y América y los  perseguidos por los regímenes totalitarios, se convertirá con el  tiempo en el ideólogo de los grupos de resistencia europea durante  la ocupación nazi; en el principal objeto de persecución del  senador McCarthy; en el soporte cultural de la política de los no-  alineados; en el objetor de conciencia durante la guerra civil del  Vietnam; en el enemigo de los regímenes policíacos del cono Sur,  en la década de los 70; en fin, en la cabeza pensante de los  movimientos pacifistas y ecologistas de los 80 y de los comités de  apoyo a los países de Centroamérica, amenazados por el  imperialismo comercial americano.

Toda una figura que  cualquiera que sea su aportación cultural ya no dejará de estar  presente en todos los así llamados movimientos de liberación.  Hace un par de años un amigo de San Sebastián me envió las  reproducciones de unos dibujos que un conocido pintor de allí  publicó en El Pueblo Vasco durante el sangriento verano del 36. Se trataba tan sólo de una serie de sketches hechos a vuela-pluma con  los que el pintor trataba de reflejar «las gloriosas hazañas de  nuestros milicianos» durante la fracasada ofensiva de Villarreal.  Pocos meses después me topé, en el pueblo burgalés de Escalada,  en el valle medio del Ebro, con un enorme fresco del general  Franco sobre toda una medianería, pintado, firmado y fechado por  la misma mano que había trazado los dibujos de El Pueblo Vasco y  tan sólo unos meses después, tras la conquista de San Sebastián y  para acompañar el avance de la columna Sagardía hacia Bilbao.

Sabía yo muy bien, porque conocí de cerca al autor de sendas  obras, que no se trataba de un «cambio de chaqueta», sino de un  caso de estricta supervivencia por parte de quien vivió siempre de  sus pinceles y nunca -ni antes ni después de la guerra- tomó parte  en la política ni se interesó por partido alguno. Y jamás -que yo  sepa- volvió a hacer un retrato oficial. Si aduzco ese ejemplo que  me parece paradigmático es justamente porque se trata de un caso  poco frecuente que pone de manifiesto hasta qué punto toda la  vida española se vio afectada por una tragedia que no respetó  ninguna clase de indiferencia. Tan sólo unos pocos hombres, por  razones de edad o incapacidad, lograron escabullirse de la  contienda y en la soledad de su gabinete aprovecharon el  paréntesis bélico para desarrollar una obra que vería la luz después  de la guerra.

Sin duda, algunas de esas obras por su propia entidad  se han venido a sumar al acervo de la cultura española,  emergiendo, gracias al esfuerzo individual, de la catástrofe que  arrasó su tierra. Y aun cuando toda cultura se cimenta sobre ese  conjunto de obras individuales que cada época aporta, bien se  puede decir que a causa de la guerra no existió ese aglomerante  social que las envuelve y solidifica para formar una fábrica  duradera. De esa suerte la cultura española de la guerra se nos  aparece hoy como un conjunto de restos sueltos, habiendo  desaparecido -afortunadamente- el espíritu que un día los animó.


JUAN BENET➽➔
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