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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La vida bajo las bombas en la Guerra Civil

La vida bajo las bombas (zona republicana)

Madrid fue la primera capital del mundo que sufrió los horrores de la guerra moderna. Los bombardeos esporádicos -algunos a base de octavillas- que se produjeron en el verano de 1936, dieron paso a los ataques sistemáticos cuando las tropas legionarias y marroquíes perfilaron su amenaza sobre la capital, en el mes de octubre. Poco después, al estar la ciudad a tiro de cañón, hizo que la superficie metropolitana fuera blanco en el que se alternaban las acciones aéreas con los disparos de artillería, éstos más insidiosos, ya que no había ningún roncar de motores que los alertase. Sin defensa pasiva organizada, los madrileños tuvieron que buscar refugio en sótanos, bajos y, sobre todo, en las estaciones del metro. Con la batalla rugiendo en las mismas puertas de la ciudad, bajo la constante amenaza de los proyectiles o de las bombas, la población madrileña se dispuso a soportar los horrores de la guerra metidos en pleno campo de batalla.

En los peores momentos del asedio, la población llegó a vivir hacinadamente en las estaciones del metro y en los refugios que se habilitaron en el subsuelo de los grandes edificios. La vida cotidiana en los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero, adquirió caracteres atroces. Se vivía en edificios dañados, entre cristales rotos, entre el ulular de las sirenas y el retumbar de las explosiones. El atender a las más imperiosas necesidades del vivir era toda una odisea, el racionamiento impuso severas restricciones alimenticias. La guerra se vivía plenamente entre un continuo ir y venir de tropas, y tanto los que temían la entrada de los atacantes como los que la deseaban, experimentaron en su propia carne y en su propio miedo lo que era la existencia bajo las bombas. Pasados los meses, Madrid dejó de ser objetivo primordial.

La amenaza de una ocupación dejó de existir y como muestra de una admirable capacidad de adaptación, la urbe se fue acostumbrando a vivir con la guerra a sus puertas. Mucha gente que había sido evacuada se obstinó en regresar a su hogar, muchos para encontrarlo destruido. Pero como síntoma de vitalidad, los espectáculos volvieron a funcionar llenándose cines y teatros de un público -combatientes y civiles- ávido de distraerse. La capital se dividió en dos sectores: el que estaba al abrigo de los impactos artilleros y el que estaba expuesto a ellos. Las habitaciones de los hoteles fijaron sus precios en función de esta circunstancia. La gente circulaba por la Gran Vía, a la que se había puesto el apodo de «Avenida de los Obuses», ocupaba las terrazas de los cafés y entraba en sus bares favoritos por una puerta protegida por sacos terreros.

La ciudad adquirió un aspecto inequívocamente bélico, con sus monumentos más significativos envueltos en una protección de tierra. El pueblo de Madrid acabó por habituarse a este género de vida asumiendo los riesgos inherentes a una situación en la que, inopinadamente, sonaba el estampido de una batería y empezaban a llover los cañonazos. Si esto ocurría, los peatones corrían a protegerse en las casas o refugios más cercanos. Cuando cesaba el bombardeo, las ambulancias retiraban a los alcanzados -muertos ó heridos- y la vida seguía su curso. Cuando algún espectáculo se suspendía, al ruido de las sirenas o al estruendo de algún obús, los espectadores, indignados, pedían que la representación no se interrumpiera. Como prueba de esta vitalidad, en 1938 funcionaban casi con entera normalidad 18 teatros y más de una veintena de cines en un Madrid que tenía los frentes en la Ciudad Universitaria y en el Parque del Oeste.

Lo sucedido a Madrid fue demostrativo de que el mando nacional estaba dispuesto a la utilización del bombardeo a las ciudades enemigas, como arma intimidatoria sin que consideración civil alguna se lo vedase. Y así fue. A mediados de 1937, el centro de gravedad de las operaciones se desplazó hacia el frente Norte. Vizcaya se convirtió en objetivo prioritario de la aviación nacional.
El bombardeo inicial de Durango fue presagio de lo que después sufriría Guernica, cuya resonancia internacional convirtió el célebre ataque en el hecho más clamoroso de la guerra. Después tocó a Bilbao sufrir unas agresiones que se intensificaron en vísperas de la caída de la ciudad.

En 1938, los objetivos de la aviación nacionalista, desaparecido el frente Norte, se concentraron en las ciudades catalanas y levantinas. La superioridad naval permitió el uso de navíos en misiones de bombardeo sobre los puertos de mar. Coincidiendo con la ofensiva de marzo de 1938 en el frente de Aragón, y a fin de minar la moral de la retaguardia republicana, prodújose el célebre bombardeo de Barcelona por aviones italianos basados en Mallorca. Fue un ataque aéreo que se extendió por cerca de veinticuatro horas, a intervalos de tres en tres horas. La ciudad se colapsó. Sus habitantes dominados por el espanto se cobijaron bajo tierra en los túneles de los ferrocarriles metropolitanos. Los destrozos fueron enormes, las víctimas numerosísimas. La psicosis de los bombardeos dejaría a mucha gente traumatizada, temerosa de la llegada de la noche toda vez que el bombardeo nocturno impedía conciliar el sueño y aumentaba el horror.

Y la ofensiva continuó sin pausa. Barcelona y gran número de localidades del litoral catalán, Valencia, Alicante y Cartagena, fueron blanco de ataques aeronavales cuya continuidad o simplemente la amenaza de ellos por el sonar de las alarmas, entorpecía el normal discurrir de la vida ciudadana. Los nervios de unos ciudadanos atormentados por otros problemas como el de los abastecimientos, estallaban en crisis, daban lugar a frecuentes riñas en las colas. El orden laboral se veía alterado por las alarmas, falsas o ciertas. Durante el año 1938, el miedo a los ataques aéreos dominó una existencia colectiva que estaba llegando al límite de su resistencia.

Al producirse la gran ofensiva nacionalista contra Cataluña en la Navidad de 1938, todos los puntos estratégicos de la geografía catalana, los nudos de comunicaciones y los enlaces ferroviarios fueron objetivo de los bombarderos. Barcelona, retaguardia final del ataque, empezó a ser bombardeada ininterrumpidamente. La vida cotidiana, perdido todo rastro de normalidad, no tenía más componentes que la zozobra y el miedo. Las huidas a los refugios eran continuas y el deseo generalizado era que aquella tortura tuviera fin.

En los momentos de la batalla de Cataluña, principio del fin de la existencia de la España republicana, la vida se había convertido en algo azaroso. La alimentación no cubría mínimos vitales. La falta de combustible había hecho que la calefacción y el agua caliente fueran lujos olvidados. La pérdida de las centrales eléctricas de Tremp había dejado a Barcelona a media luz. Los comercios hacían un horario continuado hasta las tres de la tarde. La escasez de detergentes engendraba un desaseo general. La falta de higiene se acusaba pestilentemente en los hacinamientos en los refugios. La penuria de tejidos obligaba a usar los trajes hasta la consunción. La carencia de tabaco hacía fumar las más extrañas mixturas de herbolario, pelearse por una colilla.

Casi tres años de lucha habían agotado una capacidad de resistencia minada por los éxodos, las bombas y las privaciones. La moral de la mayoría de los habitantes de la zona republicana estaba carcomida por las dificultades del Vivir. Esa mayoría era la que deseaba el fin de la guerra aunque fuera a costa del pago de la derrota. Como así sería.

Las evasiones

El empeño en la búsqueda de evasiones era mecanismo de compensación deseado por combatientes en disfrute de permiso, por convalecientes y por el pueblo en general. El cine, dada su penetración entre las clases populares, era el espectáculo más concurrido. Las carteleras anunciaban filmes como Flor de Arrabal, Sublime obsesión, Mares de China, Sigamos la flota, Rebelión a bordo, títulos que destacaban entre otros muchos procedentes del cine americano que en aquel entonces Vivía el gran momento de astros y estrellas que estaban en la cima de la popularidad, como Gary Cooper, Clark Gable, Robert Taylor, Robert Montgomery, Spencer Tracy y, entre ellas, Marlene Dietrich, Greta Garbo, Ginger Rogers, Joan Crawford, Claudette Colbert, etc.

De modo especial, en la zona republicana se destacaban las películas de los actores que habían mostrado su adhesión a la causa republicana como Paul Muni, James Cagney, Errol Flyn, Louise Rainer y Paul Robeson que, con los escritores Lillian Hellman, John Dos Passos, Dashiell Hammet y Ernest Hemingway, constituían el núcleo de Hollywood con simpatías por el pueblo español. Las películas americanas se pasaban en versión original con subtítulos, lo que inclinaba a las clases más populares a preferir las cintas españolas, como Morena Clara, Nobleza baturra, La hija de Juan Simón, que habían reportado una gran popularidad a Imperio Argentina, Miguel Ligero y Angelillo. La decantación de Imperio Argentina hacia el bando nacional hizo que sus películas dejaran de proyectarse, quedando Angelillo como único ídolo. Las canciones de estos filmes han quedado como fondo musical de una época ensangrentada por la guerra civil.

La amistad con la Unión Soviética propició la exhibición de películas rusas muy orientadas a fines proselitistas. Tchapaiev, Los marinos de Cronstadt y, sobre todo, El acorazado Potemkín fueron proyectadas en momentos críticos del asedio a Madrid, contribuyendo a reforzar la moral de los defensores. Otras películas rusas proyectadas fueron El carnet del partido, La Patria os llama, Tres canciones sobre Lenin y El camino de la vida. En aprovechamiento de las circunstancias «clerófobas» se pasó un filme mexicano cuyo elocuente título era: Monja casada, virgen y mártir. Su anuncio en las carteleras iba seguido de este impagable aviso: «Es tan viva la crudeza de sus escenas que el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos se permite anticipar el ruego y espera de la cultura del público que se abstendrá de hacer manifestaciones hostiles dentro de la sala, pues aunque el filme refleja la realidad de aquellas monstruosidades, no deja de ser una película.»

El teatro

El espectáculo teatral fue otra de las diversiones preferidas por la retaguardia republicana. En el casual reparto geográfico del comienzo de la contienda, la mayoría de las compañías teatrales quedaron en esta zona, manteniéndose en actividad los escenarios en ciudades como Madrid, Barcelona y Valencia, de gran tradición teatral. A lo largo de los casi tres años que duró la contienda, los teatros permanecieron abiertos en su gran mayoría, representándose desde piezas de teatro clásico hasta musicales y variedades. Hay que resaltar el hecho de que, por parte de diversas entidades culturales fomentadas por el Gobierno republicano, se hizo una gran promoción del teatro entre el pueblo.

Ello hizo que la afluencia fuera masiva y era emocionante contemplar, en plena guerra, representaciones de obras de autores de teatro clásico como Lope de Vega, Calderón y Cervantes ante un público compuesto en su mayoría por soldados y pueblo llano.
Las obras más representadas fueron Fuenteovejuna, La vida es sueño y El Alcalde de Zalamea. Igualmente, y como homenaje a García Lorca, se prodigaron las puestas en escena de Mariana Pineda, Yerma y Bodas de sangre. En Barcelona, era el gran trágico Enrique Borrás quien se prodigaba en un repertorio que alternaba el teatro vernáculo en Terra Baixa, Maria Rosa o Mar i cel, con obras en castellano. La actriz Ana Adamuz hizo una importante temporada, en el Progreso de Madrid, representando La Madre de Gorky. Dentro del teatro llamado social, aunque recayendo en el melodrama, en el Pavón de Madrid se montaron obras cuyo título lo dice todo: Tirada en la vida y Tristes herencias. En el Figaro y en la misma línea, se representó Prostitución.

El género de denuncia social con tendencias anticlericales fue muy cultivado en el teatro Apolo de Barcelona donde estuvieron en cartel títulos tan expresivos como Los hijos del señor cura o No quiso ser madre.

Por los escenarios de la zona republicana desfilaron las grandes figuras de toda una época del teatro español: Thuillier, Társila Criado, Bonafe, Ortas, López Somoza, Ozores, Espantaleón, Loreto Prado y Enrique Chicote... Y en esta época hicieron sus primeras apariciones jóvenes actrices como Elvira Noriega, Rafaela Aparicio y Mary Delgado. Aunque las obras en cartel eran en su mayoría reposiciones de éxitos de anteguerra, también hubo nuevos montajes como la versión teatral de El crimen del padre Amaro, de Ega de Queiroz, o la del Damon, de Romain Rolland, traducido por Julián Gorkin.

En un sentido de promoción cultural y de estímulo al combatiente, hay que destacar la actividad de grupos como Guerrillas del Teatro, Altavoz del Frente o Festivales, grupos que llevaron a los pueblos y hasta la retaguardia de los frentes de combate obras de Cervantes, de Lope de Rueda o de Calderón. Estas compañías fueron promovidas por intelectuales y artistas, entre ellos por Rafael Alberti y su mujer María Teresa León. Estos grupos estrenarían obras como El labrador de más aire, de Miguel Hernández, y otras piezas inspiradas por las circunstancias guerreras como Radio Sevilla, del propio Alberti, El falso faquir, de Rafael Dieste, o El tomate guerrillero, de Juan Antonio Gaya. Estas representaciones para los combatientes solían finalizar con recitales de poesías a cargo de Rafael Alberti, Pedro Garfias,
Juan Rejano, Emilio Prados, José Herrera Petere, quienes constituían la vanguardia combativa de la poesía comprometida con la causa popular.

El género frívolo tuvo enorme aceptación. Sus representaciones se daban a teatro lleno. Sus primeras figuras eran «vedettes» tan populares como Margarita Carbajal, Laura Pinillos, Eulalia Zazo, Amparo Sara y Conchita Constanzo, a quienes daban réplica cómica actores como Rafael Arcos, Carlos Garriga, Alady, Castrito, Gometes, dueños de unos resortes cómicos que en aquellas circunstancias se adornaban con alusiones sobre los facciosos de seguro efecto. Las representaciones terminaban como fin de fiesta con un pasacalle desfilando las vicetiples con el puño en alto en demostración de afecto a la causa republicana.

Las variedades tuvieron también un público devoto, y, en los teatros dedicados a este género y en los cines donde se presentaban como fin de fiesta, era posible ver a figuras tan famosas como la Argentinita, Pastora Imperio, Estrellita Castro, Angelillo, la Niña de los Peines, Carmen Flores, la Yankee y el célebre Ramper, a quien se atribuía gran número de ocurrencias satíricas contra la situación de las que él no era autor. El género lírico y zarzuelero, tan en boga entonces, fue mantenido de manera continuada siendo sus principales intérpretes Marcos Redondo, Pablo Herzogs, Emilio Vendrell, Hipólito Lázaro y Pablo Gorgé. Y entre ellas, Matilde Vázquez, Concha Panadés, Cecilia Gubert y María Espinalt. Mención especial merecen las temporadas de ópera realizadas en el Teatro del Liceo de Barcelona durante 1937 y 1938, siendo puestas en escena óperas españolas como Las golondrinas, María del Carmen, Marina y La Dolores. Una breve temporada de ópera francesa se vio interrumpida por los duros bombardeos de marzo de 1938. En el Liceo daría Pau Casals su último concierto en España el 19 de octubre de 1938, antes de la derrota que trajo consigo su exilio.

La fiesta de los toros

El espectáculo taurino se vio grandemente influido por el carácter de la guerra. En los primeros meses, en el bando republicano se organizaron corridas y festivales en homenaje a los combatientes, a las milicias y a los heridos de guerra. Fueron festejos en los que intervenían matadores de toros como el Niño de la Palma, El Estudiante, Domingo Ortega, Curro Caro, Vicente Barrera y Rafaelillo, entre otros. Con arreglo a las circunstancias, las cuadrillas saludaban puño en alto, se tocaba la Internacional y se brindaba la muerte de los astados al presidente Companys, al general Miaja o al sargento Fabra.

Pero, muy pronto, pudo observarse que el gremio taurino se sentía más inclinado hacia las ideas socio-económicas profesadas en el bando rival que en el republicano. Los espadas que actuaban en funciones benéficas, lo hacían con el fin de conseguir un permiso para marchar a Francia, bajo el pretexto de que tenían que cumplir un contrato en el vecino país. Y una vez franqueada la frontera, se pasaban a la zona nacional. Este fue el caso de la mayoría de los toreros de primera fila. Conocida en la zona republicana la presencia en la otra de estos matadores, se inició una campaña antitaurina, sobre todo en los medios anarquistas, llegando a decirse que «las corridas de toros han de ser abolidas cuando así lo exija la conciencia del pueblo».

Las consecuencias del hambre empezaron a surtir sus efectos en el año 1937, y fue entonces cuando se produjo el sacrificio de las ganaderías de reses bravas. Hubo algunas como las de Abente, Hernández Pla, Escudero Calvo, Mejías (nombre con el que se lidiaban los toros del matador Marcial Lalanda) en las que no quedó ni una sola cabeza con la que perpetuar la vacada. Baste decir que, en julio de 1936, el censo ganadero de reses de casta y herradas en la región central contaba con más de cinco mil cabezas. En mayo de 1937 no quedaban con vida más que 166 vacas, 8 toros y 22 novillos. Entretanto, las plazas de toros se habían convertido en parque de vehículos o se habían utilizado para sembrar hortalizas.
De este modo cruento, la fiesta de los toros desapareció prácticamente de la zona gubernamental.

El fútbol

El otro gran espectáculo de masas que apasionaba a los españoles de 1936 era el fútbol. El estallido de julio al romper la unidad peninsular hizo imposible la continuidad de las competiciones. Con todo, en la temporada 1936-37, las zonas de Cataluña y Levante, alejadas de los escenarios bélicos, organizaron unos campeonatos regionales que atrajeron la atención de unos espectadores deseosos de distraerse con su deporte favorito. La sucesiva movilización de los jugadores fue limitando la práctica del deporte, hecho al que colaboró el progresivo deterioro de la retaguardia que no facilitaba la realización de espectáculos al aire libre en época de bombardeos. Ante la perspectiva de una guerra de larga duración, algunos clubs, como F.C. Barcelona, planearon una excursión por México y los Estados Unidos. La expedición estaba compuesta por jugadores tan conocidos como Urquiaga, Iborra, Vantolrá, Escolá, Zabalo, Balmaña, Gual, Munlloch, etc.

La gira se saldó con el resultado de diez partidos ganados y cuatro perdidos. Al retorno, algunos jugadores como Vantolrá y Urquiaga se quedaron en México. Otros como Escolá, Balmaña e Iborra permanecieron en Francia y fueron fichados por equipos del país vecino. Otros más que regresaron a España, como Zabalo y Munlloch, marcharon al exilio poco después, Ellos serían los pioneros de la diáspora futbolística que tendria su continuación en el País Vasco.

El País Vasco daba entonces el mayor porcentaje de jugadores de la selección nacional. Y por estar de vacaciones, fue allí donde la guerra sorprendió a la mayoría de los ases del balón. La marcha de la guerra en el Norte sugirió la formación de una selección de Euzkadi que fuera a modo de embajadora de la causa del pueblo vasco. A primeros de 1937, la selección vascongada quedó formada por Blasco, Cilaurren, Zubieta, Iraragorri, Muguerza, Roberto, Aguirrezabala y Gorostiza, del Athletic de Bilbao; Pedro y Luis Regueíro y Emilín, del Madrid; Areso y Aedo, del Barcelona; Egusquiza y Aguirre, del Arenas de Guecho; Larrinraga, del Racing de Santander, y Lángara, del Oviedo. La selección marchó a la Unión Soviética donde disputó una serie de partidos y de allí, al continente americano, donde prosiguió con una serie de encuentros. La caída del Norte en poder de los nacionales rompió el ligamen que los unía a su tierra natal. El único que regresó fue Gorostiza. Los demás empezaron con dos años de antelación un exilio que los llevaría a fichar por equipos argentinos o mexicanos.

El fútbol, como las artes, la ciencia o la literatura, sufriría las consecuencias de un exilio que privó a España de lo más granado de toda una generación de sus hijos.


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