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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Del aislamiento a la unidad de acción en la Guerra Civil

Del aislamiento y la dispersión a la unidad y la libertad de acción en el bando nacional

La situación estratégica era el día 21 de julio claramente desfavorable a los rebeldes. Mola extendía su autoridad a un amplio territorio que comprendía todas, las tierras castellano- leonesas del Duero, Galicia, Cáceres, Álava, Navarra y algo menos de la mitad de Aragón con sus tres capitales; Queipo extendía desde Sevilla su acción por la Andalucía occidental, pero sus núcleos, sin enlace entre sí, pasaban por serias dificultades para sostenerse, sobre todo en Córdoba y Granada; y Franco, que de Canarias había volado a Tetuán para ponerse al frente de las tropas marroquíes, se encontraba totalmente bloqueado en el protectorado.

El plan de Mola de hacer confluir todas esas tropas sobre Madrid resultaba inviable y bastante hacían con sostenerse sobre el suelo que pisaban. En esos primeros días cada uno de sus jefes tomó en la zona de su demarcación las medidas que requería la situación local y así la sexta división lanzó sobre Madrid dos columnas. Una al mando del coronel García Escámez, que salió de Pamplona siguiendo la ruta Soria-Guadalajara, y otra, conducida por el coronel Gistau, que desde Burgos se encaminó a la capital siguiendo la ruta de Somosierra.

Eran unas agrupaciones mixtas de soldados, falangistas, requetés, guardias y paisanos armados, totalmente improvisadas en sus mandos y organización y se vieron detenidas en los puertos de la cordillera por otras fuerzas similares, pero más numerosas, procedentes de Madrid.

Otra fracción de esa división tuvo que atender al frente que se estaba materializando en los límites de las provincias de Navarra, Álava, Burgos y Palencia con las de Guipuzcoa, Vizcaya y Santander y lo hizo formando otras columnas parecidas mandadas por el coronel Beorlegui —las de Guipúzcoa- y los tenientes coroneles Alonso Vega y Moliner, comandante Segardia y general Ferrer las de Álava, Vizcaya, Burgos y Palencia.

La 7ª división organizó la que al mando del coronel Serrador tomó el camino de Madrid por Guadarrama; la 8ª constituyó las llamadas columnas gallegas que se dirigieron hacia Asturias al mando de los comandantes Ceano, Gómez Iglesias, Ollo y Arteaga y la que desde León taponó los puertos de la divisoria al mando del coronel Lafuente; la 5ª división se las vio y se las deseó para defender a las capitales aragonesas, atacadas desde Barcelona y Valencia, constituyendo, poco a poco, una serie de sectores defensivos desde el Pirineo a las tierras alcarreñas de Guadalajara.

Por Andalucía las fracciones sublevadas de la 2ª división, completada como en todos los lados por voluntarios, requetés y falangistas, formaron una serie de pequeñas columnas que iban soldando los distintos núcleos aislados donde había triunfado la sublevación. Eran las columnas de Arizón, Navarrete, Gómez Cobián, Figueroa, Alvarez de Rementería, etc.

Todas ellas tenían una composición heterogénea, variable y de aire montaraz y guerrillero y se vieron muy pronto paralizadas por las gubernamentales, a las que se parecían notablemente. Lo único que les diferenciaba era su talante. Mientras las republicanas hacían todo lo posible por no ser Ejército, las nacionales lamentaban no serlo y procuraban conseguirlo.

La línea de contacto, inicialmente muy variable y fluida, se iba endureciendo y dando lugar a la aparición de unos frentes estabilizados. Para salir del estancamiento no había más solución que lograr trasladar a la península al Ejército de Africa. Era la gran baza de los sublevados. Sus 47000 hombres —aguerridos, disciplinados, bien instruidos, adiestrados y mandados- representaban una punta de lanza mucho más eficaz que los 200.000 soldados y guardias que en la península se habían dividido entre los bandos en lucha.

El mismo día 19 de julio a las 9 de la mañana, Franco, con los escasos medios de que disponía, inició un puente aéreo y aseguró a Mola que pasaría a sus tropas por el aire. Para conseguirlo, y dada la pobreza de sus medios, envió sendos emisarios a Berlín y Roma con la misión de adquirir los aviones de transporte necesarios. Ese mismo día el Gobierno de Madrid hacía una gestión similar en París, aunque pidiendo cazas y bombarderos. Así se inició la intervención extranjera en la guerra de España.

Para coordinar todos esos esfuerzos y para suplir la total ausencia de unos órganos administrativos que permitieran controlar y dirigir, en lo militar y en lo civil, al territorio que dominaban, los rebeldes necesitaban de un órgano de poder y fue entonces cuando decidieron la creación de la Junta de Defensa Nacional que se estableció en Burgos el día 24 de julio bajo la presidencia de don Miguel Cabanellas, general jefe de la 5.a división, y de la que inicialmente formaron parte los generales Saliquet, que se había hecho cargo de la 7ª división; Mola, que había hecho lo mismo en la 6ª; Ponte y Dávila, ambos en situación de reserva; y los coroneles Montaner y Moreno Calderón, jefes de Estado Mayor de las divisiones 5ª y 6ª. Poco después sufriría diversas ampliaciones: el 30 de julio se dio entrada al capitán de navío don Francisco Moreno, que representaría a la Armada; el 3 de agosto al general Franco; el 18 al general Gil Yuste y el 17 de setiembre a los generales Queipo y Orgaz. También formó parte de ella el general Kindelán, aunque su nombramiento no apareció en el Boletín Oficial.

Era el directorio militar que figuraba en el proyecto de Mola y asumió todos los poderes del Estado. La primera medida que tomó fue la de nombrar a Mola jefe del Ejército del Norte y a Franco jefe del Ejército de Marruecos y del sur de España y la segunda la de declarar el estado de guerra en todo el territorio nacional con lo que la autoridad pasaba a los mandos militares y a las fuerzas a sus órdenes, entre las que ya se incluía a las milicias.

El pueblo también se armó en zona nacional, pero con la misma idea restrictiva que en territorio republicano. Se armaba únicamente a los afines ideológicamente: a un lado a requetés, falangistas, monárquicos y populistas, al otro a socialistas, comunistas, libertarios y algún que otro republicano de izquierda. Armar al pueblo sólo se hacía en el Ejército donde acudían todos los individuos movilizados sin discriminación alguna y las autoridades de Burgos no tardaron en recurrir a ese sistema.

El día 8 de agosto se ordenó la incorporación de los reservistas de 1933 y 1934 y de los excedentes de 1935 y aunque sólo se retuvo a los precisos para completar a pie de guerra las plantillas de los regimientos, su presencia y la de los 60.000 voluntarios que se presentaron a las milicias de Falange y Requeté, originó una acusada penuria de oficiales y suboficiales.

Para paliarla se ordena el ascenso de todos los suboficiales, sargentos y cabos; la incorporación de los oficiales y suboficiales retirados, cualquiera que fuera su edad; la presentación de los de complemento y. como aun así no había suficientes, el 4 de setiembre se crearon los alféreces provisionales —todos los suboficiales, Clases, soldados. requetés y falangistas que lo solicitaran serían llamados a efectuar cursillos de 15 días de duración a final de los cuales serían promovidos oficiales por la duración de la campaña y sin acreditar ningún derecho posterior—. Se crearon dos escuelas, una en Burgos, para atender al Ejército del Norte, y otra en Sevilla, para cubrir las necesidades del Ejército del Sur y Marruecos.

Todas estas medidas, puramente coyunturales, no afectaban a  estructura general de las Fuerzas Armadas que seguía siendo la que levantara Azaña y retocara Gil Robles. Pero algo cambiaba profundamente y ese algo era la composición de los cuadros de mando. Una profunda depuración eliminó a todos los dudosos, desafectos o ineptos. En los mandos superiores, el de la 2ª división lo tomó Queipo de Llano, que depuso y encarceló a su titular, el general Villa Abrille; en la 5ª, Cabanellas marchó a Burgos para presidir la Junta de Defensa Nacional y le sustituyó Gil Yuste, en reserva por edad; en la 6ª Mola destituyó y detuvo a Batet; en la 7ª Saliquet suplantó a Molero y en la 8ª el coronel Cánovas detuvo a los generales Salcedo y Caridad y tomó el mando que retuvo hasta que fue designado el general Lombarte, también en situación de reserva; en Baleares, Goded, al marchar: a Barcelona, donde sería hecho prisionero, entregó el mando al coronel Díaz de Freijó, que fue destituido y remplazado sucesivamente por los coroneles Cánovas y Benjumeda, en Canarias Franco fue relevado por el general Dolla, que como muchos de los anteriores, estaba en situación de reserva

En Marruecos el general Gómez Morato fue desplazado por Franco que nombró segundo jefe a Orgaz; en la Inspección General de la Guardia Civil el general Cruz ocupó un puesto que en Madrid desempeñaba el general Pozas y en la de carabineros, continuó Queipo, siendo el único que no se cambió. En la Marina también’ hubo sustituciones y nombramientos.

El capitán de navío don Francisco Moreno fue designado comandante de los buques disponibles con el título de jefe de la flota; en la Base Naval de El Ferrol, el almirante Núñez fue sustituido por Castro Arízcun, que estaba en reserva, y en el mando del arsenal el capitán de navío Moreu relevó al almirante Azarola, que había sido detenido. En la Base Naval de Cádiz, el almirante Gámez cedió su puesto al almirante Ruiz Atauri, anterior jefe del arsenal, puesto para el que fue nombrado el capitán de navío Nuche.

Para mandar a los cruceros «Almirante Cervera» y «Canarias», el primero de los cuales fue inmediatamente puesto en servicio y el segundo mediado setiembre, se nombró a los capitanes de navío don Salvador Moreno y don Fernando Bastarreche.

Para crear una fuerza aérea inexistente, se nombró al general don Alfredo Kindelán, que como la mayoría de los que ocuparon los puestos más importantes, se encontraba en la reserva. La penuria de medios, reducidos a unos pocos aviones desperdigados por la península y Marruecos y a muy escasos aviadores, obligó a buscar refuerzos en el extranjero y a lo largo del mes de agosto llegaron veinte Junkers-52 y seis Heinkel-Sl, procedentes de Alemania; doce 8.81, que salieron de Italia el 30 de julio, y de los que sólo llegaron nueve; y la escuadrilla de cazas CR.32 que mandó el capitán Dequal, que renovó todos sus aviones durante el mes.

Recibió el título de «jefe de los Servicios del Aire» y dividió sus fuerzas en: Aviación del Ejército y Aviación Autónoma. Conservaba la dirección técnica, orgánica y administrativa de ambas, pero operativamente la Aviación del Ejército quedaba a las órdenes de Mola y Franco. Para la dirección del conjunto constituyó el Estado Mayor del Aire, que no tenía precedente en la organización española y que anunciaba al futuro Ejército del Aire.

Inicialmente los pocos aviones disponibles actuaron de forma dispersa sin unidad superior a la patrulla, pero pronto nacieron los grupos, equipados unos con los aviones de anteguerra y otros con los importados del extranjero. Los pilotos foráneos vinieron como instructores pero pronto recibieron autorización para volar en operaciones, con disgusto de los aviadores españoles, muchos de los cuales pidieron volver a unidades terrestres de choque, aunque no tardaron en aceptar la situación. Para la organización terrestre se habilitaron un número creciente de aeródromos eventuales y el territorio se dividió en tres regiones aéreas: Norte, Oeste y Sur.

La expansión de los ejércitos y la depuración de los mandos, no sólo provocó la escasez de oficiales y suboficiales en los niveles inferiores y medios, sino también en los superiores, y para paliarla se dispuso que los jefes de los ejércitos pudieran habilitar para el empleo superior, hasta el de coronel inclusive, a quienes acreditaran dotes de mando, pero sin que eso supusiera el reconocimiento de ningún derecho. Al cesar en su cometido desaparecía la habilitación.

Resurgieron los gobernadores militares de provincia y se devolvió la jurisdicción a los jefes de los ejércitos, que podrían delegar sus atribuciones judiciales en los mandos de división o columna. De gran trascendencia fue el decreto de la Junta de Defensa de 29 de agosto que restablecía como bandera nacional la bicolor roja y amarilla.

La disposición decía que no hacía sino sancionar lo que habían decidido espontánea y unánimemente los combatientes y añadía que, «sólo bastardos, cuando no criminales propósitos de destruir el sentimiento patriótico en su raíz, pueden convertir en materia de partidismo político lo que, por ser símbolo egregio de la nación, está por encima de parcialidades y accidentes».

A pesar de haberse transformado en las fuerzas armadas de una fracción, la realidad es que los sublevados quisieron dar un aire de continuidad a sus unidades militares y situarlas por encima de los enfrentamientos y de ahí el que desde muy pronto adjetivaran a su bando como «nacional».

Los marinos, al hablar de su naciente flota, la denominaron «nacional» y los militares, cuando nombraron al general Gallego intendente general, lo hicieron de «los ejércitos de España». Las milicias, aunque lo eran de partido, fueron muy pronto puestas bajo disciplina militar y para atender a las necesidades de sus hombres se asignó a éstos el haber diario de tres pesetas de las que se depositaría en el Servicio Administrativo de campaña lo correspondiente a rancho y pan; quedaban para percibir en mano dos reales, cantidad que contrastaba fuertemente con las diez pesetas que se daba a los milicianos en la otra zona.

La presencia de núcleos de las fuerzas africanas, cada vez más potentes, creó una extraña situación en el sur donde las fuerzas de los generales Franco y Queipo se superponían y para deslindar sus atribuciones la Junta de Defensa de Burgos confirmó el 26 de agosto a Franco como jefe de las Fuerzas de Marruecos y del Ejército Expedicionario —ya no del Sur- y Queipo fue nombrado jefe de las Fuerzas de Operaciones de Andalucía y de la 2ª división a la vez que se le confirmaba como inspector general de Carabineros.

De las provincias extremeñas la de Badajoz pasaba a la jurisdicción de Queipo y la de Cáceres a la de Franco, aunque a efectos jurídicos seguía afecta a la 7ª división. Las tropas de este último conseguían, como se esperaba, éxitos considerables.

Cuando comenzó agosto ya tenía en la península cuatro Tábores de Regulares y tres Banderas del Tercio, trasladadas casi todas ellas por el aire y en aviones españoles, y con esas pocas fuerzas pudo sacar a Queipo de la difícil situación en que se encontraba y organizar la que se llamó «Columna de Madrid», que el día 2 de agosto inició su marcha hacia la capital por Extremadura, variante importante en el plan de Mola, introducida por la urgente necesidad de enlazar todas las fuerzas sublevadas y llevar a las del Norte las municiones que perentoriamente necesitaban.

Dos pequeñas columnas a dos batallones, al mando del teniente coronel Yagüe, lograron llegar en pocos días a Mérida y Badajoz y, reforzadas con una tercera, establecer contacto con las tropas de
Mola soldando en un territorio continuo a toda la zona «nacional», acontecimiento que inició un cambio en la situación estratégica que daría un vuelto el día 29 de setiembre, cuando Mola, de acuerdo con el ya habilitado de almirante, Moreno, decidieron poner a disposición de Franco a los cruceros «Cervera», hasta entonces patrullando por el Cantábrico, y «Canarias», que acababa de quedar listo para el combate.

La flota republicana había zarpado para el Norte con la misión de impedir el avance hacia Vizcaya de las columnas navarras, que reforzadas por una Bandera del Tercio, habían ocupado Irún y San Sebastián, completando el aislamiento de las provincias gubernamentales cantábricas. Los cruceros nacionales hundieron en aguas del Estrecho al destructor «Ferrándiz», pusieron en fuga al «Gravina», entraron en Ceuta y escoltaron un fuerte convoy que pasó a la península el grueso de las fuerzas marroquíes. El bloqueo había quedado definitivamente roto y la ruta Ceuta-Algeciras o Ceuta-Cádiz quedó a partir de entonces expedita.

Las fuerzas nacionales podían establecer un sistema de vasos comunicantes entre todas sus fracciones, peninsulares, insulares o africanas, conquistando una absoluta y total libertad de acción que negaron a sus contrarios, cuya separación se había consolidado.
La guerra tomaba un cariz francamente favorable a los sublevados.

Al enlace de todas sus fuerzas se unía el endurecimiento del frente de Aragón, en el que la presencia de alguna unidad marroquí bastó ' para salvar la difícil situación en que se encontraban sus capitales; la seguridad de Mallorca, a salvo al fracasar la expedición que contra la isla capitaneó el capitán Bayo, y, en Andalucía, el afianzamiento de Córdoba y Granada, sólidamente enlazadas a Sevilla. Incluso en Asturias, donde los defensores del Cuartel de Simancas en Gijón habían sido aniquilados y donde el coronel Aranda mantenía una defensa desesperada en Oviedo, las columnas gallegas, aunque con dificultades crecientes, avanzaban para liberarle.

La confrontación entre las tropas de Franco, auténticamente regulares, y la informe mezcolanza de milicianos, soldados y guardias que constituían las columnas gubernamentales se saldaba con continuas derrotas de éstas, que si habían sido suficientes para detener, y en ocasiones vencer, a las similares de Mola y Queipo, se veían totalmente incapaces de medirse con los legionarios, regulares y cazadores de las Fuerzas Militares de Marruecos.


Este hecho produjo dos acontecimientos, muy próximos en el tiempo, y de notable influencia en el curso posterior de la guerra.
En zona republicana Largo Caballero, que había sustituido a Giral en la jefatura del Gobierno el 4 de setiembre, decidió el 27 de ese mismo mes crear el Ejército Popular de la República, abandonando el sistema de milicias al que veía impotente frente a sus enemigos. En el otro lado los miembros de la Junta de Defensa Nacional decidieron, vista la serie ininterrumpida de sus éxitos, nombrar a Franco jefe del Gobierno del Estado español, generalísimo de las Fuerzas Nacionales de Tierra, Mar y Aire y general jefe de los Ejércitos de Operaciones por decreto de 29 de setiembre.

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