El Ejército Popular de la República en la Guerra Civil
Francisco López de Sepúlveda,
fue general de Ingenieros, ingresó en la Academia general Militar en 1947. Fue jefe de la Escuela de Estado Mayor
del Ejército y director del Centro
Superior de Estudios de la
Defensa Nacional. Estuvo destinado como agregado militar a la
embajada española de Washington.
Introducción
La historia del Ejército Popular de la República constituye un relato
de esfuerzos ininterrumpidos para crear, partiendo de cero y sin ningún
precedente en que apoyarse, un instrumento bélico capaz de vencer a un Ejército
Nacional que actuó y creció dentro de los cánones clásicos. Levantar y
encuadrar aquel instrumento, reorganizándolo después de cada descalabro, supuso
una actividad cuyo ritmo e intensidad parecen realmente increíbles.
El arranque furiosamente revolucionario de aquel ejército
nacido de las masas y la politización a la que no pudo sustraerse, marcaron sin
remedio su ejecutoria por más que la militarización de los milicianos se iniciara
pronto y llegara a imponerse. Es injusto, por ello, no reconocer la vitalidad
que demostró, hecho que no concuerda con la imagen tan -prodigada de que
siempre estuvo atenazado por el desorden y la desmoralización.
Siendo cierto que los hubo en muchas ocasiones, así como
estampidas y pánicos en los campos de batalla, tales lacras resaltan aquellos
méritos. La constante concurrencia de fracasos y de logros en este ejército tal
vez no tengan otra explicación que la basada en el carácter español, que afloró
anárquico sin otras trabas que las puestas por los comunistas.
La tremenda polarización ideológica de España en 1936 fue el
motor que dio energía para tan febril actividad y responsable, también, del
encono puesto en la lucha así como de la duración de la contienda. A esta
duración, que proporcionó tiempo para tantas reorganizaciones, contribuyeron
tanto la cantidad de armamentos que llegaron de la URSS como la forma en que el
general Franco condujo las operaciones una vez fracasado el asalto a Madrid. Esta
victoria defensiva del Ejército de la República tuvo gran trascendencia y condicionó
casi todas sus actuaciones posteriores en campo abierto.
Acciones ofensivas prematuras y con objetivos limitados que empezaban
bien y por sorpresa, pero que terminaban mal, quemándose en ellas brigadas mixtas
recién constituidas. Sin embargo, pese a tal dilapidación y a las batallas de
desgaste a que le sometieron los nacionales, que no se arriesgaron a dar
batallas decisivas para destruir el grueso del enemigo, este ejército fue creciendo
constantemente hasta llegar a cerca de un millón de hombres cuando ya no había
esperanzas de vencer y sólo se confiaba en las repercusiones de lo que
sucediera en Europa.
En organización de grandes unidades y en efectivos siempre
marchó por delante del Ejército Nacional. Su inferioridad en material de guerra
tantas veces alegada se debió, cuando la hubo, a la utilización incorrecta de
los medios disponibles.
El Ejército Nacional dispuso de la ventaja de contar
inicialmente con la inmensa mayoría de los mandos más aguerridos en África y
con unidades de élite. A este importante desequilibrio, una reminiscencia de la
división en 1917 del Ejército de la Monarquía en «africanistas» y «junteros», la República añadió el
error de utilizar tardíamente a muchos militares que por decisión propia o por
azar del destino quedaron a su lado. Los prejuicios sobre los militares
popularizados por Azaña, la desconfianza y el caos privaron a los milicianos de
mandos que luego demostraron su capacidad, e incluso su entusiasmo. Del duro
crisol de la guerra, donde la diferencia entre ser y parecer destaca diáfana,
fueron surgiendo jefes militares en sus diversas modalidades tanto entre los
profesionales como entre los milicianos, algunos de los cuales revelaron
aptitudes sorprendentes.
La gran oportunidad
perdida
El alzamiento del 18 de julio fracasó en las principales
capitales y sólo se consolidó en gran parte del centro y el noroeste de España con
inclusión de Castilla la Vieja ,
Navarra y Zaragoza, así como de Sevilla alrededor de cuya ciudad se formó un
enclave con acceso al mar. Dicho enclave no hubiera resistido al ataque de unas
fuerzas mínimamente organizadas y adiestradas que, como se constató en los días
que siguieron, la República
no acertó a utilizar. De hecho, ninguno de los dos bandos enfrentados había previsto
la situación con que, respectivamente, se encontró.
Incomprensiblemente, el alzamiento sorprendió a la República y los
sublevados contaban, sin mucho fundamento, hacerse con Madrid a corto plazo, pues imaginaron un golpe de Estado con
mentalidad de pronunciamiento que haría caer al gobierno. El recuerdo del golpe
sin lucha de Primo de Rivera pesaba más que el fracaso de Sanjurjo, no obstante
ser este más reciente. El estallido revolucionario con la salida de las masas a
la calle, fenómeno en el que fue determinante el recuerdo de la “sanjurjada”,
alteró el planteamiento inicial y condujo a un conflicto prolongado que degeneraría
en larga guerra civil merced a la intervención de Italia, Francia y Alemania,
que con gran rapidez enviaron armamentos vitales para los dos contendientes, en
especial aviones.
Aunque el desenlace de las jornadas del 19 y 20 de julio dejó
bastante equilibrado el balance de fuerzas y de medios terrestres que habían
quedado en cada bando, el empleo que hizo cada uno de ellos de las tropas de
que disponía fue muy desigual con clara desventaja para para la República.
En aquellos momentos, la República dispuso de
unas bazas que no supo o no pudo utilizar. Tanto la Marina como el Servicio
Militar de Aviación habían permanecido prácticamente al margen del alzamiento y
el resultado fue que, por razones distintas, quedaron en manos republicanas la mayoría de los buques de guerra y
gran parte de los aviones.
El amotinamiento de las tripulaciones, logrado por la oportuna
alerta cursada por un telegrafista desde Madrid, hizo que los nacionales sólo
retuvieran unos pocos y viejos cañoneros así como el destructor Velasco y
buques de mayor porte fuera de servicio (acorazado España), en dique (crucero Almirante
Cervera) o en construcción (cruceros Canarias y Baleares); el resto de una flota
considerable (1 acorazado, 3 cruceros, 16 destructores, 7 torpederos y 12
submarinos) estaba disponible para una misión que a todas luces resultaba
urgente y prioritaria: impedir que el ejército de África pasase a la península.
En este cometido, la aviación pudo haber cooperado a la vez
que convertía en imposible lo que fue el primer puente aéreo de la historia. El
millar de legionarios que situó Franco en Sevilla en los primeros días, cifra
que ascendió a un total de 12.835 hombres en dos meses y medio tras recibir los
Junker alemanes, cambió el curso de la guerra antes de que la flota republicana
perdiera con su incompetencia el dominio del Estrecho a finales de setiembre.
Para dicho cometido aéreo la República disponía, según
cuenta detallada de los hermanos Salas Larrazábal, de 350 de los 450 aviones de
muy diversos tipos que reunían la
Aviación militar, la Aeronáutica naval y la Aviación civil. Entre
ellos, todos los cazas menos diez y los 27 aviones torpederos de la Marina , que eran los más
modernos que había en España.
Para la reducción del enclave Sevilla-Cádiz-Algeciras,
creado por la audacia del general Queipo de Llano, era cuestión, con independencia
de su aislamiento aeronaval con África, de transportar unos reducidos efectivos
—tal vez 6.000 ó 7.000 hombres, bien encuadrados- de donde los hubiera en un
plazo de dos o tres días. Tales efectivos los hubiera podido encontrar el gobierno
Giral si el caos revolucionario no hubiera colapsado los resortes del poder constituido.
Pudieron haber salido, por ejemplo, no de la Guardia Civil sino
de los Carabineros y de la Guardia
de Seguridad y de Asalto, que reunían más de 30000 hombres, un 70 por ciento de
los cuales se mantuvieron firmes y organizados con la República. Por el
contrario, el ministro de la
Guerra (general Castelló) se vio privado desde el 19 de julio
del empleo de las unidades militares ya que, simple y llanamente, el Ejército
dejó de existir como tal para dar paso a unas milicias revolucionarias que
surgieron de la nada, a excepción de los núcleos comunistas del MAOC (Milicias
Antifascistas Obreras y Campesinas) que ya se instruían con anterioridad al alzamiento.
La realidad de un
ejército surgido de la revolución
El fuerte contenido revolucionario que las fuerzas políticas
frentepopulistas imprimieron a su actuación dio lugar a un experimento que
trató de revivir la improvisación de un ejército surgido de la nación en armas
tal como sucedió en la
Revolución francesa y en la rusa, sin tener en cuenta que el
enemigo con el que iba a enfrentarse iría engrosando las unidades que se
levantaron en armas y mantuvieron la disciplina.
El antimilitarismo de los partidos de izquierdas impidió que
el nuevo ejército se creara sobre la base de las tropas que habían quedado en
la zona republicana (entre 35.000 y 40.000 hombres en la península) y, lo que
todavía resultó peor, que fuesen debidamente aprovechados los servicios de los
militares profesionales que permanecían en ella.
A este respecto, la decisión inicial del gobierno Giral de desmantelar
la estructura militar existente, licenciando a los soldados, y entregar armas a
las masas para formar milicias de partidos, organizaciones sindicales y
agrupaciones profesionales -desde el gremio de panaderos al de artes gráficas,
pasando por el de artistas de variedades- sólo pudo ser enmendada parcial y trabajosamente
a través de un posterior proceso de militarización de las milicias y la
creación de un Ejército Popular orgánicamente de corte clásico, pero en el que
la intensa politización se mantuvo hasta el final.
Sin los desmanes de los primeros días y en un clima de orden
constitucional, es muy probable que buen número de los militares profesionales
que quedaron en la zona republicana -muchos de ellos «leales geográficos» como les
llama Michael Alpert, hubiesen cooperado sinceramente. Pasado medio siglo, los estudiosos
del tema todavía no son capaces de arrojar cifras definitivas sobre los
efectivos reales de la guerra de España y es casi seguro que nunca se dispondrá
de ellas.
El libro «Los datos exactos
de la Guerra Civil »,
de Ramón Salas Larrazábal, el autor que más detalles ha aportado al tema en los
últimos años, sigue expresando incertidumbres en aspectos tan importantes como
es, por ejemplo, el número de militares de carrera que combatieron en las filas
del Ejército de la
República. La cifra de 5.000 a 5.500 que cita, que
incluye a los retirados y de complemento que se reincorporaron al servicio,
discrepa sustancialmente de las estimadas por otros autores que la sitúan en
poco más de 2.000.
Siendo probablemente buena la cifra de Salas, ello no obsta
para que el número de los que desempeñaron puestos relevantes y de responsabilidad
fuera pequeño. Del orden de escasos centenares según puede deducirse de la obra
de Alpert («El ejército republicano en la Guerra civil») que recoge las semblanzas biográficas
de los más destacados jefes militares republicanos.
Figuran en ella 150 profesionales que desempeñaron mandos superiores
y cuyos empleos al empezar la guerra oscilaban entre suboficial (2) y general
(8), siendo los más numerosos los comandantes (51) y los capitanes (35). En
cambio, el número de altos mandos de procedencia miliciana que cita no llega
más que a 40, de los cuales 15 fueron comisarios políticos y 25 jefes de división,
de cuerpo de ejército o del Estado Mayor de grandes unidades.
También hay que decir que el marcado personalismo que caracterizó,
en ambos bandos, los episodios de esta guerra, ha contribuido a relegar al
olvido a gran número de protagonistas de acciones cuya clasificación por
méritos requeriría unos datos que no existen. Incluso los nombres de la mayoría
de los 150 militares citados sólo son conocidos por los estudiosos y los
lectores asiduos del tema.
El hombre de la calle se limita a recordar una docena o una
veintena de apellidos (Miaja, Rojo, Casado, Perea, Hernández Saravia, Asensio
Torrado, Matallana, Menéndez, Cordón, Prada, Burillo, etc.), entre los que
algunos figuran por el simple hecho de que al empezar la guerra tenían el grado
de general (Llano de la
Encomienda , Gamir, Pozas), a los que posteriormente se añadió
algún otro, redescubierto con el paso de los años (Escobar). Pero queda un gran
resto de oficiales, prácticamente desconocido, que ejercieron mandos de
unidades superiores o bien desempeñaron continuamente importantes puestos de
Estado Mayor, como es el caso del comandante Estrada.
Resulta indicativo señalar que a finales de 1937, cuando el
ya organizado Ejército Popular se había militarizado por completo y contaba con
cerca de medio millón de hombres, los seis ejércitos desplegados estaban al
mando de profesionales. De los 17 cuerpos de ejército, 13 estaban igualmente
mandados y de los otros cuatro, dos se encontraban vacantes y únicamente dos
tenían al frente a jefes procedentes de milicias (Modesto y Mera). En cuanto a
divisiones, eran militares quienes mandaban 29 de ellas y 19 estaban a cargo de
milicianos o de brigadistas internacionales.
Todo esto viene a decir que una vez la República hubo
constatado la imposibilidad de conducir una guerra con jefes y
procedimientos revolucionarios tuvo que imprimir un fuerte viraje y confiar la mayoría
de los mandos superiores a profesionales de la guerra escuchando los consejos
de los militares republicanos de más valía. Pero la ocasión ya se había perdido.
Con el ejército de África avanzando hacia Madrid se inició la creación del que sería
llamado
Ejército Popular. Veamos, ahora, cómo tuvo lugar este
proceso.
Casi todos los historiadores coinciden en subdividir la
guerra española en cuatro fases que, a efectos de la historia del Ejército Republicano,
pueden ser definidas de la forma siguiente.
Primera fase, que comprende hasta la estabilización del
frente de Madrid (noviembre de 1936), caracterizada por el empleo de columnas milicianas
y el inicio de la militarización. Segunda fase, que termina a finales de 1937,
en la que un ejército ya constituido libra varias batallas cuyos desenlaces no
le son favorables. Tercera fase en la que, hasta diciembre de 1938, realiza dos
esfuerzos supremos ante un enemigo que ya sabe que va a ganar la guerra porque en
abril llegó al Mediterráneo por Vinaroz y dividió en dos el territorio de la República. Finalmente, la cuarta fase contempla la caída de Cataluña y la rendición de un ejército muy considerable que todavía se extendía por la porción de España jalonada por Madrid-Sagunto-Motril y Pozoblanco.
Se intentaba, con estas medidas, ir constituyendo un ejército de verdad que sustituiría al de milicianos cuando fuera posible, lo cual fue intuido por los líderes revolucionarios quienes, obviamente, pusieron todo género de dificultades. Para edulcorar las medidas dictadas, el gobierno fijó en 10 pesetas. diarias el haber de los milicianos, paga que se extendió a los soldados y a los voluntarios con ánimo de estimular su alistamiento, que era lo que se pretendía. Esta paga podía considerarse extraordinaria para la época, comparada incluso con los salarios laborales.
La actuación de las
columnas de milicianos
En todos los grandes núcleos urbanos en los que el
alzamiento resultó dominado, las masas fueron armadas con los fusiles que había
en los parques de artillería. Pero estos fusiles y las otras armas existentes
en los cuarteles fueron mal aprovechados pues los milicianos se los llevaron a
sus casas y únicamente una parte de ellos se integró en las columnas que salieron
hacia el frente.
En Barcelona, por ejemplo, sólo del parque de San Andrés
salieron 90000 fusiles en tanto que las diversas columnas que marcharon contra
Zaragoza probablemente no reunieron más de 15 a 18000 hombres entre los que figuraban los
procedentes de Lérida y otras ciudades catalanas. Las columnas que partieron de
Madrid tampoco contaban con grandes efectivos. La más nutrida fue la del coronel
Puigdendola, con unos 7000 hombres, que el día 21 aplastó la sublevación de
Alcalá y al día siguiente la de Guadalajara para ir después a defender los
pasos de Somosierra y Guadarrama hacia donde salió en primer lugar la columna
del coronel Castillo formada por unos 4000 hombres.
Estas y otras columnas más pequeñas las constituían
milicianos de diversas afiliaciones, carabineros, guardias de Asalto, algunos
guardias civiles y núcleos de soldados en filas mandados por militares de ideología
izquierdista. Predominaban los milicianos y los militares profesionales eran
cuidadosamente observados, salvo excepciones de notorio historial
revolucionario como era el caso del teniente coronel Mangada o del capitán
Galán, pues se sospechaba de ellos y algunos fueron fusilados por no haber
tenido éxito en las operaciones en tanto que otros se pasaron a los nacionales.
Estas columnas cumplieron la misión de impedir que sus homónimas
nacionales, pues también éstos adoptaron la misma denominación, cayeran sobre
Madrid desde el Norte. La realidad de las columnas que el general Mola pensaba
enviar para ocupar Madrid quedó muy corta debido a que Valencia se perdió y las
despachadas desde Pamplona, Burgos y Valladolid resultaron débiles y pobres de
municiones.
Por tanto, las fuerzas que pudieron haber salido de Madrid
para recuperar zonas sublevadas de Castilla la Vieja se limitaron a una acción defensiva que no ofrecía
grandes dificultades. En total, hasta finales de agosto, los efectivos que pudo
irradiar Madrid no llegaron a 20000 hombres pese a lo cual no hubo suficientes
fusiles para ellos, aunque el número de los requisados en los parques y
cuarteles ascendía a 80.000.
El intento de reducir el Alcázar de Toledo distrajo durante dos
meses importantes efectivos que, lógicamente, debieron haber sido utilizados,
junto con otros de Levante para atacar el enclave de Sevilla que iba extendiéndose
rápidamente y pronto llegó hasta
Granada; en último extremo, para dar la batalla lo antes
posible a las tropas de Africa (32000 legionarios, regulares y soldados de la península
además de las tropas jalifianas y una nutrida cantera de rifeños deseosos de
guerrear) que estaban cruzando el Estrecho a ritmo creciente. La fuerte columna
que salió de Murcia al mando de Miaja se dirigió hacia Córdoba, pues a nadie se
le ocurrió que, en vez de ir por Despeñaperros, Franco subiría por Badajoz
apoyado en la frontera portuguesa.
Algo parecido a lo que sucedió con el Alcázar se repitió con
otros reductos como el santuario de Santa María de la Cabeza , Oviedo y Huesca, en
los que, gracias a la fortaleza de las posiciones, fue posible una resistencia
que embebió esfuerzos absurdamente reiterados que no tuvieron otro objetivo que
acabar con unos facciosos, según su terminología, que se limitaban a defender
sus vidas y que carecían de capacidad ofensiva. En el frente de Aragón, las
fuertes columnas que pudieron salir de Cataluña tenían que haber desbordado y
aislado Zaragoza en vez de atacar Huesca.
El dispositivo nacional en el frente aragonés se reducía a una
débil cobertura. El error de atacar con contumacia los objetivos aislados sería
una constante de los republicanos que les acarreó graves consecuencias. En gran
parte, los fracasos de las ofensivas de Brunete y Belchite son atribuibles a
esta causa. El general Rojo en su libro «España
heroica» se queja amargamente de que, atraídos por el fuego de reductos
enemigos aislados, las fuerzas propias no proseguían el avance y dejaban de
explotar rupturas de frente conseguidas a costa de mucha sangre.
Pese a que la mayoría de las columnas estuvieron mandadas
por militares profesionales a quienes los milicianos llamaban «los técnicos»,
el bajo rendimiento obtenido con ellas movió desde primeros de agosto a pensar
en otro sistema de organización de unidades. El cerebro de estos planes fue el
teniente coronel Hernández Saravia, que según Ramón Salas «Historia del Ejército Popular de la República »,
mangoneaba de hecho en el Ministerio (léase Estado Mayor Central del Ejército)
desde el 18 de julio apoyado por una veintena de jefes y oficiales de Estado
Mayor que permanecieron leales a la República y dieron continuidad a la burocracia
militar, no obstante las interferencias de los dirigentes sindicalistas y
políticos.
Es de notar que, salvo excepciones como las de Rojo y
Estrada que irían ascendiendo, estos jefes y oficiales fueron eclipsándose
paulatinamente dando lugar a una penuria de militares para dirigir los estados
mayores de las grandes unidades que más adelante se crearían. El primer intento
de reorganización, anunciado el 16 de agosto, se basaba en la creación de
batallones de voluntarios formados con los reservistas que se presentasen, que
ofrecían la ventaja de estar ya instruidos. Los mandos procederían, también, de
movilización y se nutrirían con los retirados, en reserva, separados del
servicio y de complemento.
Se intentaba, con estas medidas, ir constituyendo un ejército de verdad que sustituiría al de milicianos cuando fuera posible, lo cual fue intuido por los líderes revolucionarios quienes, obviamente, pusieron todo género de dificultades. Para edulcorar las medidas dictadas, el gobierno fijó en 10 pesetas. diarias el haber de los milicianos, paga que se extendió a los soldados y a los voluntarios con ánimo de estimular su alistamiento, que era lo que se pretendía. Esta paga podía considerarse extraordinaria para la época, comparada incluso con los salarios laborales.
El Ejército Nacional entregaba en mano a sus soldados,
descontada la comida, 0,25 ptas. y a los legionarios, 3,25 ptas. Fueron creadas
cuatro bases de reclutamiento y encuadramiento del ejército de voluntarios en
Castellón, Cuenca, Murcia y Jaén, todas ellas dependientes de un mando situado
en Albacete donde semanas más tarde se formarían las brigadas internacionales.
Cataluña y Euzkadi, con Asturias y Santander, quedaban al margen de estos planes,
pues sus ejércitos particulares hacían la guerra por su cuenta.
Aunque en setiembre se dispuso ya de varios batallones listos
para actuar, pudo comprobarse que por este camino no se llegaría a una solución
que, como veremos más adelante, se halló en las brigadas mixtas. Medida
complementaria de aquel mes en agosto de 1936 fue la disolución del Cuerpo de la Guardia Civil que
pasó a denominarse Guardia Nacional Republicana, prestando grandes servicios al
gobierno, una vez definidas las posturas inciertas de los primeros días.
El papel desempeñado
por las unidades de élite
Lo que podía dar de sí el sistema de milicias quedó de
manifiesto el 31 de agosto al caer Talavera y Oropesa en poder de las tropas de
Yagüe. Las unidades africanas habían emprendido la marcha hacia Madrid el 1 de
aquel mes y no fueron contenidas debido a su patente superioridad para operar
en campo abierto. Los milicianos habían demostrado aptitud para los combates
urbanos en los días que siguieron al alzamiento cuando, en las grandes
ciudades, vencieron la resistencia de las unidades sublevadas.
Pero enfrentados a mandos y tropas que sabían avanzar por
territorio enemigo llevando destacamentos de vanguardia y de flanqueo, desplegar
al encontrar resistencia y maniobrar para vencerla, atacando finalmente con
decisión en el punto más favorable, los milicianos carecían de cohesión y
sentían el constante temor de verse envueltos, sobre todo por los moros. De ahí
surgieron los pánicos y las estampidas que sacaban de quicio a los militares profesionales
que estaban al mando.
Tan sólo algunas unidades integradas por comunistas y
cenetistas, así como las de fuerzas de orden público, se salvaban de este
comportamiento.
El llamado Quinto Regimiento, del partido comunista, no fue realmente
una unidad táctica, sino un centro de instrucción por el que, al parecer,
pasaron más de 25000 hombres que en adelante formarían varias de las divisiones
del V Cuerpo de Ejército, al mando de Modesto, que debutó como tal en la
batalla de Brunete e intervendría en todos los grandes choques posteriores constituyendo
la espina dorsal del Ejército Popular.
A nivel de compañías (las «compañías de Acero»), de
batallones y brigadas, las unidades del Quinto Regimiento desempeñaron papeles decisivos
tanto en la fase de columnas y en la defensa de Madrid como en la batalla del Jarama.
Fundado por Castro Delgado, que fue el primer jefe de este regimiento tan
especial, Líster nutrió sus efectivos iniciales con los hombres adiestrados del
MAOC, quienes actuaron de levadura. De las filas de esta unidad saldrían los
milicianos comunistas de carrera más meteórica en la guerra, pues además de
Modesto y Líster contó con Tagüeña, El Campesino, Durán, etc., e
internacionales como Walter y Steiner.
La implantación de los comisarios políticos arrancó de este regimiento
a instancias de Carlos Contreras (el italiano Vittorio Vidali) y se prestigió
con Delage. La depurada organización que en todos los aspectos militares
presentaba esta unidad -formación de mandos, instrucción, transmisiones,
logística, cultura general, entretenimiento y propaganda con un periódico que
tiraba 75000 ejemplares- sirvió de plataforma y banderín de enganche para aumentar
el número de comunistas, pequeño en relación a los de otras afiliaciones al
empezar la guerra y que se incrementó rápidamente con la incorporación de las
juventudes socialistas unificadas.
Con la labor hecha por el Quinto Regimiento y el papel desempeñado
por los asesores y el material de guerra soviético que alimentó a la República durante todo
el conflicto, el comunismo alcanzó una preponderancia muy acusada que sirvió de
justificación para el golpe del coronel Casado contra Negrín y los comunistas
en el último episodio de la guerra civil. La disciplina militar que propugnaba
el Quinto Regimiento y la eficiencia demostrada atrajeron a sus filas a muchos
militares profesionales, aun sin tener antecedentes en el partido. Entre viejos
militantes y nuevas incorporaciones la lista de jefes y oficiales que
combatieron en sus unidades es considerable e incluye, entre los de mayor relieve,
los nombres de Sabio, de la
Iglesia , Enciso, Galán, Antón, Gallo, Arellano, Barceló,
Ascanio, Márquez Sánchez, Ortega, etc.
También los anarquistas constituyeron unidades con
personalidad propia, de cuyas actuaciones no ha quedado tanta constancia como
en el caso de los comunistas, cuyos dirigentes siempre miraron hacia el futuro
procurando magnificar sus logros. Los efectivos de las diversas organizaciones
anarquistas eran superiores a los de otros partidos y sindicatos y respondieron
masivamente al grito de revolución.
Sucedió, sin embargo, que agotada la primera fase de
columnas en la que participaron dentro de un gran desorden, en especial en
Cataluña y Andalucía, la resistencia que ofreció la CNT FAI a la
militarización quebró sus posibilidades. El sistema de anarquismo organizado,
la «disciplina de la indisciplina» como le llamaron, sólo dio buenos resultados
en las columnas mandadas por hombres de fuerte personalidad.
Concretamente, las de Durruti en Barcelona y de Cipriano
Mera en Madrid, que contaban, respectivamente, con el asesoramiento del
comandante Guarner y del teniente coronel del Rosal, militares de viejo
historial político cuyo papel en la guerra se vio luego un tanto eclipsado.
Además de ellos, entre otros militares se alinearon con los cenetistas el capitán
retirado Perea, que llegaría a mandar un ejército, y los comandantes Pérez
Farrás y Fe, todos los cuales desempeñaron papeles importantes.
El Ejército Popular,
secuestrado por los comunistas
El fracaso de las milicias ante los 6000 ó 7000 hombres del ejército
de África que se aproximaban a Madrid hizo caer al gobierno Giral, que fue
sustituido el 3 de setiembre por Largo Caballero, quien, de inmediato, adoptó
medidas para la creación del Ejército Popular que se regiría por criterios
militares. El nuevo presidente del gobierno y ministro de la Guerra destituyó al general
Riquelme, que era jefe del teatro de operaciones del Centro y nombró a Asensio
Torrado, ascendiéndole a general, quien el 22 de octubre pasaría a ser
subsecretario de la Guerra ,
siendo remplazado por el general Pozas.
Aunque Asensio continuó impulsando la militarización, poco
después se iniciaría el declive de este brillante militar, al que se acusó de
los fracasos de las milicias; zarandeado por los comunistas que primero le apoyaron
y luego le atacaron, dejó de intervenir en la guerra tras la caída de Málaga,
de la que fue acusado. El Estado Mayor Central experimentó una importante
reorganización, con inclusión de numerosos dirigentes políticos e incluso
algunos extranjeros como Carlos Contreras y Kleber y fue puesto bajo el mando
del ya teniente coronel Estrada. En la sección de operaciones del mismo apareció
entonces oficialmente el comandante Vicente Rojo, que un mes después, ascendido
a teniente coronel, ocuparía el puesto de segundo jefe del Estado Mayor
Central, empezando así su carrera meteórica. Otra designación importante fue la
del general Miaja como jefe de la división situada en Madrid.
Siguió a los nombramientos un aluvión de decretos, órdenes,
etc., abarcando multitud de aspectos militares. La cuestión de formar oficiales,
débilmente iniciada con anterioridad, empezaría a llevarse a la práctica como
veremos en el epígrafe siguiente. De momento, se ascendió un grado a los
profesionales de lealtad probada y tras un breve cursillo fueron nombrados
oficiales los antiguos suboficiales profesionales y los de milicias que más
habían destacado y poseían cierto nivel cultural, se movilizaron otros dos
reemplazos y fueron decretadas normas de disciplina y uniformidad. Saludo con el
puño derecho en alto y barras en vez de estrellas, como insignias.
Supresión de los distintos grados de general y de los
empleos de alférez y brigada y denominación de mayor en vez de la de
comandante, adoptando un criterio de ámbito mundial —basado en que comandante
es el que manda cualquier unidad, y no específicamente un batallón- que nunca
ha seguido el Ejército español excepto la mitad de él entre 1936 y 1939. De
todos los cambios introducidos, los dos que marcaron la historia del Ejército Popular
fueron: la estrella roja de cinco puntas que llevaban todos los militares y la
institución del comisariado político.
Siendo ambos de inspiración inequívocamente soviética, tal decisión
llevó consigo una alineación que se iría acentuando con el tiempo y que quiso
justificarse por el hecho de que sin la ayuda material de la URSS la guerra civil española
se hubiera agostado en unos meses. Si bien Francia proporcionó un apoyo de
aviones que resultó Vital en los primeros meses, su posterior evolución al
ratificar el Acuerdo de No Intervención suscrito por las potencias occidentales
le descartó como sostén de la
República ; en conjunto, la ayuda más valiosa que le prestó
consistió en permitir que los buques rusos descargasen en Marsella y Burdeos el
material que luego seguiría por tren, una vez que la escuadra nacional y los submarinos
italianos empezaron a dificultar el tráfico marítimo.
Las mismas brigadas internacionales, por multinacionales que
fueran, se reclutaron con la cooperación comunista a lo ancho de todo el mundo,
a la que sólo fueron ajenos los idealistas que formaron en ellas. Ahora bien,
la concesión hecha a la URSS
dio contenido indiscutible al calificativo de rojo con que los nacionales y sus
aliados europeos marcaron al Ejército de la República , no obstante
el odio que muchísimos componentes de él, los anarquistas principalmente,
manifestaron hacia los comunistas hasta el último momento. La estrella roja en
los uniformes fue una concesión excesiva que posiblemente se hubiera podido
evitar.
Resulta curioso señalar que el único color y distintivo que
no sufrió cambio fue el azul celeste tradicional de las estrellas que distinguían
a los oficiales de Estado Mayor.
A mitad de octubre de 1936 tuvo lugar la creación del comisariado político, del que Salvador de Madariaga opinó que venía a cumplir la misión que en el Ejército Nacional desempeñaba el clero castrense. Podríamos añadir que, en especial, se asemejaba más bien a los curas que en primera línea acompañaban a los requetés y a las brigadas navarras. Responsable de la moral y el adoctrinamiento revolucionarios de la tropa y de atender al soldado, incluyendo sus condiciones de vida, las atribuciones del comisario político crearon problemas con el mando militar, sobre todo cuando ambos no pertenecían al mismo partido.
Pero, aun suponiendo que realmente la militarización
requiriese contrapartidas de tanta envergadura, no hay duda de que tal grado de
sovietización supuso el secuestro de una mayoría hábilmente efectuado por la
minoría comunista. Veamos, ahora, de qué forma se abordó y fue llevada a la
práctica la formación de los oficiales que necesitaba el Ejército Popular. Una
necesidad perentoria con vistas al proyecto de levantar un ejército de grandes proporciones
y habida cuenta de que con los ascensos de los suboficiales profesionales a
oficial sólo se había conseguido cubrir un cierto número de plazas al tiempo
que las unidades de milicias quedaban sin suboficiales.
Recurso complementario para obtener más oficiales fue la creación del GIC (Gabinete de Información y Control) que sustituyó al Gabinete de Control que funcionó desde el comienzo de la guerra para depurar a los militares profesionales que pretendían servir a la República Los criterios excesivamente rígidos que se siguieron al principio impidieron el aprovechamiento de gran número de militares, tachados de no leales de forma sumaria.
Por más que la legislación por la que se gobernaban los
comisarios recalcase que debían facilitar la acción del mando, haciendo que los
soldados obedeciesen a sus jefes y que no podrían inmiscuirse en cuestiones
operativas, de hecho constituyeron una cadena de mando paralela que arrancaba
de los comisarios de compañía y seguía por los de batallón y de brigada; el de
división se denominaba inspector, el de cuerpo de ejército era subcomisario general
y el de ejército, comisario general. Esta organización política se convirtió en
un feudo de los comunistas que coparon cerca de dos terceras partes de las
plazas de comisarios mediante el procedimiento de dedicar sus mejores hombres a
estos puestos.
Hay quien ha dicho que esta sovietización del Ejército
Popular fue la contrapartida cedida a cambio de la militarización de las milicias,
considerada ineludible para no perder la guerra, a fin de que no decayera el
espíritu revolucionario que había estallado ante el alzamiento. Primero había
que ganar la guerra y después hacer la revolución, pregonaron los comunistas, y
la idea fue aceptada no sin sacrificio por los cenetistas responsables.
Recurso complementario para obtener más oficiales fue la creación del GIC (Gabinete de Información y Control) que sustituyó al Gabinete de Control que funcionó desde el comienzo de la guerra para depurar a los militares profesionales que pretendían servir a la República Los criterios excesivamente rígidos que se siguieron al principio impidieron el aprovechamiento de gran número de militares, tachados de no leales de forma sumaria.
Dirigido por el veterano capitán de la escala de reserva
Díaz Tendero, que había sido dirigente de la UMRA e integrado por el inspector de Milicias
comandante Barceló y el oficial de Estado Mayor Gonzalo de Benito, el GIC trató
de admitir a más militares clasificándolos en cuatro grupos: fascistas,
indiferentes, republicanos y antifascistas. De las incorporaciones a las
unidades que se produjeron a partir de la creación del GIC no parece deducirse
que afloraran muchos antifascistas.