▶ Guerra Civil Española 1936 - 1939 | Guerra Civil de España | Contada por los dos bandos

▶Las sangrientas ofensivas de Brunete y Belchite | ▶La Guerra Civil de España Vista por los dos bandos

La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Las sangrientas ofensivas de Brunete y Belchite

Las sangrientas y fallidas ofensivas de Brunete y Belchite

Visto el potencial militar republicano acumulado en el Centro, los nacionales decidieron llevar el centro de gravedad operativo a Vizcaya, donde el general Mola había creado un ejército de cerca de 100.000 hombres por entonces ya bien aguerridos. También el ejército vasco, cuya legalidad constitucional era más que discutible, contaba con una experiencia bélica exacerbada por un nacionalismo que, por un lado le empujaba a la lucha con un tesón muy destacado y, por otro, ofrecía resistencia sistemática a las órdenes del gobierno, estuviera este en Madrid o en Valencia.

Un ejército de más de 60000 hombres en el que no había comisarios políticos y sí, en cambio, curas. Bien equipado con armamentos ligeros y uniformes que adquiría por su cuenta, carecía de aviación y medios pesados propios. Por encima de todo, contaba con escaso número de militares profesionales. El general Llano de la Encomienda fracasó en el mando pese a contar con un oficial de Estado Mayor tan competente como el teniente Ciutat.

Remplazado Llano a última hora por el general Gamir, el derrumbamiento de Vizcaya no tenía remedio. En mayo de 1937, reforzados los efectivos de Mola por las tropas italianas, una buena masa artillera y dos centenares de aviones, Bilbao trató de emular la defensa de Madrid. Para ello confiaba en la línea fortificada que se llamó «cinturón de hierro», de fortaleza muy desigual y demasiado próxima a la capital de forma que, ocupados los montes Bizcargui y Sollube que la dominaban, el 11 de junio quedó rota y Bilbao era evacuada a los ocho días.

Los restos del maltrecho ejército vasco se refugiaron en Santander y luego en Asturias.

Otros dos reinos de taifas con tropas propias, que, pese a reunir
100000 hombres, se derrumbarían finalmente el 21 de octubre. En un intento a todas luces tardío para descongestionar aquel frente atrayendo efectivos nacionales, la República emprendió sus dos primeras acciones ofensivas de gran envergadura en Brunete y Belchite, que fracasaron por idéntica causa: incapacidad de maniobra de los mandos que no se atrevieron a penetrar en la retaguardia enemiga para alcanzar los objetivos.

La revuelta del POUM y anarquistas de Barcelona, en mayo, acentuó el predominio comunista, dio el poder a Negrín y colocó a Prieto de ministro de Defensa Nacional y al coronel Rojo como jefe del Estado Mayor Central. Desde este puesto, el brillante estratega concibió y planeó con gran detalle operaciones técnicamente impecables que obligaron al general Franco a mover constantemente su masa de maniobra y su artillería para responder a unos envites que, de haber conseguido éxito, hubieran alargado la guerra.

Los republicanos, por más que acabaron perdiendo todas las grandes batallas, consiguieron casi sin excepción algo realmente increíble: la sorpresa. ¿Cómo fue posible que con unos frentes tan permeables, el mando nacional no tuviera conocimiento de las acumulaciones de tropas y de medios a lo largo de varias semanas que tuvieron lugar antes de Brunete, Belchite, Teruel y el Ebro? Esta es una incógnita que nadie ha explicado y que encierra un mérito enorme para un ejército cargado de problemas en cuanto a profesionalización, disciplina, etcétera.

En la noche del 5 al 6 de julio se produjo una infiltración sobre Brunete y Villanueva de la Cañada con la finalidad de llegar hasta Móstoles en una acción principal a la que cooperaría una secundaria que partiendo de Vallecas cercaría a las tropas de Yagüe, todo ello al mando de Miaja. La primera corrió a cargo de los CE V y XVII del mayor Modesto y del teniente coronel Jurado con seis divisiones entre las cuales se encontraban las de siempre (Líster, Campesino, Walter, Galán, etc.), insustituibles a lo largo de toda la guerra, que esta vez disponían de 150 carros y el apoyo de 200 aviones.

La acción secundaria, encomendada al CE II mandado por el teniente coronel Romero, que tanto se había distinguido defendiendo el puente de los Franceses en noviembre, alcanzó la carretera de Toledo, pero un pánico poco justificable hizo que retrocediera hasta la línea de partida. Líster arrolló a los pocos batallones que tenía enfrente y al amanecer estaba en Brunete, deteniéndose para no quedar con los flancos a descubierto.

La tenaz resistencia encontrada en el vértice Llanos, Quijorna, Villafranca del Castillo y Villanueva de la Cañada y el grave error cometido por los atacantes al detenerse ante estas resistencias empeñando incluso las reservas de CE para reducirlas, hizo perder el ritmo de la operación. Al tercer y cuarto días faltó decisión, y tal vez medios, para penetrar a fondo desde Brunete y se dio tiempo a que los nacionales volcaran cuatro divisiones hasta igualar la superioridad inicial republicana.

Incluso trasladaron dos brigadas navarras del Norte que entraron en acción el 12, día en que la batalla entró en crisis. En la contraofensiva iniciada el 18 de julio lucharon ferozmente 150000 hombres en un espacio de 170 Km2, en medio de un calor sofocante como sufrirían después los de Belchite y tan penoso como el frío padecido en Guadalajara, que llegó a un grado insoportable en Teruel.

Brunete fue reconquistado el mismo día 18 y el 24 había terminado la batalla con un saldo de tres pueblos ocupados por el Ejército Popular al precio de más de 20.000 bajas, una cuarta parte de los que intervinieron. Brunete seguía en manos nacionales, por lo que, a efectos psicológicos y de moral de la contienda, habían ganado. El general Franco se negó, como le pedían sus mandos más impetuosos, a proseguir la acción contra Madrid que, evidentemente, comportaba riesgos.

Un mes exactamente les fue concedido a las brigadas 11, 46 y 35 del V CE de Modesto para restañar sus heridas antes de lanzarse a la batalla de Belchite, un cambio de tercio en terminos taurinos que ideó Rojo teniendo en cuenta que la debilidad de los nacionales en Aragón ponía Zaragoza a su alcance. La finalidad de aliviar la presión sobre el Norte era más bien simbólica, ya que Santander caería el 26 de agosto, dos días después de comenzar esta ofensiva, y Asturias no tenía salvación.

La República necesitaba lograr algún éxito resonante a efectos de mantener la moral y lograr apoyo exterior, muy menguado desde el bloqueo decretado el 19 de abril por el Comité de No Intervención. A tal fin, pensó en Zaragoza como medio año después haría con Teruel, pues el frente aragonés se encontraba pobremente guarnecido y relajado al extremo de que, en algunos sectores, contendientes fieramente enfrentados en ideología disputaban partidos amistosos de fútbol en treguas de unas horas no autorizadas oficialmente por nadie.

Dirigiría la ofensiva el general Pozas con 36 brigadas mixtas, cuatro de ellas internacionales, y unos 80000 hombres cuya punta de lanza serían nuevamente los del V CE. El minucioso plan de maniobra trazado por el coronel Rojo consistía, como de costumbre, en una embestida principal entre Azaila y Fuendetodos para alcanzar Zaragoza en tres días en tanto queotros dos ataques, sobre Zuera y Villamayor, creaban un peligro inmediato que atraería fuerzas enemigas.

Sesenta guerrilleros, comandos se les llamaría en la segunda Guerra Mundial, se infiltrarían para ocupar los puentes de Zaragoza. Sorpresa y éxito el primer día cuando la 27 división de Trueba llega a Villanueva del Gállego y la 45 de Klebler alcanza casi Villamayor teniendo la capital aragonesa a la vista; de haber contado con reservas en este sector, error cometido por Rojo que no estimó esta posibilidad,

Zaragoza podía haber caído. Por el Sur, son rebasados Belchite y Quinto y batallones motorizados así como caballería se lanzan rápidamente hacia Fuentes de Ebro que resiste con tenacidad. El fallo se produjo al segundo día, porque nadie espoleó a las vanguardias para que prosiguiesen, en vez de lo cual se dedicaron a atacar Fuentes de Ebro al tiempo que el grueso se enzarzaba en Quinto y Belchite que iba a protagonizar una de las defensas más heroicas de esta guerra.

Al cuarto día ya era tarde para reanudar el avance, pues los nacionales, con presteza, habían fijado al enemigo y acumulado efectivos. Dos semanas resistieron los 1 500 hombres de Belchite el absurdo ataque de cinco brigadas para conquistar, el 11 de setiembre, unas ruinas que constituirían junto con Quinto el único objetivo logrado con esta ofensiva.

Éxito y derrota en Teruel y desastre en Aragón

El gobierno de Negrín había quemado en las costosas aventuras de Brunete y Belchite buena parte de un potencial que pudo haberse aprovechado mejor en tanto los nacionales combatían en el Norte. Este cayó, con su riqueza industrial y el cuantioso botín dejado al rendirse Santander y Asturias. En total, la República había perdido en el Norte una cuarta parte de sus efectivos.

No obstante, desde que Prieto se hiciera cargo del ministerio de Defensa la movilización de más reemplazos y la ayuda soviética permitieron un enorme crecimiento de sus fuerzas militares de forma que al empezar el verano de 1937 disponían de más de 700.000 hombres (18 CE con 57 divisiones, 165 brigadas mixtas y 4 de caballería), 1700 cañones y cerca de 500 aviones, parte de ellos de características superiores a los nacionales. Con estos medios y por culpa de las presiones políticas que obligaron a lanzar ofensivas prematuras que no alcanzaron objetivo estratégico alguno, la República desaprovechó la posibilidad de asestar un serio golpe al general Franco en alguna de las zonas débilmente guarnecidas.

Liquidado el frente del Norte, los nacionales reunieron unos efectivos casi iguales a los del enemigo y quedó planteada la incógnita de dónde iban a utilizarlos. Sería sin prisas y sin correr riesgos, sobre seguro y acumulando fuerzas, cañones y aviones en respuesta a las iniciativas republicanas, sin emprender nunca una acción decisiva.

En este marco y a finales de octubre, recién ascendido a general,
Rojo redactó un documento analizando qué podrían hacer los nacionales y cómo cabría adelantarse a sus planes. Opinó que persistiría su idea de conquistar Madrid, pero temía, muy acertadamente, una acción para llegar al Mediterráneo combinada con otra contra el norte de Cataluña. Fiel al principio de golpear lejos del centro de gravedad del potencial enemigo, propuso el denominado plan «P», consistente en atacar por Extremadura, apoyado en el Guadiana, para partir en dos el territorio de los nacionales, para lo cual exigía la adopción de una serie de importantes medidas y exponía los riesgos que la operación conllevaba.

Rojo dejaba traslucir un pesimismo, característico de su personalidad, que se había acentuado al ir comprobando los fallos de todo tipo que se venían produciendo en la ejecución de las maniobras proyectadas por él. El plan «P» permaneció latente algunos meses, pero el curso de los acontecimientos lo mantuvo siempre relegado. El hecho determinante de la batalla de Teruel, otra sangría inútil, fue la convicción de que los nacionales se preparaban para desencadenar un fuerte ataque contra Madrid partiendo de la Alcarria, donde estaban concentrados tres de los seis cuerpos de ejército recién creados. El sector elegido constituía un profundo entrante hacia el
Mediterráneo, con Teruel en el centro.

La finalidad del ataque se limitaba a retrasar o impedir el ataque sobre Madrid con ocupación, por vez primera en la guerra, de una capital de provincia estrangulando por ambos lados la cuña que penetraba en territorio republicano. La operación estaría a cargo del coronel Hernández Saravia, jefe del ejército de Levante, quien además de sus dos CE dispondría de los siguientes medios del ejército de maniobra: XX CE (tte. coronel Menéndez), XXII (tte. Coronel Ibarrola) y XVII (tte. coronel Fernández Heredia) con 6 divisiones y abundantes refuerzos de batallones de carros.

Estos 50000 hombres atacaron el 15 de diciembre, tres días antes de la fecha prevista para la ofensiva de Madrid. La infiltración nocturna de las brigadas de Líster sobre Concud y otra penetración simétrica desde el Sur aislaron al atardecer del segundo día a los defensores de Teruel llegando sus vanguardias, el último día de 1937, a las cercanías de la capital. Intensas nevadas y temperaturas bajísimas interrumpieron la contraofensiva, rindiéndose Teruel el 8 de enero.

Esta vez los republicanos habían alcanzado los dos objetivos propuestos y tan limitada victoria fue pregonada como si se tratara de un triunfo de gran alcance. Se concedieron ascensos y algunas medallas, en un ejército siempre parco en condecoraciones. En realidad, esta victoria había requerido el empleo de otras cuatro divisiones no previstas e incluso del V CE de choque, pese a que los nacionales actuaron con lentitud y fallos notables. Sería, además, pírrica, pues iban a perder Teruel el 22 de febrero al terminar la larga y complicada batalla del Alfambra, en la que los nacionales ganaron considerable terreno que después les facilitaría la llegada al Mediterráneo.

Más que por las elevadas pérdidas, bajas y cerca de 25000 prisioneros, el Ejército Popular encajó daños en su moral, no aireados en los periódicos, como consecuencia de motines sofocados con fusilamientos en masa, deserciones, pánicos, etc., que salpicaron al propio Campesino, acusado de cobardía por Modesto y Líster, por abandono del combate en el cementerio de Teruel. Rojo solicitó la dimisión, que no fue aceptada por Prieto.

Librada en amplios espacios que llegaron a contemplar la última carga con sable de la caballería española, la del Alfambra pudo ser un ensayo de la única batalla de movimiento, y fluida en varias direcciones, de toda la guerra que tuvo lugar en Aragón y Levante entre el 9 de marzo y el 19 de abril de 1938 e hizo retroceder al Ejército Popular un promedio de más de 100 Km de profundidad a lo largo de 250 Km de frente, todo ello a‘ vuelo de pájaro, hasta la línea de los ríos Segre y Ebro y perder 70 Km de costa mediterránea hasta cerca de Sagunto. Siendo imposible sintetizar en unas líneas esta doble y compleja batalla, nos limitaremos a bosquejar el drama vivido por los perdedores.

Aunque sobre el papel el número de cuerpos de ejército y de divisiones que con 200000 hombres puso en acción el Ejército Nacional no suponía una gran desproporción con los del Popular, el amplio despliegue que éste cubría y el acertado encaje en tiempo de las cuatro fases del ataque nacional, hicieron que las reacciones republicanas quedaran dislocadas y resultaran inoperantes. Cuando a toda prisa intentaban que algunas unidades se situaran en una importante zona de bloqueo, como sucedió en Caspe y Alcañiz, el enemigo llegaba antes que ellas porque avanzaba motorizado.

Ni las unidades internacionales ni las brigadas de choque de Modesto se salvaron del desastre y el ejército del Este mandado por el general Pozas perdió 50000 hombres en siete días. No entre muertos y heridos, sino, principalmente, en una desbandada imposible de contener. Rojo actuó con indecisión, pues no comprendió el propósito de la ofensiva enemiga y pretendió taponar todas las brechas que se producían; aunque trajo brigadas y divisiones incluso de Andalucía y Extremadura, se mostró renuente a retirar muchos efectivos de Madrid, donde Miaja disponía de casi 250000 hombres. Una de las pocas divisiones transportadas en camiones, más de un millar de los cuales rodaban sin descanso por las malas carreteras republicanas, fue la de Tagüeña, quien alcanzaría fama en la batalla del Ebro al mando del XV CE cuando tenía 25 años.

El éxito de esta primera fase de la batalla de Aragón se repitió en la segunda, iniciada con un ataque desde Huesca hacia Tremp al que siguió, el 23 de marzo, el paso del Ebro por Quinto efectuado por la 13 división nacional.

Ambas acciones cogieron por sorpresa a los defensores que, en su retirada por los Monegros, no resistieron con empeño en la línea fortificada que desde hacía tiempo existía en el Cinca y que fue perforada por Fraga. Tampoco el Segre sería un obstáculo infranqueable, pues Lérida caería el 3 de abril, el mismo día que Gandesa, tras duros combates que alcanzarían gran intensidad en la cabeza de puente de Balaguer. Pozas fue sustituido por el teniente coronel Perea, uno de los pocos jefes de acertada actuación en esta batalla junto con el coronel Menéndez, quien poco después sería nombrado jefe de los ejércitos de maniobra y de Levante.

Ultima victoria defensiva e inferioridad republicana

La pérdida de la parte de Cataluña jalonada por los ríos Noguera
Pallaresa y Segre hasta el Ebro, al tiempo que los nacionales presionaban hacia Tortosa y por el Maestrazgo, planteó no sólo la crisis gubernamental del 5 de abril con el cese de Prieto a quien sustituyó el propio Negrín, sino la posibilidad de rendición de la República. La industria catalana había quedado sin la energía eléctrica de la cuenca del Segre y el peligro de que los nacionales alcanzasen el Mediterráneo era inminente.

Con independencia de que los derrotistas perdieran la partida al constituirse el nuevo gobierno de unión nacional con participación de todo el Frente Popular, cenetistas incluidos, el hecho que permitió la creación de un nuevo ejército en Cataluña que disputaría la batalla del Ebro fue la tan discutida decisión del general Franco de no liquidar el frente catalán como le pidieron sus generales de más prestigio, Yagüe en especial, con la máxima vehemencia que aquél les toleraba. El general Rojo se encontró con el regalo de que, no sólo quedaba estabilizado el frente de Cataluña, sino que en vez de cortar en dos a la República por Tortosa, los nacionales llegaron al Mediterráneo por Vinaroz, el 15 de abril, cruzando con enorme esfuerzo el Maestrazgo.

Por si fuera poco, Franco señaló Valencia como objetivo por una serie de razones todavía no bien aclaradas. Se dice que consideró económicamente más importante privar a la República de las divisas que le proporcionaban las naranjas valencianas que la producción industrial y militar de Cataluña, dependiente de materias primas. Razón más convincente es que recibió presiones de Italia y Alemania acerca del peligro de que Francia, con un nuevo gobierno de Blum, interviniera en la guerra a favor de la República si los combates llegaban a la frontera.

Sea por lo que fuera, tal decisión hizo posible que, en tanto Rojo organizaba febrilmente otro ejército en Cataluña, el coronel Menéndez disputara en buenas condiciones la que resultaría última batalla defensiva de la República que obtuvo éxito al salvar Valencia.

La batalla de Levante se inició el 18 de abril y duró tres meses. El escenario escogido por los nacionales para esta ofensiva era el estrecho pasillo por el que discurre la carretera de la costa, fácil de cerrar, sobre el que emerge el intrincado Maestrazgo. Allí combatieron siete CE republicanos con 63 brigadas, unos 200000 hombres que podían ser fácilmente reforzados desde todas direcciones, excepto por el Norte y que ahora contaban con los nuevos aviones «supermosca» llegados de la URSS.

Así se explica que Castellón no cayera hasta el 14 de junio y que la línea defensiva apoyada en la sierra de Espadán no fuera rota hasta mitad de julio. Pero quedaba por vencer la línea XYZ, entre Viver y Almenara, como última defensa de Valencia a 30 Km de ella. Fracasados los ataques iniciales llevados a cabo entre el 21 y el 24 de julio, cuando tras sufrir fuertes bajas iban los nacionales a acumular más tropas para proseguir tan dura batalla de desgaste, fue abandonada la acción al saber que los republicanos habían cruzado el Ebro, de nuevo por sorpresa.

Antes de comentar esta postrer y durísima batalla procede mencionar la reorganización decretada el 30 de abril de 1938, obra del coronel Cordón, por entonces subsecretario de Defensa, que daría al Ejército Popular unos efectivos jamás alcanzados en España pues, sobre el papel, se acercaban al millón de hombres.

En la realidad, parece que rondaron los 600000. Según costumbre de la República, de un plumazo fue creada una organización de grandes dimensiones que debía ser alcanzada «en el menor tiempo posible» a medida que se incorporasen más reemplazos y llegaban armas de la URSS. A lo largo de la guerra fueron llamados a filas 24 reemplazos entre reclutas de 17 años y reservistas de 40.

Teóricamente, esto suponía más de un millón y medio de hombres, buena parte de los cuales no se incorporaron sino que permanecieron escondidos o pasaron la frontera. Los nacionales, por su parte, movilizaron 14 reemplazos. El esqueleto de las unidades a constituir por la República era el siguiente: grupo de ejércitos de la región Central (Miaja) con el ejército del Centro (Casado) que tenía 5 cuerpos de ejército; el ejército de Levante (Hernández Saravia) con dos CE al que después se unirían otros dos del ejército de maniobra, quedando al mando de Menéndez; el ejército de Extremadura (Burillo) con dos CE y el ejército de Andalucía (Moriones) con igual número de CE; en Cataluña, dos ejércitos (Perea y Modesto) con seis CE que más adelante constituirían el grupo de ejércitos de la región Oriental que mandaría Hernández Saravia.

Finalmente, en la región Central había tres CE de reserva y, para la defensa de costas, cuatro brigadas independientes como también lo era la 43 división (Beltrán) situada en el alto Pirineo. Es curioso señalar que, si bien con efectivos inferiores a los normales, existieron seis divisiones de guerrilleros bien adiestrados que pudieron haber desempeñado misiones importantes, pero que apenas actuaron; muchos de estos hombres se convirtieron en maquis durante la segunda Guerra Mundial y otros volvieron a España en los años 40 para luchar en las montañas.

Así pues, el Ejército Republicano contaría con 22 cuerpos de ejército, 66 divisiones y 202 brigadas mixtas.

En cuanto a armamento, es falsa la imagen que los autores republicanos y en especial Rojo se han esforzado en transmitir. Salvo en contadas ocasiones, los nacionales no disfrutaron de superioridad; más bien supieron concentrar su artillería y sus aviones de forma adecuada, administraron mejor los medios, su logística resultó más efectiva y, sobre todo, no perdieron apenas prisioneros ni las ingentes cantidades de armas que los republicanos dejaron en sus manos tras las derrotas y desbandadas. Según cálculos de Salas Larrazábal, a mitad de 1938 la República disponía de 1500 piezas de artillería de campaña y 500 fijas, 500 carros y blindados y 350 aviones operativos.

En el mar, el golpe de suerte que dio lugar el 5 de marzo al hundimiento del crucero Baleares revitalizó a una flota cuya pobre actuación influyó mucho en el curso de la guerra. El almirante González Ubieta fue condecorado, por aquella acción, con la Placa Laureada de Madrid. La tercera que se concedía después de las de Miaja y Rojo.

El final... y que nunca jamás esto vuelva a suceder

La batalla del Ebro resultó la última y la más feroz de la guerra.
Franco diría de ella que fue «la batalla más fea». En el recodo del río en cuyo centro se encuentra la Venta de Camposines y en una superficie de 30 Km de frente por 20 de profundidad lucharían del 25 de julio al 16 de noviembre de 1938 el cuarto de millón de hombres que sucesivamente fueron entrando en acción para cubrir las bajas más cuantiosas de la contienda.

Aunque no hay datos comprobados, las bajas republicanas pudieron ascender a 100.000 repartidas en unos 20000 muertos, de los cuales 13275 fueron enterrados por los nacionales, tal vez 60000 heridos y 19779 prisioneros. El paso del Ebro constituyó un éxito completo, que se apuntaron los comunistas de los CE V (Líster) y XV (Tagüeña) al mando de Modesto.

Los 80.000 atacantes iniciales, apoyados por 300 obuses, escasa aviación y una aceptable defensa antiaérea para proteger los 16 puentes que se tendieron, rompieron con facilidad la cobertura de dos divisiones bisoñas y desprevenidas llegando hasta la línea Fayón-Villalba de los Arcos-Gandesa-Benifallet en una semana. Ahí se paró la penetración, por las causas de siempre.

Lo que siguió después, tras reducir los nacionales la cabeza de puente secundaria de Mequinenza, fue una encarnizada repetición de choques frontales, con preparaciones artilleras no vistas hasta entonces y masiva actuación aérea, intentando ocupar las alturas próximas a Gandesa. El general Franco había decidido destruir el ejército del Ebro, no muy numeroso pero sí el más selecto y combativo de la República.

A tal objeto aceptó fuertes pérdidas propias, una lentitud frustrante e incluso unos reveses locales que llegaron a crear focos de desmoralización en la España nacional, por primera vez en la guerra. La resistencia ofrecida por los hombres de Modesto, ascendido a coronel por esta acción, no presentó grietas, pues los conatos de retirada fueron reprimidos con ejecuciones sobre el terreno.

Así, la ocupación definitiva de las sierras de Cavalls y de Pandols no tuvo lugar hasta primeros de noviembre y los vencidos todavía tuvieron arrestos para replegar al otro lado del Ebro parte considerable de sus efectivos. El tesón puesto en la lucha respondía al eslogan de Negrín «resistir es vencer», nueva versión del «no pasarán» de los tiempos de Largo Caballero. La situación internacional, que se despejaría el 29 de setiembre con los acuerdos de Munich, presagiaba una guerra en Europa en cuyo caso el panorama de la República hubiera cambiado al ser probable que Francia interviniera en España.

El respiro de Munich significó la pérdida definitiva de sus esperanzas y de ahí el rápido final de la República, no explicable por su derrota en el Ebro y teniendo en cuenta las fuerzas que todavía conservaba. Es más, por increíble que parezca, en la última reorganización más burocrática que real, planeada también por Cordón con vigencia de 1 de octubre de 1938, el esqueleto del Ejército Popular llegó a contar con dos grupos de ejércitos, 6 ejércitos, 23 cuerpos de ejército, 70 divisiones, 200 brigadas mixtas, dos divisiones blindadas, cuatro brigadas de caballería y otras cuatro antiaéreas más diversas unidades como las seis divisiones de guerrilleros y cuatro de fuerzas de seguridad.

Cuando desde los puntos de vista internacionales y de moral de lucha la guerra ya estaba perdida, el Ejército de la República tenía una estructura muy superior a la del Ejército Nacional.

No obstante esta paradoja, el derrumbamiento se produjo en pocos meses. El ataque nacional sobre Cataluña empezó el 23 de diciembre y concluyó el 7 de febrero de 1939 al alcanzar La Junquera. No existió voluntad de resistencia aunque el balance inicial de fuerzas era equilibrado. Seis CE nacionales, con 21 divisiones, frente a 220.000 republicanos en siete CE, entre ellos los V y XV que realizaron sus últimos contraataques en Borjas Blancas y al sur de Montblanch.

Sesenta mil hombres fueron hechos prisioneros, parte de los cuales engrosarían las filas nacionales como había sucedido anteriormente. De nada sirvió la última acción diversora de las muchas efectuadas por la República, realizada el 5 de enero en el sector de Peñarroya con 9 divisiones. Azaña, Negrín y su gobierno así como los mandos militares pasaron a Francia el día 7.

Con ellos iba Rojo, ascendido a teniente general con lo que culminó la carrera más rápida de la guerra civil que había iniciado siendo comandante moderno y comparable, en el campo miliciano, con la de Modesto, que a última hora ascendió a general. Antes de la guerra, cumpliendo el servicio militar, Juan Guilloto León, alias Modesto, había llegado a cabo sin que nadie pudiera imaginar su visión táctica y las aptitudes que tenía para mandar grandes unidades, al igual que Tagüeña. El 10 de febrero regresó a Madrid el gobierno Negrín, pero no así el general Rojo, desanimado por completo de continuar la guerra.

Tal estado de ánimo se extendió entre mandos militares, con excepciones importantes como la de Miaja, convirtiéndose el coronel Casado en jefe de los partidarios de un armisticio. Negrín y los comunistas intentaban continuar la lucha cuando la sublevación de la escuadra en Cartagena y su huida hacia Bizerta precipitó los acontecimientos. El general Matallana, jefe del grupo de ejércitos del Centro, apoyó a Casado que contó también con los cenetistas de Cipriano Mera y el respaldo político de Besteiro.

Dentro de esta larga guerra civil tuvo lugar, al final, otra corta guerra civil en la que, durante varios días, las fuerzas anticomunistas mandadas por Mera lucharon en Madrid con los comunistas encabezados por el coronel Barceló que acabaría fusilado por orden de Casado.

A todo esto, el general Franco preparaba la ofensiva final en todas direcciones con sus tres ejércitos cuyas 60 divisiones encuadraban 600.000 hombres. La República, ya sin gobierno, todavía se extendía por un tercio aproximadamente de la superficie de España donde, siempre sobre el papel, podía haber entre 600000 y 700000 hombres teóricamente en armas. El 26 de marzo empezó el avance final que sólo encontró ligera resistencia en puntos aislados, el último de los cuales fue Alicante el día 30. El 1 de abril, aquel ejército quedaría cautivo y desarmado. La guerra había terminado.

Próximo a cumplirse el medio siglo del desencadenamiento de la Guerra Civil española, un académico de la Real (T. Luca de Tena) ha escrito sobre ella que fue «la mayor tragedia sufrida por España desde la invasión islámica». Con independencia del juicio de valor que dicha opinión encierra, tragedia es la palabra que mejor condensa la realidad de aquella contienda. Una tragedia que dejó de afectar a pocos españoles si a las cifras de los directamente dañados -asesinados, muertos en la lucha o en la retaguardia a causa de la sobre mortalidad, lisiados, exiliados, arruinados profesional y socialmente, etc.- se añaden las de sus deudos.

El odio y el rencor surgidos de aquel enfrentamiento, incluso entre hijos de mismos padres, ha marcado por lo menos a dos generaciones. Mucho se ha escrito sobre esta guerra, por fortuna con creciente objetividad, pero nunca será suficiente con tal de conseguir que tamaña tragedia jamás vuelva a suceder.


FRANCISCO L. DE SEPÚLVEDA
Large Devices!
Medium Devices!