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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La guerra civil en el cine

La guerra de España fue la más cinematográfica de todas las guerras, según cierta definición de Luis García Berlanga. Sin embargo, no existe sobre ella suficiente número de películas para demostrar que la realidad coincide con dicho aserto. El propio Berlanga tuvo que esperar más de treinta años para poder filmar La Vaquilla, la primera película en la que de forma directa ha tratado el decorado de la guerra.

Contra cuanto fácilmente se dice, el cine español ha sido el que con menos frecuencia ha filmado ese pasaje tan importante de su historia. Comparando por ejemplo el número de films británicos, franceses o norteamericanos que se filmaron sobre sus guerras coloniales, la Segunda Guerra Mundial y la resistencia, o la Guerra de Corea, puede afirmarse que el cine español se ha visto obligado a olvidar, de forma extraordinaria, una parte sustancial de su realidad. Mientras el fantasma de la guerra civil ha permanecido vivo en el recuerdo de los españoles, sus películas lo han reflejado sólo esporádicamente y casi desde la única óptica de los vencedores.

Al finalizar la contienda, sí, se rodaron algunas crónicas directas o indirectas sobre el conflicto  - Raza, con guión del propio Franco; Frente de Madrid, en Italia, dirigida por Edgar Neville; Porque te vi llorar, melodrama de Juan de Orduña; Rojo y negro, que fue retirada por la censura poco después de su estreno; Boda en el infierno, que matrimoniaba a una soviética exiliada con un noble marino español durante el asedio de Madrid; El Santuario no se rinde; Escuadrilla ... - , aunque en todas las demás películas españolas de aquellos años latiera con fuerza el espíritu reivindicativo de los «nacionales»: letanías, monsergas y consignas, espejos de vidas ejemplares, demostración palpable de la inquinidad de los vencidos. . ., fueron elementos que se filtraban en el «cine histórico» trastocando épocas y ocultando datos.

El escaso cine con olor a izquierda que logró existir durante los primeros cuarenta se alejaba del tema de la guerra bajo la aplastante prohibición de cualquier disidencia. Cuando más tarde recuperó su libertad, la guerra era algo a olvidar gracias a los pactos políticos de la democracia: Las largas vacaciones del 36, Companys, La guerra de papá, Retrato de família, Caudillo, El corazón del bosque, La vaquilla o Las bicicletas son para el verano entre otras, ilustraron con debilidad numérica lo que aún sigue siendo pasaje esencial de nuestro presente. Una oportunidad histórica quizá ya irrecuperable.

Como es igualmente irrecuperable la mayor parte de los documentales filmados durante la guerra. Los bombardeos, necesidad de conservar ese material en cinematecas extranjeras, el dolor del exilio o la impericia de algunos filmadores, fueron dispersando la conservación de unas imágenes que hoy se nos hacen imprescindibles. Algunas de ellas han sido recuperadas por la paciencia de las filmotecas o el talento de algunos cineastas  - Patino en Canciones para después de una guerra o Caudillo; Camino en La vieja memoria, entre otros- pero precisamente por la capacidad evocadora de su testimonio parece más imprescindible la contemplación de todas esas otras imágenes que filmadores de varios países captaron con frecuente peligro de sus vidas. Sin embargo, están prácticamente perdidas para siempre.

Fue la llamada zona roja la más prolífica en filmaciones. De hecho, durante los tres años de contienda, el cine conservó su espíritu combativo en el bando republicano con mayor energía que el que se mostrara en el territorio de los insurrectos. Puede explicarlo el que los estudios profesionales se encontraban fundamentalmente en Madrid y Barcelona en julio de 1936 y, con ello, bajo directo control del gobierno republicano. Pero no menos cierto parece el que desde el campo cultural de la izquierda el cine había sido, desde mucho antes, un espectáculo a considerar, con posibilidades de comunicación harto importantes y con un lenguaje propio. Prueba de esto último: el acercamiento más temprano de los intelectuales de la izquierda que los de sus antagonistas, que aún consideraban el teatro como un arte noble frente a la zafiedad de la pantalla luminosa.

Pero también lo prueba la alegría popular que se respiraba en el cine de los años de la República frente a la seriedad de cartón piedra impuesta por los dramones históricos de posguerra. En los años treinta, el cine español, aunque de calidad técnica mediocre y con torpe sentido de las imágenes, respiraba un afán alegre de vivir, que aún hoy resulta contagioso, al menos en sus películas más sobresalientes. Incluso los grandes éxitos de cineastas de la derecha  - La verbena de la Paloma, de Benito Perojo y Morena Clara, de Florián Rey, autores que se refugiaron en Berlín durante los últimos años de la guerra- difieren de sus siguientes obras en el espíritu burlón, inteligente, de sus planteamientos y en la frescura con que observaban las relaciones humanas, muy especialmente las amorosas. Cuando la censura, más tarde, entró arrasando en la organización del cine español, estos autores quedaron encorsetados en el terreno del miedo y las normas.

El cine, para el franquismo, no fue más que una fuente de propaganda y control, y no entendió, como poco podía entender en tal terreno, que la historia devolvería a sus imágenes el triste sentido de la mezquina supervivencia que inspiró a su mayoría. Ni Perojo ni Rey encontraron de nuevo aquel ambiente creativo en el que hicieron sus notables films comerciales anteriores a la guerra. Tampoco la gran estrella de Morena Clara, la popularísima Imperio Argentina, consiguió inspirar más tarde el vital sentido de independencia que rodeaba a su personaje, gitana desclasada que ponía en entredicho el racismo de la burguesía entre chistes y coplas. Imperio Argentina, que a las órdenes de Florian Rey rodó en Alemania películas más sofisticadas y tristes  - La canción de Aíxa y Carmen la de Triana- fue apagándose lentamente en los sueños de sus admiradores porque no les devolvió aquella alegría truncada por la guerra.

Ni Benito Perojo, que logró convertirse, no obstante, en un afamado y potente productor, reencontró en sus películas el incipiente neorrealismo de La verbena de la Paloma, entendido como un gesto admirativo a la salud de muchas costumbres populares. Ni la ternura, ni el ritmo de sus imágenes tuvieron ya equivalente en los trabajos que hizo luego.

Sorprendió la guerra a Benito Perojo filmando una adaptación de la obra de Alejandro Casona, Nuestra Natacha, que narraba, a través de las vicisitudes de un grupo de estudiantes, distintas facetas de la desigualdad social de la España del momento. Pero, según cuenta el conservador Carlos Fernández Cuenca en su exhaustivo estudio de aquel cine, «la realidad de los hechos demostró a Perojo y a Núñez (el coproductor), la inoportunidad de su obra y, leales con el destino de España y con sus propias conciencias, consiguieron que la cinta no se estrenara, prefiriendo sacrificar el dinero en ella invertido: el negativo fue entregado por Cifesa, al acabar la guerra, al Departamento Nacional de Cinematografía y destruido después en el incendio de los Laboratorios Riera. Ningún crítico o historiador pudo verla y, por lo tanto, carecemos de juicios concretos acerca de esta cinta desaparecida».

Perojo, pues, se fue a Berlín con las debidas bendiciones, a continuar su periplo laboral, seguido por Florián Rey e Imperio Argentina a pesar de que éstos, durante los primeros años de  la guerra, veían triunfar aún en los cines de la Gran Vía a su Morena Clara. Sólo algo después, cuando la pareja se exilió, el gobierno republicano fue retirando su film de los locales públicos. Gracias a ello, después de la Victoria, Morena Clara regresó con el mismo éxito del primer día, considerada, además, como un trofeo rescatado a la insidia roja.
Por concretar esta breve dispersión: fue más sensible al cine el mundo de la izquierda hasta el punto de impregnar de tal disposición a los cineastas que se perfilarían luego como paladines de la derecha.

La industria cinematográfica había quedado en zona republicana en los primeros momentos de la guerra. No era una industria muy poderosa (en 1935 se habían filmado 37 largometrajes y en 1936 se habían rodado ya ocho al estallar la guerra: otros 16 quedaron provisionalmente interrumpidos) aunque contaba con el indiscutible apoyo de la escasez de films extranjeros doblados y por lo tanto con el interés popular a su favor.

Las cámaras y los laboratorios fueron rápidamente puestos al servicio de la República, mientras se incautaban, además, los locales de exhibición. El resultado fue una eclosión de films que se vio incluso enriquecida por el trabajo de cineastas de las Brigadas Internacionales (en la zona enemiga en cambio, no se recuerda actividad cinematográfica alguna realizada por la Legión Cóndor, la guardia mora o los visitantes nazis).

En Barcelona se creó un Comissariat de Propaganda que volcó su entusiasmo en el cine realizando un noticiario semanal, actividad igualmente desarrollada por el Partido Comunista con su productora «Film Popular», por la CNT con su «España gráfica», por Socorro Rojo con su serie de films de tres minutos y hasta por la muy conservadora marca Cifesa en Valencia. Todos se plantearon la necesidad de presentar al público un noticiario nuevo cada semana con lo que es evidente que en sus imágenes debe conservarse lo más explícito de la memoria de los combates, de los discursos o de la vida cotidiana en las ciudades o campamentos que sobrevivían bajo las bombas.

A estos informativos sucedió también la filmación de largometrajes (Aurora de esperanza, Barrios bajos o No quiero, no quiero, por ejemplo, por parte de la CNT) en los que sólo de forma indirecta se recogen testimonios del momento. En el mundo del documental es donde se palpó con seriedad el suceder de la guerra. Con la inclusión constante de consignas, sus imágenes o, al menos, las que han sido recuperadas, muestran con mayor vigor que cualquier otro acercamiento histórico, el vivir de un pueblo acosado que defendía su legalidad con las armas.

Es obvio que ese testimonio gráfico se complemente con el realizado en la zona nacional aunque, en número, como ya se ha dicho, fuera siempre menor. El cine Requeté sobre las Brigadas Navarras financiado por la Comunión Tradicionalista, los cortometrajes de «Films Patria»  - Toledo la Heroica, El cerco de Madrid, Alma y nervio de España, La guerra por la paz, donde por vez primera fue filmado Franco..., los films de la Cifesa de la segunda etapa de la guerra (Bilbao para España, Santander para España, Asturias para España). Un romancero marroquí que se montó en Alemania, un Entierro del general Mola, una Sevilla rescatada, una Gran victoria de Teruel, un Desfile de la Victoria en Valencia- son, entre otros, los testimonios recogidos por los camarógrafos que años después prolongarían su espíritu en los melodramas históricos o folklóricos que coparon las pantallas españolas de posguerra.

Una mezcla de ambos testimonios es el emocionado trabajo de Basilio Martín Patino en Caudillo, donde urgó entre las imágenes rescatadas a tantos desastres para plasmar con todas las esquinas el dolor de una'guerra inacabable. Fue una hábil utilización de testimonios ajenos para crear una obra personal.

Años atrás, en 1937, Luis Buñuel había utilizado el mismo sistema en su España leal en armas montando en Francia el material enviado desde Madrid, incluido el incautado a los camarógrafos fascistas. Reinterpretando las imágenes, dándoles el exclusivo valor de su expresividad, logró Buñuel un testimonio único, personal, iniciando lo que para otros cineastas posteriores se transformaría en sistema de trabajo. Abundaron las películas de montaje a partir de los años sesenta (Mourír a Madrid, del francés Francois Reinchenbach, fue seguramente la más conocida) cuando una nueva generación se acercó a la guerra española con la nostalgia de un tiempo de derrota. La guerra de España ha mantenido su espíritu romántico, su símbolo de guerra entre las guerras hasta quizás, el estallido de la revolución Vietnamita, su sucesora en el sentimiento colectivo de la izquierda del mundo entero.

Del Vía Crucis del Señor en las tierras de España, de José Luis Sáenz de Heredia al 18 de Julio que Arturo Ruiz Castillo y Gonzalo Menéndez Pidal filmaron para Izquierda Republicana; de Vivan los hombres libres, de Edgar Neville al Reportaje del movimiento revolucionario de Mateo Santos, el cine español se esforzó durante la contienda en servir de guía perenne de la actualidad. Queriendo, por un lado, incidir en ella y, por otro, reflejarla hasta en sus menores detalles, el cine documental español de los tres años de contienda es, a pesar del lógico maniqueísmo que inspira sus textos, el único que en la historia de este país se ha acercado con vehemencia a su contorno. Basta  el contraste de sus imágenes con las que más tarde propagó el NO-DO, único testimonio cinematográfico de la posguerra, para entender lo que se perdió para la información del ciudadano.

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