De repente España se puso a bullir y, en medio de las dificultades provocadas por un
régimen político en equilibrio inestable
y de una sociedad atrozmente desajustada, la
juventud de entreguerras se lanzó a la busca de un nuevo país, de una nueva poesía, de una nueva música, de una
nueva pintura, en fin, de una nueva
manera de ser.
Y de la noche a la mañana, y esta vez sin exageración, el
sueño se vino abajo y el español,
cualquiera que fuera su quehacer, tuvo que
suspender su labor y retuvo el aliento hasta saber en qué habían de parar aquellas alarmantes noticias
procedentes del ejército de Africa. En
principio el levantamiento debía triunfar en
unos pocos días y proceder a la restauración de la Monarquía tras un breve período provisional gobernado por
una Junta presidida por el general
Sanjurjo. Pero el levantamiento no triunfó sino en una parte del país, el general Sanjurjo murió
en accidente de aviación, la
restauración no se produjo y el conflicto derivó en una larga guerra civil que la República trató de
conducir -con frecuencia
infructuosamente- dentro del marco de su propia
legalidad en tanto los generales, militares y civiles rebeldes abordaron como un conjunto de operaciones
bélicas y policíacas y sin siquiera
sentir la necesidad de formar gobierno hasta bien entrado el año 1937.
El intelectual que había animado la cultura española durante
la última década se alineó, con casi
absoluta unanimidad, del lado de la República y las pocas
deserciones -por parte de gente de cierta
edad y completamente descorazonada a la vista del sesgo de los acontecimientos, como Ortega, Pio Baroja, el
doctor Marañón- lo hicieron en la
dirección de la neutralidad, el exilio o el silencio. Tan sólo una figura eminente, Miguel de
Unamuno, saludó en un principio la
revolución y lo pagó caro, aplastado por los militones antes de que acabara el año 1936.
Las dos culturas que durante la larga etapa previa habían coexistido sin convivir, manteniendo en todo
momento levantadas sus espadas y
observándose sin despejar su enemistad, a partir de julio de 1936 tomaban las armas para a ser
posible acabar la una con la otra. Ambas
se militarizaron; ambas abandonaron su labor
primordial para poner su saber y su talento al servicio de una lucha prioritaria; ambas tenían sus credos
que, para la ocasión, extremaron y
fortalecieron; y ambas también sus puntos débiles, que se vieron obligadas a ocultar.
La intención de los rebeldes no era otra que acabar con el
gobierno del Frente Popular, una
coalición de izquierdas que había triunfado
en las pasadas elecciones celebradas en el mes de febrero de 1936. Los elementos civiles de la conjura
pensaban con unanimidad en una
restauración de la Monarquía ,
pero no así todos lo militares, algunos
de los cuales se habían significado por su
inclinación hacia la
República , en muchos casos a causa de una antipatía personal hacia la figura del Rey.
Así pues, tras unas primeras
vacilaciones, la ideología de los rebeldes se refugió en el amplio estandarte de «la defensa de la
civilización cristiana» bajo el cual
cabía todo aquello que se opusiera decididamente al Frente Popular, incluso aquella coalición de
derechas -la CEDA-
que con resolución había optado por
librar la batalla política dentro del sistema parlamentario.
No mucho más podían hacer los rebeldes y a poco que estrecharan sus condiciones de
admisión podían ver cómo escapaban de su
red amplios sectores de la opinión que ni
ansiaban la vuelta de la
Corona ni podían ver con buenos ojos la sustitución del sistema representativo por
otro autoritario, siempre preconizado
por los cabecillas militares en obediencia a una tradición que se remontaba al siglo pasado.
Ideológicamente se alineó en el campo
rebelde -que pronto había de tomar la denominación
de Movimiento Nacional- todo aquel que se
opusiera a la corriente ilustrada y cuyo más significado principio de diferenciación era la obediencia ciega a la
doctrina de la Santa Madre Iglesia. Hubo, por
consiguiente, numerosos militares que se
vieron obligados a echar por la borda su pasado agnóstico para asistir con puntualidad a los oficios
religiosos y numerosos obispos y
jerarquías eclesiásticas que se habían de retratar ante la puerta principal del templo con el brazo en alto,
saludo oficial adoptado por el nuevo régimen
en imitación a la manera italiana.
A ese amplio y
heterogéneo sector -conocido por el progresista desde siempre como la «reacción»-, cuya manera de
pensar y sistema de valores no se habían
modificado ni enriquecido con nuevos aportes
desde los tiempos de Fernando VII, se vendría a añadir un minúsculo grupo político de nuevo cuño: la Falange Española , fundada por José Antonio Primo de Rivera, y
que acogería en su seno a los otros
movimientos de inspiración totalitaria fundados
por el doctor Albiñana, Ledesma Ramos u Onésimo Redondo. Falange Española, que en principio carecía de
peso demográfico, representaría un
enorme potencial para el campo rebelde, tanto
como tarjeta de crédito ante las potencias europeas, Alemania e Italia, que por afinidad política podían
venir en apoyo del campo sublevado,
cuanto como banderín de enganche de un numeroso
censo, sin ideas demasiado claras, que no comulgando con los principios de la «reacción» se sentía en
abierta oposición a la mentalidad
liberal y progresista y decidido a pasar a la acción para detener la carrera del Frente Popular.
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