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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La población penal en la Guerra Civil

La crecida de encarcelamientos

Como es obvio, la represión llevada a cabo hizo crecer la población penal en gran número. Las condenas a penas de prisión eran, en principio, un alivio por haber salvado la piel en momentos en los que la vida humana había perdido todo su valor. Después venía la existencia carcelaria en muy duras circunstancias. Los presos se distribuían en las cárceles de Pamplona, Zambra, La Coruña, Sevilla o en los penales de El Puerto de Santa María, de El Dueso, de Burgos o en el famoso Fuerte de San Cristóbal, donde se realizó la más gigantesca fuga de nuestra historia carcelaria, aunque la mayoría de los fugados fueron detenidos antes de alcanzar su objetivo ansiado que era pasar la frontera francesa de la que les separaban pocos kilómetros.

Si para los presos nacionales, en las cárceles o campos de trabajo republicanos, la favorable marcha de la guerra era augurio de una liberación, a los presos republicanos no les quedaba más que cimentar esperanzas irracionales alimentadas por la continua circulación de bulos. Eran esperanzas que se iban consumiendo poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, entre la desesperación, el hambre y el sobresalto continuo del cumplimiento de las sentencias con la entrada en capilla de los reos con quienes se había convivido día tras día. Para los presos republicanos la última esperanza se cifró en que, al término de la guerra, habría una amnistía general que cicatrizara las huellas de la guerra y reconciliara a las dos Españas. Su esperanza fue vana, pues la victoria no hizo más que aumentar colosalmente la población penal tras el desplome republicano.

Y quedó otra vida cotidiana que casi no fue vida: la de los escondidos, la de los ocultos, quienes, ante el terror desatado en las dos zonas enemigas, buscaron la salvación emparedándose, escondiéndose en leñeras, en desvanes, en los rincones más inverosímiles. Republicanos, socialistas, anarquistas o comunistas sorprendidos en la zona sublevada o que eligieron la ocultación al término de la guerra; sacerdotes, derechistas, católicos, camuflados en la otra zona, entraron entre los que, presos del pánico que inspiraban unas circunstancias inhumanas, optaron por esconderse como única esperanza de conservar la vida. En el decurso de la guerra, a medida que las tropas de Franco entraban en ciudades y pueblos, fueron apareciendo hombres ocultos -barbudos, escuálidos, irreconocibles- que debían su salvación a haber hecho correr la voz de su desaparición para desalentar a sus perseguidores. Eran sus historias unos relatos de miedo, pero también de abnegación por parte de quienes los ampararon alimentándolos y despistando búsquedas y registros a costa de su propio riesgo.

Para los que se escondieron huyendo de la represión nacional, el fin de la guerra con el rastro depurador que le siguió no supuso ningún alivio a su condición. Y, perdidos por los más apartados villorrios de la geografía española, unos hombres asustados asumieron una vida infrahumana. En el trascurso de los años que siguieron al fin de la guerra, confiados en la suavización del trato impuesto a los vencidos, muchos de estos hombres, que se habían convertido en topos, fueron saliendo a la luz. Algunos no lo hicieron hasta treinta años después del final de la contienda, cuando, en 1969, se dieron por canceladas todas las responsabilidades políticas contraídas durante la guerra civil. La historia de los topos es una de las más punzantes y demostrativas de la saña persecutoria que se desató en la España de la guerra civil y del terror que la inspiró.

Las diversiones

Como en el bando opuesto, el cine fue solaz para el combatiente de permiso y diversión popular que aliviaba de penas y fatigas. Las cintas que se proyectaban eran prácticamente las mismas que en la otra zona, aunque en ésta, dado el tono nacionalista y patriótico que se pretendía instaurar, se daba especial énfasis al cine español. Películas como La hermana San Sulpicío, El niño de las monjas o
El bailarín y el trabajador con sus argumentos nada complicados, divertían a un público en busca de disipación. Los altavoces instalados a la puerta de los cines atraían a la clientela repitiendo infatigablemente las canciones de Imperio Argentina. El éxito de estas películas, más o menos folklóricas, marcó el camino para las primeras películas rodadas bajo auspicios nacionalistas en estudios alemanes, como Carmen la de Triana o El barbero de Sevilla, películas que insistían en unos tópicos de españolada a los que salió al paso un comentario de Luis de Galinsoga en el que, muy atinadamente, decía lo siguiente:

«Estas películas en las cuales son motivo temático el vinazo, las comadres, el chulo de tufos y el gitano que se cuela en un hotel cosmopolita para robar las corbatas de un armario, están absolutamente vedadas a un empeño nacional que trascienda de nuestra intimidad en zapatillas...»

Mención especial merecen las representaciones de la película francesa La Bandera, que por estar hecha como homenaje a la Legión española se representó reiteradamente y con todos los honores.

La amistad entablada con los países que ayudaron a la España nacional, Alemania e Italia, facilitó la proyección de películas producidas en aquellos países. Los alemanes enviaron un llamado
«lote de simpatía por España», en el que destacaban, excepcionalmente, alguna buena película como El Soberano, que ofrecía una gran interpretación de Emil Jannings. El resto eran producciones de escaso interés, pero que tuvieron la Virtud de hacer populares los rostros de Gustav Froelich, de Hans Albers, de Willy Birgel y entre ellas, los de Martha Eggert, de Franziska Gaal, de Paula Wessely, intérpretes que constituían la plana mayor del incoloro cine que alumbró el nazismo.

El cine italiano que se proyectó estaba destinado a cantar las gestas coloniales del país amigo en películas como Centinelas de bronce o
El Escuadrón Blanco, o las políticas como Camisas negras, sin que faltaran las grandes superproducciones históricas como Escipión el
Africano. Hacia el final de la guerra, empezaron a exhibirse las comedias de la época, a las que se llamó de los teléfonos blancos, en las que empezó a significarse un galán un tanto relamido cuyo nombre era Vittorio de Sica.

Los hechos de nuestra guerra dieron lugar a la aparición de los primeros documentales: España heroica, Los conquistadores del Norte, La gran victoria de Teruel, que se proyectaban antes del intermedio en el que la aparición de la efigie de Franco en la pantalla y la interpretación simultánea del himno nacional, obligaba al personal a ponerse en pie y aguantar con el brazo en alto hasta el término de la interpretación, so pena de ser detenido por desafecto.

El teatro

El número de compañías teatrales a las que sorprendieron los acontecimientos de julio en zona sublevada fue menor de las que quedaron en territorio republicano. Por esta causa, la actividad teatral no fue tan dilatada. Compañías como las de Tina Gascó y Fernando Granada, Carmen Díaz, María Bassó y Nicolás Navarro y Niní Montián, mantuvieron el espectáculo teatral con representaciones en las capitales donde la presencia de refugiados daba una mayor afluencia de espectadores. Carmen Díaz estrenó la prolongación de Morena Clara, cuyo título era Gracia y Justicia, con la que sus autores, Quintero y Guillén, se apuntaron un nuevo éxito. En general, las obras que se ponían en escena estaban en el género que se puede calificar de «edificante» y moralizador, a tono con el espíritu reinante.

La reposición de éxitos de anteguerra fue recurso al que se acogieron las compañías, y en esta línea Oro y Marfil, La marquesona, Dueña y señora y María de la O tuvieron amplia cabida en las carteleras. Entre las novedades, hubo dos estrenos de Pemán, muy de acuerdo con las inquietudes del momento: De ellos es el mundo, canto a los combatientes, y Almoneda, obra de perfiles benaventianos en diatriba contra una sociedad en pérdida de valores tradicionales y culpable, por su frivolidad, de los males caídos sobre nuestro país.

El género lírico se mantuvo gracias a las compañías de Moreno
Torroba y Eladio Cuevas, siendo, en cambio, prohibido todo lo frívolo. Un intento hecho por la famosa Celia Gámez de montar unas revistas «blancas», se vio vetado por las autoridades.

Hacia las postrimerías de la guerra, se plasmó el propósito de crear un Teatro Nacional de la Falange, de cuya dirección se encargó Luis Escobar. Fue un intento de retorno a los clásicos y al auto sacramental de inspiración claudeliana. Sus actividades se iniciaron con El hospital de los locos, La verdad sospechosa y La vida es sueño, esta última con figurines de Pedro Pruna y música del maestro Joaquín Rodrigo. Entre los actores y actrices que figuraron en el elenco del Teatro Nacional se contó con José María Seoane, Carlos Muñoz, Blanca de Silos y María Paz Molinero.
También se formó un Teatro Ambulante de Campaña, cuya misión era ofrecer representaciones de obras cómicas dedicadas a los combatientes. En él actuaron figuras como Luisa Albiach, Antonio Garisa, Mercedes Vecino, Luis Porredón, Manuel Serrano y José Antonio Alvarez.

La fiesta nacional, los toros

Desde los primeros momentos de la guerra, viose que la zona sublevada, que contaba con el apoyo de terratenientes y ganaderos, y reivindicaba una tradición castiza y nacional, sería la elegida por las gentes del toro, en aquella disyuntiva que obligaba a los españoles a tomar partido por un bando o por el otro. Los toreros sorprendidos por los acontecimientos en el territorio dominado por los militares, se apresuraron a ofrecerse a las autoridades. Este fue el caso de Marcial Lalanda, Victoriano de la Serna, Pepe Amorós y «Chicuelo». Después irían haciendo acto de presencia los hermanos Bienvenida, Domingo Ortega y, en el otoño de 1936, se produciría un verdadero éxodo que comprendió a El Estudiante, Noaín, Curro Caro, Rafaelillo, Fernando
Domínguez, todos ellos primeras figuras en aquel año 1936. Más tarde lo harían Vicente Barrera, Antonio Márquez, Jaime Pericás hasta completar la casi totalidad de la nómina de matadores de toros.

La batalla de los toreros la había ganado la España sublevada y en gracia a este triunfo, el espectáculo taurino fue reconocido como fiesta nacional. Las corridas se daban en medio de clamores patrióticos, gritos de rigor, acompañamiento de himnos y cuadrillas desfilando brazo en alto. La carencia de sobresaltos en la retaguardia nacional hizo que las corridas se fueran prodigando en Sevilla, en Salamanca, en Burgos, en Valladolid, coincidiendo con las ferias tradicionales o por motivos patrióticos. Encarnación de esta simbiosis entre taurinismo y movimiento nacional fue la figura de José García Carranza (Algabeño), muerto en acción de guerra en el frente de Andalucía y al que se glorificó en su personalidad de señorito andaluz, combatiente, lidiador y garrochista, como una reivindicación heroica de lo castizo.

En esta decantación taurino-ganadera hacia la España nacional, influyó, al igual que ocurrió con otros estamentos, la persecución enconada de que fueron objeto los criadores de reses bravas como el duque de Veragua, los hermanos García Aleas, Tomás Murube, los Ayala y los Pérez Tabernero, persecución que acabó en el asesinato de gran número de miembros de estas familias.

En 1937 se celebraron, entre el sur de Francia, Portugal y la zona nacional, 55 corridas de toros, siendo Domingo Ortega, con 35 festejos, el espada que más veces toreó. En el segundo año de guerra —1938— se dieron 66 corridas en la España de Franco, 15 en Francia y 4 en Portugal. Este mantenimiento de la fiesta, hizo que valores apuntados en la anteguerra acabaran de cuajar en plena contienda, como fue el caso del novillero sevillano Pascual Márquez y el hijo de Juan Belmonte, Juanito Belmonte, que tomaron la alternativa durante la guerra. En 1937 tomó parte en algunos festejos el novillero cordobés Manuel Rodríguez (Manolete), destinado a ser la figura de la posguerra. Y en mayo de 1938, se presentó en la Maestranza de Sevilla como novillero, Pepe Luis Vázquez.

Con el fin de la guerra se produjo la normalización de la fiesta, pero las consecuencias del conflicto y el daño infligido a las ganaderías en la zona republicana se acusaría en el desarrollo ulterior de la fiesta.

El fútbol durante la guerra civil

En la zona nacional, la única región que quedó intacta y que además poseía tradición futbolística, era Galicia, y, merced a esta circunstancia, en el otoño de 1936 se organizó un campeonato regional en el que los equipos galaicos se reforzaron con jugadores procedentes de otros clubs y que por ser de la tierra, estaban en ella pasando sus vacaciones, como era el caso de Chacho Diz, Edelmiro, Hilario, Moreno, etc. En las demás regiones, sin llegarse a establecer competiciones sistemáticas, se organizaron partidos de rivalidad regional como entre el Sevilla y el Betis o entre la Real Sociedad de San Sebastián y el Osasuna de Pamplona. La marcha a filas de la mayoría de los jugadores restringió todavía más las actividades balompédicas, aunque casi todos los movilizados solían tener un destino cómodo, y fácil la autorización para tomar parte en encuentros amistosos, organizados para distracción de combatientes y convalecientes.

Dada la popularidad de que disfrutaba el fútbol, las autoridades de la España nacional consideraron oportuno formar un equipo nacional, con fines patriótico-propagandísticos, destinado a jugar contra combinados regionales. Entre los jugadores que se seleccionaron se contaban Eizaguirre, Ciriaco, Quincoces, Ipiña, Oceja, Vega, Gabilondo, Campanal, Sañudo, etc. El éxito de público de estos partidos animó a concertar un choque contra la selección portuguesa, dado que el vecino país se encontraba entre las naciones amigas del alzamiento. El partido tuvo lugar en el estadio de Balaídos, en Vigo, en noviembre de 1937.

Obedeciendo a razones coyunturales, el conjunto que representaba la España nacional se uniformó de azul, desdeñando su tradicional camiseta roja, pues hubiera sido un contrasentido, dadas las nefastas connotaciones que en aquellos momentos tenía el color rojo. Los jugadores que formaron en el bando español fueron Eizaguirre, Ciriaco, Quincoces; Aranaz, Vega, Ipiña; Epi, Gallart, Vergara, Chacho y Vázquez. El resultado fue favorable a Portugal por dos tantos a uno, lo que provocó un júbilo extraordinario en el país vecino, ya que era la primera vez que una formación lusitana se imponía a una española.

En el año 1938 se celebraron algunos encuentros entre conjuntos formados en unidades militares. Así aparecieron los representativos de Aviación, Automovilismo, Recuperación, dando lugar a la formación de unos equipos que, al fin de la guerra, se integraron en clubs de primera división.

El día 1 de abril de 1939 se consumó el desplome de la zona Centro, lo que quedaba de la España republicana. España volvía a ser una. Pero tres años de guerra habían marcado profundamente a los españoles de una y otra zona. Durante años el trauma de la guerra perduraría distinguiendo a unos de otros de manera significativa y discriminatoria. Unos serían los vencedores. Los otros, los vencidos.

RAFAEL ABELLA


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