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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La formación de oficiales en la Guerra Civil

La formación de oficiales

En este aspecto Concreto, como en tantos otros, los criterios aplicados por nacionales y republicanos fueron sustancialmente diferentes. Mientras que estos últimos montaron un sistema de considerable envergadura ideado con fines permanentes para constituir un Ejército Popular que remplazase en el futuro al Ejército del antiguo régimen, los nacionales se limitaron a formar alféreces provisionales, cuya provisionalidad quedaba bien instituida al establecerse que «el grado correspondiente al empleo de alférez se les concederá exclusivamente por el tiempo que dure la campaña, sin que este empleo pueda alegarse para posteriores derechos».

Por ironía del destino, en tanto que los oficiales en campaña y los de milicias de la República vieron concluida su carrera el 1 de abril de 1939, 9,758 provisionales se convirtieron en profesionales después de la guerra, saturando los escalafones del Ejército durante más de un cuarto de siglo y alcanzando el generalato muchos de ellos.

El Ejército Popular concedió barras de oficial a unos 37 500 hombres, mientras en Marina la cifra se limitó a 115 y en Aviación el número de pilotos formados se aproximó a 2000. La procedencia de aquellos 37.500 oficiales, cuya cifra exacta probablemente nunca será aclarada, fue más o menos la siguiente: 12500 tenientes en campaña que se formaron en las distintas Escuelas Populares de Guerra, unos 15000 recibieron instrucción en las divisiones y cuerpos de ejército y cerca de 10000 que surgieron de las milicias. En el Ejército Nacional, las diversas cifras que se barajan oscilan entre 27000 y 30000, de ellos un millar que inicialmente fueron de milicias (Falange y Requeté, sobre todo) y que pronto perdieron tal carácter al ser absorbidos por el Ejército. La formación de los provisionales empezó relativamente tarde, pues la primera promoción no saldría hasta el 3 de octubre de 1936, tras un curso de quince días.

En la zona republicana esta labor trató de iniciarse inmediatamente. Un decreto de 11 de agosto de 1936 creaba una Escuela de Oficiales que, sin embargo, no entró en funcionamiento. Por el contrario, en este sentido los partidos no demoraron la formación de oficiales de milicias. Así, los comunistas del Quinto Regimiento empezaron a desarrollar cursillos a finales de julio y, si bien oficialmente esto les fue prohibido a partir del 10 de octubre al crearse las brigadas mixtas que iban a integrar el Ejército Popular, lo cierto es que siguieron impartiéndolos hasta principios de 1937. Según varios autores, las escuelas de este Quinto Regimiento instruyeron a varios miles de tenientes y sargentos con inclusión, también, de algunas mujeres.

La rígida disciplina aplicada, que desentonaba de forma acusada con lo que sucedía en otras escuelas de milicias, atrajo a buen número de oficiales profesionales que actuaron como instructores y enseñaron no sólo a llevar el paso y a desfilar, sino conocimientos imprescindibles de tiro, armamento, táctica, topografía, etc. En Barcelona, tanto los comunistas que instalaron la escuela Carlos Marx en el cuartel Jaime I como los anarquistas con una escuela CNT-FAI empezaron sus actividades a primeros de agosto.

El 26 del mismo mes, un decreto de la Generalidad estableció la Escuela Popular de Instructores de Guerra de Cataluña a propuesta de los cenetistas García Oliver y Abad de Santillán, y de la que sería inspector el comandante Vicente Guarner. Destaca de esta escuela, que tendría larga vida, su numeroso cuadro de profesorado integrado por profesionales: 9 jefes, 27 oficiales, 6 cadetes y 19 suboficiales.

En Valencia se estableció, el 18 de octubre, la Escuela Militar Antifascista que perduraría hasta la entrada en efectividad a finales de noviembre, tras larga gestación y varios aplazamientos, de las Escuelas para Oficiales que después se denominarían Escuelas Populares de Guerra y finalmente, a comienzos de 1939, Escuelas de Mando y Enseñanza. En el norte de la España republicana, en diciembre de 1936 abrieron sus puertas Escuelas Populares de Guerra en Bilbao, Trubia y Santander. La de mayor importancia fue la Academia Militar de Euzkadi, creada por el gobierno vasco y que terminó sus actividades a la caída de Bilbao, en junio de 1937.

Las Escuelas Populares de Guerra antes mencionadas, con los cambios de nombre indicados, constituyeron la organización mejor estructurada de la República para la formación de oficiales. El gobierno de Largo Caballero encontró serias resistencias por parte de partidos y gobiernos autónomos para la implantación de las mismas ya que todos ellos rehuían la centralización en la formación de mandos que, evidentemente, reducía el carácter sectario y cantonalista que la guerra había adquirido desde los primeros momentos. Dichas escuelas contaron con gran abundancia de recursos y medios, buen número de profesorado profesional y detallados programas y reglamentos concediendo prioridad al nivel cultural de los alumnos con respecto a su fervor revolucionario. Se llegó incluso a crear, en noviembre de 1937, una Escuela General de Enseñanza Militar para impartir cultura general preparatoria para el ingreso en las Escuelas Populares. No obstante, en agosto de 1937 el gobierno se dio cuenta que las Escuelas Populares no producían el número de oficiales que se necesitaba ante el cariz que tomaba la guerra.

Los cursos eran demasiado largos, de hasta cuatro meses para Artillería, Ingenieros y Transmisiones, con lo cual las cifras de tenientes en campaña eran insuficientes. Por ello, fue estableciendo un sistema de formación en las unidades combatientes. En los batallones y brigadas se instruía, respectivamente, a cabos y sargentos. Las divisiones formaban tenientes de Infantería y los cuerpos de ejército, los de las otras Armas.

La concesión del grado de mayor y superiores quedaban a cargo de los ejércitos. Las necesidades en cuanto a oficiales de Estado Mayor motivaron un primer intento, en diciembre de 1936, de crear en Valencia una Escuela Superior de Guerra Popular que no llegó a ser realidad hasta junio de 1937 con el nombre de Escuela Popular de Estado Mayor, puesta bajo la dirección del teniente coronel Segismundo Casado. En total, este centro desarrolló seis cursos, tres de ellos en Valencia y otros tres en Barcelona, donde fue trasladada en febrero de 1938 y colocada al mando del teniente coronel Guarner.

Al terminar la guerra habían obtenido el diploma 198 oficiales de 317 que intentaron aprobar unos cursos cuya duración máxima fue de tres meses, después de superar un fuerte examen de ingreso.
Contrariamente a lo que sucedió en el Ejército Nacional, en el que sólo fueron formados oficiales auxiliares de Estado Mayor en número de 417, entre los republicanos quienes obtuvieron el diploma se convirtieron en oficiales de pleno derecho en este servicio.

La carencia de oficiales de Marina, debido al corto número de los que sirvieron a la República, no estuvo en correspondencia con los que formó una Escuela Naval Popular creada por Prieto en diciembre de 1937, y ala que era obligatorio que asistieran quienes ocupaban destinos en los buques, especialmente en las direcciones de tiro, y los de la Reserva Naval. El curso duraba tres meses, terminando con el empleo de alférez de navío y, tras seis meses de prácticas embarcados, el de teniente de navío. Sólo salieron dos promociones con un total de 56 oficiales del Cuerpo General y, en Infantería de Marina, 59 tenientes en campaña de dicho cuerpo.

El caso de Aviación fue bien distinto del de Marina por cuanto las exigencias de pilotos fueron perentorias en vista de que los republicanos llegaron a disponer de unos 400 aviones operativos por más que cierto número de los tripulantes fueron rusos y, en menor cantidad, franceses. No existen datos concretos acerca de los pilotos formados, pero Ramón Salas Larrazábal estima que la cifra puede situarse entre 1500 y 2000. De ellos, unos 600 fueron instruidos en la URSS, cerca de 200 en Francia y el resto, en España.

Las brigadas mixtas y la defensa de Madrid

El 9 de octubre de 1936 fue creado el tipo de unidad que a lo largo de toda la guerra sería típica del Ejército Popular de la República y que recibió la denominación de brigada mixta. Se componía de cuatro batallones de infantería a cuatro compañías de fusiles y una de ametralladoras con algunos morteros, un escuadrón de caballería motorizada, cuatro baterías de 75 mm, una compañía de zapadores y diversas unidades de transmisiones, municionamiento, intendencia y sanidad. En total, cerca de 4000 hombres de los que alrededor de 150 eran jefes y oficiales.

En reorganizaciones sucesivas, los batallones de infantería pasaron de tener 633 hombres a 828. Contemplado al cabo de medio siglo, este tipo de brigada guarda una curiosa similitud con las actuales, por lo que, desde el punto de vista teórico, supuso una notable anticipación cuya paternidad todavía no es bien conocida. Al parecer se produjo una coincidencia de opiniones entre el recién ascendido a general Asensio Torrado, quien quería unidades propias de un ejército regular, el Estado Mayor Central, los comunistas y los asesores soviéticos, siendo probable que anduvieran por medio los conocimientos militares muy al día que tenía el teniente coronel Rojo.

También cabe pensar que estas brigadas habrían conseguido buenos éxitos si hubieran contado con los siguientes ingredientes: oficiales y suboficiales profesionales, armamento adecuado y una logística más sencilla dotada con los medios precisos. A falta de dichos ingredientes, los resultados obtenidos con ellas fueron ¡muy desiguales y dependieron de los hombres que las integraban y de las armas de que dispusieron en cada ocasión. Una de las constantes del Ejército Republicano, tantas veces puesta de manifiesto.

Según explica Francisco Ciutat en su libro («Relatos y reflexiones sobre la Guerra de España»), la potencia del fuego del batallón republicano era muy inferior a la del nacional, que le doblaba en armas automáticas y morteros. Unido esto a la escasez inicial de artillería y a la precipitación con que fueron creadas tantas brigadas, que en mayo de 1937 ya sumaban 153 rigurosamente numeradas con cifras árabes, sin contar la treintena que surgieron y desaparecieron en el Norte, se puede concluir que esta brigada futurista fracasó por las limitaciones mencionadas y resultó una solución de emergencia, mantenida hasta el final, para aglutinar el enjambre de batallones que iban apareciendo al movilizar nuevos reemplazos.

A finales de noviembre se organizaron divisiones a base de tres brigadas y así sucesivamente surgieron cuerpos de ejército, ejércitos y, finalmente, grupos de ejércitos. Si tenían en mente esta idea, ¿por que recargaron tanto la logística de las brigadas, lo cual constituiría luego un lastre y un despilfarro de los limitados medios con que contaban? Lo mismo puede decirse en cuanto a la artillería, que estuvo desperdigada durante meses al no haber columna que no quisiese y consiguiera algún cañón.

Los nacionales siempre fueron a la zaga en cuanto a formación de grandes unidades y durante un año y medio emplearon divisiones de hasta 20000 hombres con gran cantidad de batallones que tenían en común la calidad profesional de sus mandos. Por otra parte, manejaron mucho mejor la artillería consiguiendo masas de fuego muy superiores a las de los republicanos, aun con menos piezas.

Hecho tal vez determinante de lo que sucedió con las brigadas mixtas fue el prematuro empleo que de ellas hubo de hacerse, a causa de la batalla de Madrid. El plan de creación de las brigadas mixtas comprendía inicialmente 25 de estas unidades, de las que 6 españolas y 2 internacionales fueron organizadas en pocos días absorbiendo las seis primeras la mayoría de los batallones ya disponibles. Albacete sería el centro elegido para esta operación a cuyo frente estuvo el general Martínez Monje, con Casado como jefe de Estado Mayor. La primera brigada que quedó lista para la acción procedió, cómo no, del Quinto Regimiento, siendo confiada a Enrique Lister en tanto que las dos primeras internacionales, las XI y XII, quedarían al mando de Kleber y de Lukacs.

Excepción hecha de las primeras que se constituyeron -a cargo de militares comunistas como Arellano y Gallo y otros profesionales o jefes de milicias reputados- la formación de muchas otras revistió carácter anecdótico dándose el caso de nombrar a un jefe y darle uno o dos batallones para que consiguiese el resto y las armas donde pudiese encontrarlos.

Así estaba la situación cuando, el 6 de noviembre, el gobierno se trasladó a Valencia y dejó la capital a cargo de la Junta de Defensa de Madrid presidida por Miaja en la creencia de que el avance nacional no podría ser detenido, opinión generalizada en toda España así como entre los observadores extranjeros que seguían la marcha de la contienda. El respiro de casi un mes que había proporcionado a Madrid la decisión del general Franco de desviarse hacia Toledo para liberar el Alcázar, objetivo que alcanzó el 28 de setiembre, sirvió de poco pues la defensa de la capital se improvisó a partir de la noche del 6 de noviembre, cuando cayeron sobre ella los primeros proyectiles de cañón.

Como dejó escrito Rojo, aquella noche transcurrió «organizando un desorden y ordenando un caos». En efecto, este y no otro era el problema con el que se enfrentaba la Junta de Defensa de Madrid.
El teatro de operaciones del Centro, al mando del general Pozas, contaba sobre el papel con más de 80000 hombres encuadrados en 22 columnas, todas las cuales menos dos estaban mandadas por militares profesionales.

Pero, con independencia de que estas fuerzas tenían que cubrir también los accesos a Madrid por la Sierra, estaban incluidas en ellas las columnas que se retiraban por las carreteras de Extremadura y de Toledo con fuertes pérdidas y en ambiente de desbandada. Para la defensa de Madrid, el general Miaja debió disponer inicialmente de unos 15000 hombres a los que había esperanzas de que se sumasen muchos miles más procedentes del enorme caudal humano concentrado en Madrid.

Desde este punto de vista, el optimismo de los nacionales tenía cierto fundamento pese a que los efectivos con que atacaron Madrid no eran suficientes para esta tarea. Si bien no existen datos fehacientes al respecto, las siete columnas del general Varela que operaban entre las carreteras de La Coruña y de Toledo totalizaban entre 25000 y 30000 hombres animados, eso sí, con una moral de triunfo exultante.

Sin embargo, dicho planeamiento no fue correcto porque no previó la intervención en la batalla de las nuevas brigadas que ya estaban desplazándose desde Albacete y más refuerzos que llegarían de otros frentes, como los 3000 anarquistas catalanes de Durruti. Un fallo de información posiblemente que, como veremos más adelante, repetiría varias veces el bando nacional en esta guerra. Propiamente, la batalla de Madrid se libró en los aledaños de la capital que, a excepción de la zona de la Casa de Campo, incluían núcleos urbanos que favorecían las acciones defensivas.

Durante 17 días, del 6 al 23 de noviembre, tuvieron lugar feroces combates cuyo resultado final supuso una victoria para la República y un cambio en el curso de la guerra. Esta Victoria no se debió, como se ha dicho, a la resistencia numantina del pueblo de Madrid, sino a dos razones muy concretas: el ritmo de alimentación de la batalla y la acertada dirección ejercida por el general Miaja y su jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Rojo.

Idea global de cómo fue alimentada la batalla puede hallarse en la obra de Ramón Salas (cuadro n.° 25, primer tomo), que recoge los efectivos republicanos en días sucesivos. El día 8 sumaban 22370 hombres, 33.280 el 14, 38.245 el 17 y 51705 el 22. En cuanto a material, los 60 tanques soviéticos y el centenar de cañones puestos en juego superaron los medios nacionales cuyo dominio del aire, por otra parte, se vio alterado por la aparición en los cielos de Madrid de los «chatos» y los «moscas» rusos de un total de 120 a 140 aviones de esta procedencia.

Los nacionales no pudieron alimentar la batalla de forma sensible y en el aire, lo sucedido en Madrid motivó el envío a España de la Legión Cóndor alemana, que llegaría después de concluida la batalla. En síntesis, que la superior calidad de las tropas nacionales no pudo compensar el desequilibrio numérico que acabó por producirse en favor de los defensores. Y es bien sabido que, militarmente, quien ataca ha de disponer de superioridad global.

La segunda razón mencionada, el tándem Miaja-Rojo, también resultó decisiva por el hecho no frecuente de que dos personas, un general y su jefe de Estado Mayor, se complementen en el grado que ellos lo hicieron. Miaja era un hombre extrovertido, hábil y tranquilo que, pese a no contar con un historial militar muy relevante, se rodeó de un carisma realmente notable. Prototipo de oficial de Estado Mayor, Rojo tenía una inmensa capacidad de trabajo y una frialdad a toda prueba que se unían a una percepción táctica y estratégica que, según muchas opiniones, sería la más brillante de la guerra española, por más que al empezar tuviera escasa experiencia bélica.

Es cierto que este tándem, obra de Miaja que eligió a Rojo, resultó agraciado por la suerte cuando el 7 de noviembre llegó a sus manos un ejemplar, encontrado en el cadáver de un oficial nacional, de la orden de ataque dada por el general Varela y que permitió modificar oportunamente el dispositivo defensivo. Pero la conducción que hicieron de una batalla tan fluida durante las dos semanas que siguieron guarda escasa relación con aquel golpe de fortuna. Ambos jefes se ganaron el respeto de todos, incluidos los nacionales.

El centralizado Ejército Popular sale a campo abierto

El 23 de noviembre el general Franco decidió cejar en el ataque directo a Madrid y, tras un breve respiro, el día 29 empezó una acción por sorpresa de envolvimiento por el Noroeste atacando en dirección a Pozuelo de Alarcón para cortar la carretera de La Coruña. La dura resistencia encontrada se repitió ante un segundo intento a mitad de diciembre y culminó en un tercero, el 3 de enero, sin que la situación de la capital experimentase cambios importantes al concluir los ataques el 15 de enero. El 7 de enero había entrado en acción, junto a las 12 brigadas republicanas que luchaban allí, la brigada de carros del general Paulov integrada por tres batallones con un total de 108 carros siendo rusos sus 600 hombres. En estos dos meses y medio de lucha, a medida que eran creadas, se habían ido situando en el centro de España casi todas las brigadas mixtas, así como el material de guerra que llegaba.

Para el Ejército de la República, esta concentración fue de una gran y muy diversa utilidad durante algunos meses, pues además de foguear y curtir a los combatientes, hacerles entrar por la vía de la militarización e ir seleccionando a los jefes más capaces, permitió librar con ventaja los dos choques (Jarama y Guadalajara) que se producirían en el primer trimestre de 1937 y emprender luego su primera ofensiva en Brunete. Con ventaja, porque en todas estas batallas los republicanos maniobraron por líneas interiores de modo que en pocas horas pudieron situar unidades en el lugar donde eran necesarias.

Al terminar el año 1936 se constituyó, al mando de Miaja, el cuerpo de ejército de Madrid integrado por cinco divisiones (mandadas por Modesto y los profesionales Perea, Galán, Prada y Cuevas) más dos brigadas internacionales y otras cinco en fase de organización, además de once batallones especializados con un total de alrededor de 80.000 hombres.

Por otra parte, estaban las fuerzas de la Sierra (tres divisiones al mando de los tenientes coroneles Jurado, Moriones y Fernández Heredia), las del Tajo- Jarama con la división del teniente coronel Burillo y las de Guadalajara con tres brigadas dirigidas por el coronel Jiménez Orge.  Este conjunto formaba el ejército del Centro, a cargo de Pozas, que a primeros de 1937 contaba con 130000 hombres.

Los otros frentes permanecían un tanto olvidados por el gobierno y actuaban por propia iniciativa en acciones secundarias concordantes con los escasos efectivos bien encuadrados disponibles. Consecuencias graves de esta centralización serían la caída de Málaga el 8 de febrero y la pérdida del Norte en el verano. Los nacionales, por su parte, si bien volcaron el esfuerzo sobre Madrid, simultanearon esta costosa acción con otras secundarias en Guipúzcoa, donde las tropas del general Mola avanzaban por aquel difícil terreno, en Asturias para levantar el sitio de Oviedo y en Andalucía.

La tradición de las campañas de Marruecos había impuesto la guerra de columnas que estuvo justificada durante los cuatro primeros meses, en ambos bandos, por la inexistencia de frentes continuos y la debilidad de efectivos. Tras la lucha por Madrid, la táctica de columnas quedó relegada a escenarios de segundo orden y acabó por desaparecer. Ahora llegarían las batallas de desgaste a disputar entre un atacante que perseguía un objetivo y un defensor que no cedía terreno hasta quedar agotado.

En ocasiones, ambos bandos serían atacantes por pura coincidencia en tiempo y objetivo, como sucedió en el Jarama, y entonces el choque era aún más brutal. A escala más reducida, lo que Europa había contemplado en la primera Guerra Mundial y lo que vería, poco después, en la segunda.

Entre el 6 de febrero y el 18 de marzo de 1937, una serie de circunstancias concatenadas condujeron a unos choques de gran intensidad que serían los primeros en librarse en campo abierto.
Los nacionales persistían en aislar a Madrid y, fallido el intento del
Noroeste, iban ahora a intentarlo por el Sur para cortar las comunicaciones con Valencia y desde Sigüenza para llegar a Alcalá de Henares.

Los ríos Jarama y Henares recogerían mucha sangre en estas semanas en una maniobra que, de haberse efectuado de forma simultánea, tal vez hubiera dado la victoria al general Franco, cuya idea inicial, al parecer, era ésta. Pero la llegada de más de 20.000 italianos del Cuerpo de Tropas Voluntarias a Cádiz en réplica a los 35000 brigadistas internacionales, más cerca de 2000 rusos que se alineaban con los republicanos, el mal tiempo y las ansias de Queipo de Llano por actuar sobre Málaga, tomadas en cuenta por Franco que no deseaba arriesgarse en una batalla de altos vuelos sin haber probado a los italianos, proporcionaron a la República una baza que, esta vez, no desaprovechó.

Quedaría en tablas en el Jarama, a costa de retroceder 15 Km y perder 10000 hombres entre muertos y heridos, y conseguiría su primera victoria en Guadalajara maniobrando por líneas interiores y beneficiándose del error nacional de dar respiro al enemigo. Unos 20000 hombres del general Varela rompieron, el 6 de febrero, el frente entre Perales y Ciempozuelos, que era por donde los republicanos preparaban una ofensiva, en sentido contrario, para cortar la carretera de Toledo.

La embestida tuvo éxito y a los cinco días los nacionales poseían una amplia cabeza de puente sobre el Jarama y habrían alcanzado su objetivo de haber contado con reservas para lanzar por la brecha antes de que el enemigo acumulase tropas. Esta acumulación se había demorado no por razones de distancia, sino porque Miaja se negaba a ceder a Pozas ni siquiera uno de los 116 batallones que tenía para la defensa de Madrid.

Hizo esto, en primer lugar, porque era costumbre en él y, en segundo, porque esperaba un nuevo ataque sobre la capital en dirección Vallecas- Canillejas. La situación cambió el día 15 al hacerse cargo Miaja de la batalla del Jarama, a partir de cuyo momento volcó hasta 15 brigadas en la contienda. Entre el 17 y el 24 se luchó con un terrible encarnizamiento, especialmente en el espolón del Pingarrón, que cambió varias veces de ocupante, en una clásica batalla de desgaste sólo superada más adelante por la del Ebro.
En el aire, pudieron contemplarse combates aéreos entre un centenar de aviones, cifra que nunca se había alcanzado con anterioridad a la segunda Guerra Mundial.

Iniciada la batalla del Jarama, el 8 de febrero cayó Málaga en medio de una desbandada que resultó el colofón de la anárquica situación reinante allí desde los primeros momentos y que hizo imposible la militarización. Según Martínez Bande, en frase suya citada por otros historiadores de esta guerra, aquello se había convertido en «la república independiente de Málaga». En esta operación las unidades motorizadas italianas se limitaron a efectuar poco más que una marcha logística, una vez que las columnas de Queipo hubieron derrotado a los milicianos defensores.

La todavía potente flota republicana, fondeada en Cartagena, no hizo acto de presencia y se perdió todo el Sur hasta Motril, originándose un gran escándalo político que, tres meses después, acabaría con Largo Caballero. Para los mandos militares, Málaga supuso la caída en desgracia de tres de los seis generales que seguían defendiendo a la República. Asensio Torrado, Martínez Monje y Martínez Cabrera, este último jefe del Estado Mayor Central ubicado en Valencia, fueron responsabilizados de la derrota y procesados sin que su posterior rehabilitación sirviera a efectos de obtener otros mandos en campaña.

Exactamente un mes después de la pérdida de Málaga tuvo lugar el último intento para aislar Madrid una vez concentrados al sur de Sigüenza 35000 italianos que contaban con 90 carros, 170 piezas de artillería y abundantes medios motorizados. Con el apoyo de fuerzas nacionales por los flancos, el plan consistía en alcanzar rápidamente Guadalajara y de ahí dirigirse hacia Alcalá de Henares para enlazar con las fuerzas de Orgaz que, desde el Jarama, cerrarían el cerco sobre Madrid.

El ataque rompió la resistencia de la división del coronel Lacalle que cubría un amplio frente y durante dos días progresó, aunque no con la rapidez prevista, hasta que, el día 14, alcanzó la línea Trijueque-Brihuega en una penetración de 35 Km. Fuertes temporales de lluvia y de nieve dificultaron la maniobra italiana y el apoyo de la aviación, dando tiempo a que las fuerzas de élite republicanas (Líster, Campesino, Mera e internacionales) encuadradas en el IV CE de
Jurado acudieran para una contraofensiva que se desató el día 18, cuando ya se había comprobado que Orgaz no podía atacar hacia
Alcalá por estar sus tropas exhaustas como consecuencia de las pérdidas en el Jarama.


En estado similar debían encontrarse las fuerzas de élite citadas, pero cuentan las crónicas que la presencia del enemigo extranjero, arrogante y perfectamente equipado, galvanizó a los milicianos. La desbandada italiana, con un retroceso de 20 Km, ha sido muy exagerada, si se juzga a la luz de los datos existentes sobre prisioneros y material capturado, que no fueron cuantiosos. Está claro, sin embargo, que este ensayo de guerra rápida con penetraciones motorizadas resultó un fracaso. El barro y la mala actuación táctica cooperaron, mitad por mitad, al esfuerzo republicano.
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