Juan Benet Goitia, fue
Ingeniero de Caminos Canales y Puertos y compaginó el ejercicio de su profesión
con la de su vocación literaria. Obtuvo numeroso premios tras la publicación de
varios libros Volverás a Región, Herrumbrosas lanzas, son algunos de sus títulos.
En 1936, al principio de la contienda, su padre fue fusilado en la zona
republicana.
➤ La cultura en la Guerra Civil
La tragedia de 1936 afectó a todos los hombres, sectores y actividades
del país y nada quedó a resguardo de sus consecuencias. Desde una larga, y tal
vez discutible, perspectiva histórica se puede afirmar que la tragedia se venía
incubando desde siglo y medio atrás y que la explosión de furor, de deseo de lucha
y sed de venganza que sacudió la península aquel 18 de julio no fue sino el
fatal resultado de la incapacidad de la sociedad española para resolver los
problemas sociales y políticos de la Edad Contemporánea
hasta bien entrado el siglo XX. Desde esa misma perspectiva se puede afirmar
también que hasta los días de la
Ilustración , y pese a la larga y prolongada decadencia
durante los doscientos años de reinado borbónico, España había guardado una
cierta homogeneidad en cuanto Estado que a sí mismo se creía depositario de un
cierto legado y encargado de una misión universal puesta a prueba en el siglo
de la Reforma.
La amargura del pensador español de los siglos XVI y XVII -que
es frecuente, variada y en más de un
aspecto característica de su cultura- no está tanto provocada por «los males de
la patria» cuanto por las dificultades de aquella misión y hasta los días de la Ilustración nose
advierten con nitidez los síntomas de un divorcio ideológico entre el individuo
y el Estado, aun teniendo en cuenta los escasos resquicios que éste último
permitía a la expresión de la menor disidencia. Por supuesto que en ningún
momento de la historia moderna dejó de haber disidencias, pero no fueron nunca tan
extensas ni coherentes, no ya como para constituir una alternativa ideológica
al Estado borbónico, sino, ni siquiera para encararse aél de tú a tú.
Pero con la
Ilustración aquella decadente coherencia de la cultura
española se había de venir abajo. Desde Montesquieu, el pensador político
europeo, y con la vista puesta en la creación teórica de los fundamentos del
Estado moderno, considerará a la
Monarquía española como uno de los centros a los que dirigir
su crítica y no sólo como exponente de un Estado antiguo que será preciso modificar,
sino también como posible amenaza al nuevo que se levantará sobre las ruinas de
aquél. Sin duda, en la mente de aquel pensador -y a causa de la vastedad y
riqueza de las colonias- la «misión» española no estaba concluida y aún había
que contar con ella; y no será esa la razón menor por la que la crítica
política dirigida a Madrid tendrá un carácter mucho más virulento que la
dirigida a otros centros de la tradición -como Roma, Viena o Moscú-, que poco o
nada tienen que hacer en el concierto ultramarino.
La idea de decadencia aplicada a su propia tierra o a su
Estado tan sólo había entrado en la mente del español por la vía de algunas
composiciones líricas y supongo que su demostración histórica -hechos e ideas
aunados en el mismo fin- hubo de producirle un sobresalto intelectual tan sólo
comparable a la adopción de un nuevo credo. Pero lo cierto es que con la
ilustración se origina en España un nuevo pensador -el ilustrado-que, al
adoptar para sí muchas de las ideas publicadas en París, Londres o La
Haya acerca del Estado moderno, introduce en el seno de la
cultura española no sólo una corriente heterodoxa, sino una división que jugará un papel decisivo en
todos los movimientos venideros.
Sin exageración se puede afirmar que la cultura «oficial»
del Estado, nacida para defenderle del acoso ideológico que le amenaza, se
engendró también a causa del ilustrado, pues antes de que la semilla sembrada
por éste haya prendido en numerosos sectores atentos a todo lo que se dice en
Europa, no puede hablarse con propiedad de un aparato cultural fomentado desde
sus pasillos por el poder para, a sí mismo, concederse los privilegios de un sistema de pensamiento que
respalde su política. Muy lejos quedaban aquellos concilios donde se habían
debatido tales cuestiones y tan lejos también aquellos tratadistas del siglo de
Oro -Suárez, Granada, Quevedo- que habían sentado de una vez para siempre las
bases del Estado cristiano. Se concluirá que, solamente los estados jóvenes y
de nueva creación, al tiempo que necesitan de la fuerza para sustraerse,
precisan del pensador para justificarse,
y la Prusia de
Federico acudirá al pensamiento de Hegel de la misma manera que la Francia salida de la Convención adoptará la
paternidad de Rousseau.
El ilustrado que introduce en España las numerosas ideas y derivaciones
de «El contrato social» va a crear una corriente -algo más que una escuela- que
pervivirá durante más de dos siglos y que a lo largo de ese lapso ribeteará la
cultura española con una orla muy especial. A lo largo del siglo XIX ese
ilustrado pasará a ser progresista, liberal, en ocasiones republicano, enemigo
siempre del absolutismo, librepensador, fisiócrata, librecambista, socialista ,
etc. , y de su recio tronco saldrán las populosas ramas de todos los
movimientos políticos que bajo un signo u otro buscan una radical
transformación del viejo Estado en otro de nuevo corte.
Ese tronco en cierto modo está alimentado por un intelectual
de caracteres muy particulares y que no tiene mucho parecido con el europeo, a
pesar de la hermandad que le une a el. Su acervo cultural procede de más allá
de los Pirineos y nada de lo que se hace al sur de ellos le convence
plenamente. Su oposición al Estado -salvo en algún período excepcional- es una
constante y con mucha frecuencia no se conforma con ponerla por escrito, convencido
de la sordera de su adversario y arrastrado a la acción por la contundencia de
los hechos.
Su paraíso lo constituyen los estados europeos
constitucionales, en los que caben todas las diferencias de opinión y las ideas
progresistas se abren por sí mismas su camino para crear una sociedad día a día
más rica, más poderosa, más variada y más dueña de su propio futuro. La fortuna
-que tres siglos antes había sonreído a su tierra- le vuelve la cara a España,
pero el intelectual, en su obcecación, no atribuirá ese giro a la falta de
lluvias, a la dureza del suelo, a la escasez de recursos naturales, a la
ignorancia y rusticidad de sus gentes, sino, una vez más, a la incompetencia de
un poder que no quiere saber de otras formas de gobierno que aquellas que le
han mantenido en su sitial durante tan larga y penosa decadencia.
Y el contraste, cada día más acusado, entre los países
vecinos que conocerán sus momentos de más poder y riqueza entre 1789 y 1914, y la España que se hunde en una
miseria en la que nadie puede socorrerla, constituirá uno de los más serios
motivos del divorcio del ciudadano español ilustrado con un Estado que, bien se
puede decir, ha abandonado a su grey.
Semejante figura no se da en Europa porque allí la
disidencia, más variada y heterogénea que en España, como corresponde a una cultura
más rica, muy rara vez toma la forma de un divorcio, de una separación y de una
pugna permanente entre el hombre de su siglo y el Estado de siglos anteriores.
Y al no darse tal figura no se da tampoco la cultura emanada de él. Una cultura
sui generis que espoleada por el prurito de hermanarse a la europea, y matizada
por el orgullo de conservar los caracteres patrios para diferenciarse de los
productos advenedizos, se introduce en un laberinto para salir del cual
prorrumpe en los gritos de más elevado y dramático timbre.
Así, es impensable que el tema de su propia patria atormente
al europeo que, aunque se sienta a disgusto en ella, no se dejará arrastrar a
dar tales voces. Pero el tema de España -esto es, qué es esa tierra y las
gentes que la habitan, cuál es su pasado, su presente y su futuro, cuál es su
puesto en el mundo, cuál es su esencia y, por tanto, su conveniencia, todo un
conjunto de problemas contingentes y prescindibles- atormentará de la misma manera
a la generación de Costa y los regeneracionistas, a la generación del 98, a la generación de
Ortega, a la generación del 27 y la República , a la generación de Laín y Marías y los
fundadores ideológicos del nuevo Estado y hasta a algún representante de las
últimas generaciones, tal vez decidido a subir a esa vieja carreta en busca de
un pensamiento que no logra encontrar en otra parte; en fin, un problema
anselmiano que ha atormentado a todas las generaciones de intelectuales
españoles, desde que existe el paso de las generaciones.
Incomparablemente peor pertrechados y armados que en otros terrenos, el Estado tradicional y sus
partidarios no podían por menos de
replicar a las constantes censuras con que el intelectual español a lo largo de un siglo afeaba su
manera de proceder y amenazaba su
crédito en el seno de la opinión pública. Pero tenía poco que replicar porque reducido a sus
arsenales, a su munición y a sus armas
del siglo XVII o del XVIII como mucho, a cualquier opinión moderna sólo podía oponer la doctrina
de la Santa Madre Iglesia establecida en aquellas o anteriores
fechas.
Si dialécticamente la
controversia era poco menos que imposible -y
abocada a la esterilidad- en el terreno de los hechos (la demagogia de los hechos, tan temida por el intelectual)
sería igualmente desigual porque estando
en manos del Estado los medios de educación
y enseñanza, la formación superior del funcionario y poco menos que el trabajo de las profesiones
liberales, el área de las opiniones
progresistas quedaría reducida a la vida de unas cuantas élites, tan animadas por su
inferioridad numérica como por su
superioridad intelectual.
De esta suerte, y por no existir un terreno neutral en el
que dilucidar sus diferencias, a lo
largo de todo el siglo XIX el pensamiento
español se verá dividido en dos ramas antagónicas; cada una de ellas tendrá su crecimiento
propio, sin requerir nada de la otra, lo
que no hará sino incrementar la oposición y ahondar el abismo que las separará a lo largo del
primer tercio del siglo xx. Tal vez el
mayor logro de la rama progresista lo constituye la creación, por Sanz del Río, Giner, Azcárate y
Salmerón, de la Institución Libre de Enseñanza, que con sus filiales -la
Junta de la Ampliación de Estudios,
el Instituto de Estudios Históricos y el
Instituto-Escuela- constituye tanto el primer centro de enseñanza laica en España como el origen de
toda una corriente -más que de
pensamiento, de un cierto modo de ser, de un talante intelectual- y de una nueva generación de
ilustrados que sólo concluirá en la
guerra civil con la muerte o el exilio.
Sin duda que ambas corrientes tomarán partido en los
numerosos avatares políticos del siglo
XX. Y si una rama es partidaria decidida
del mantenimiento de las formas tradicionales del Estado y del ejercicio del poder a través de sus tres
brazos históricos -el propio Estado, la Iglesia y los Institutos
armados-, la otra no será menos activa
en su apoyo a toda tendencia evolutiva. No es así extraño que durante la dictadura del general Primo de
Rivera tres hombres que gozan de gran
prestigio entre la opinión -Ortega y Gasset, el doctor Marañón y Pérez de
Ayala- incoen la creación de una Asociación
al Servicio de la República
cuya proclamación el 14 de abril de 1931
una gran parte de la intelectualidad española
saludará como cosa propia, el primer -y en cierto modo inesperado- triunfo de la larga campaña que
el ilustrado había iniciado ciento
cincuenta años atrás.
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