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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

▶ La cultura y la segunda república

➤ La Segunda República española nació, mucho más  que la Primera, bajo el signo de la politización y a pesar de que  durante un considerable período de su corta vida el país fue  gobernado por la burguesía, fue por todos considerada como el  Estado de la izquierda, en la misma medida que la depuesta  Monarquía lo era de la derecha conservadora. La República desde  su primer día se presentó al pueblo español enmarcada en la orla  de la intelectualidad progresista y en ningún momento sus  hombres renunciarían al espíritu de la ilustración que en buena  medida inspiró su esfuerzo legislativo. Así pues, no es de extrañar  que aquellas reformas introducidas por los republicanos -y de  las que se venía oyendo hablar desde el Siglo de las Luces-, tales  como la educación laica, la secularización de los cementerios,  la famosa Reforma Agraria, levantasen tal alboroto en las filas  de la reacción hasta movilizarlas hacia la conspiración, con la  vista puesta en la restauración del antiguo régimen. 

La Segunda República, pese a la crisis económica, constituyó un  período de intensa animación cultural. Por primera vez la escena  fue ocupada por pensadores, escritores, artistas y creadores que no  procedían de los estamentos del poder y no comulgaban con los  tradicionales valores patrios inherentes al sistema de la derecha.  Por primera vez ésta se sentía relegada y se veía obligada a pasar  a la defensiva y buscar su cobijo bajo el palio protector de la  Iglesia. Casi de la noche a la mañana España se vio invadida por  los movimientos modernistas de postguerra que cundían en  Europa, por el pensamiento de última hora -incluso reaccionario,  sobre todo procedente de Francia-, por la todavía reciente  fascinación que ejercía en los círculos intelectuales el bolchevismo  y, cómo no, también por el fascismo que Italia intentaba exportar  con más alharacas y desparpajo que la todavía desconocida  Alemania de Hitler.

De repente España se puso a bullir y, en  medio de las dificultades provocadas por un régimen político en  equilibrio inestable y de una sociedad atrozmente desajustada, la  juventud de entreguerras se lanzó a la busca de un nuevo país, de  una nueva poesía, de una nueva música, de una nueva pintura,  en fin, de una nueva manera de ser.

Y de la noche a la mañana, y esta vez sin exageración, el sueño se  vino abajo y el español, cualquiera que fuera su quehacer, tuvo  que suspender su labor y retuvo el aliento hasta saber en qué  habían de parar aquellas alarmantes noticias procedentes del  ejército de Africa. En principio el levantamiento debía triunfar en  unos pocos días y proceder a la restauración de la Monarquía tras  un breve período provisional gobernado por una Junta presidida  por el general Sanjurjo. Pero el levantamiento no triunfó sino en  una parte del país, el general Sanjurjo murió en accidente de  aviación, la restauración no se produjo y el conflicto derivó en una  larga guerra civil que la República trató de conducir -con  frecuencia infructuosamente- dentro del marco de su propia  legalidad en tanto los generales, militares y civiles rebeldes  abordaron como un conjunto de operaciones bélicas y policíacas y  sin siquiera sentir la necesidad de formar gobierno hasta bien  entrado el año 1937.

El intelectual que había animado la cultura española durante la  última década se alineó, con casi absoluta unanimidad, del lado de  la República y las pocas deserciones -por parte de gente de cierta  edad y completamente descorazonada a la vista del sesgo de los  acontecimientos, como Ortega, Pio Baroja, el doctor Marañón- lo  hicieron en la dirección de la neutralidad, el exilio o el silencio.  Tan sólo una figura eminente, Miguel de Unamuno, saludó en un  principio la revolución y lo pagó caro, aplastado por los militones  antes de que acabara el año 1936.

Las dos culturas que durante la larga etapa previa habían  coexistido sin convivir, manteniendo en todo momento levantadas  sus espadas y observándose sin despejar su enemistad, a partir  de julio de 1936 tomaban las armas para a ser posible acabar la  una con la otra. Ambas se militarizaron; ambas abandonaron su  labor primordial para poner su saber y su talento al servicio de una  lucha prioritaria; ambas tenían sus credos que, para la ocasión,  extremaron y fortalecieron; y ambas también sus puntos débiles,  que se vieron obligadas a ocultar. 

La intención de los rebeldes no era otra que acabar con el gobierno  del Frente Popular, una coalición de izquierdas que había  triunfado en las pasadas elecciones celebradas en el mes de febrero  de 1936. Los elementos civiles de la conjura pensaban con  unanimidad en una restauración de la Monarquía, pero no así  todos lo militares, algunos de los cuales se habían significado por  su inclinación hacia la República, en muchos casos a causa de una  antipatía personal hacia la figura del Rey. Así pues, tras unas  primeras vacilaciones, la ideología de los rebeldes se refugió en el  amplio estandarte de «la defensa de la civilización cristiana» bajo  el cual cabía todo aquello que se opusiera decididamente al Frente  Popular, incluso aquella coalición de derechas -la CEDA- que con  resolución había optado por librar la batalla política dentro del sistema parlamentario.   

No mucho más podían hacer los rebeldes y  a poco que estrecharan sus condiciones de admisión podían ver  cómo escapaban de su red amplios sectores de la opinión que ni  ansiaban la vuelta de la Corona ni podían ver con buenos ojos la  sustitución del sistema representativo por otro autoritario, siempre  preconizado por los cabecillas militares en obediencia a una  tradición que se remontaba al siglo pasado. Ideológicamente se  alineó en el campo rebelde -que pronto había de tomar la  denominación de Movimiento Nacional- todo aquel que se  opusiera a la corriente ilustrada y cuyo más significado principio de  diferenciación era la obediencia ciega a la doctrina de la Santa  Madre Iglesia. Hubo, por consiguiente, numerosos militares que  se vieron obligados a echar por la borda su pasado agnóstico para  asistir con puntualidad a los oficios religiosos y numerosos obispos  y jerarquías eclesiásticas que se habían de retratar ante la puerta  principal del templo con el brazo en alto, saludo oficial adoptado  por el nuevo régimen en imitación a la manera italiana.

A ese  amplio y heterogéneo sector -conocido por el progresista desde  siempre como la «reacción»-, cuya manera de pensar y sistema de  valores no se habían modificado ni enriquecido con nuevos aportes  desde los tiempos de Fernando VII, se vendría a añadir un  minúsculo grupo político de nuevo cuño: la Falange Española,  fundada por José Antonio Primo de Rivera, y que acogería en su  seno a los otros movimientos de inspiración totalitaria fundados  por el doctor Albiñana, Ledesma Ramos u Onésimo Redondo.  Falange Española, que en principio carecía de peso demográfico,  representaría un enorme potencial para el campo rebelde, tanto  como tarjeta de crédito ante las potencias europeas, Alemania e  Italia, que por afinidad política podían venir en apoyo del campo  sublevado, cuanto como banderín de enganche de un numeroso  censo, sin ideas demasiado claras, que no comulgando con los  principios de la «reacción» se sentía en abierta oposición a la  mentalidad liberal y progresista y decidido a pasar a la acción para  detener la carrera del Frente Popular.

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