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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La Iglesia durante la Guerra Civil

Juan Mª Laboa: Nacido en 1939 en Pasajes de San Juan, Guipuzcoa es Doctor en Historia de la Iglesia y licenciado en Teología y Filosofía, Profesor ordinario Catedrático de la universidad Pontificia de Comillas, , Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense. Fundó y dirige la revista “XX Siglos de Historia de la Iglesia”. Ha publicado innumerables libros sobre la Iglesia y su Historia.

Situación de la Iglesia durante la Guerra Civil

En la soledad del exilio, acabada la guerra, escribía Azaña: «Cada vez que repaso los anales del Parlamento constituyente y quiero discernir dónde se jugó el porvenir de la política republicana y dónde se atravesó la cuestión capital que ha servido para torcer el rumbo de la política, mi pensamiento y mi memoria van inexorablemente a la Ley de las Congregaciones Religiosas, al artículo 26 de la Constitución, a la política laica, a la neutralidad de la escuela...»

Evidentemente, hubo otras causas tan importantes 0 más, pero, no cabe duda de que la actuación de los gobernantes republicanos con la Iglesia, concebida ésta no sólo como clero sino, también, como conjunto de católicos, fue determinante en el progresivo despegue de éstos de una institución -la República- a la que en principio nada les unía pero a la cual, en principio, no tenían por qué aborrecer ni maldecir.

La Iglesia se sintió injustamente maltratada y marginada. Con una desenvoltura que se reveló suicida se legisló y actuó arrasando tradiciones y costumbres seculares, manifestando una ausencia de sensibilidad llamativa -«todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano», es la respuesta de Azaña cuando se le comunica el incendio de aquéllos, y se niega a recurrir a la Guardia
Civil para dispersar a los incendiarios- discriminando a un grupo de ciudadanos por el hecho de ser clérigos, y justificando tal actuación en las exigencias de la «salud pública».

Injustamente tratada, sobre todo, si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría de los obispos, aconsejados por el Vaticano, aceptó inmediatamente el nuevo régimen y aconsejó a sus fieles el acatamiento inmediato. El estudio de las numerosas pastorales escritas en los primeros meses de la República nos ofrece la imagen de una Iglesia que por principio -la accidentalidad de las formas-, por miedo, por presiones jerárquicas y por conveniencia, recibe a la República con los brazos abiertos. Probablemente no hubo entusiasmo, pero evidentemente este sentimiento no era exigible ni predecible.

Sin embargo, no hubo diálogo. Con un anticlericalismo más propio del siglo XIX, ya olvidado en Europa, con un talante despectivo, con un sentimiento de superioridad que nos recuerda el peligro del intelectual metido en política, se actuó y decidió en temas religiosos y eclesiásticos no sólo sin contar con el parecer de los directamente interesados sino también sin escuchar su opinión.

En realidad, ni en la sociedad civil ni en la eclesiástica se tomaba seriamente en consideración el pluralismo, la aceptación y la convivencia con otros talantes, formas de pensamiento y actitudes.
Desde la Iglesia se pensaba tradicionalmente que sólo la verdad tenía derechos, por lo que había que amordazar o suprimir cualquier otra veleidad, y desde el lado contrario se tenía el convencimiento de que el país podía progresar sólo si se marginaba y maniataba a la Iglesia.

No era posible un diálogo sincero porque ninguno de los posibles interlocutores daba ocasión al contrario. Sin embargo, creo que es acertado afirmar que, durante los primeros meses de la República y, probablemente, durante los primeros años, la Iglesia estaba más dispuesta a llegar a un acuerdo, a aceptar una realidad que redimensionaba su presencia y su importancia.

Se perdió una oportunidad histórica, una ocasión única de conseguir un nuevo modus vivendi y de modernizar una sociedad ciertamente anacrónica sin provocar rupturas innecesarias y sin alejar de la República a masas de católicos que, en principio, no tenían por qué sentirse excluidas.

Iglesia y elecciones de febrero de 1936

La campaña electoral de febrero manifestó un talante radical y exasperado. El enfrentamiento entre dos bloques antagónicos se expresaba de manera tajante en el tema religioso. Para el Frente
Popular el enemigo era el «fascismo vaticanista inquisitorial», y la derecha se identificó espontáneamente con la Iglesia y los valores religiosos.

El Frente Popular significaba una política anticlerical y, en cierto sentido, antirreligiosa. Por este motivo, la jerarquía insistió en el grave deber de votar, conscientes de que no era necesario decir más, ya que resultaba impensable votar a los otros. La Junta Diocesana de Acción Católica indicó que «la abstención, en las circunstancias presentes, sería una deserción y una traición a la Patria y una desobediencia manifiesta a las normas que para el momento actual han trazado la Santa Sede y el Episcopado español».

La Hoja Episcopal de Gerona afirmaba que el no votar en las elecciones es pecado, y el periódico de Almería iba más lejos al insistir en la necesidad de votar en el sentido indicado: «...y el que peca va al infierno, aunque no lo crea. Vota como a Dios le agrada».

Las elecciones fueron presentadas como el duelo entre el bien y el mal, entre el orden y el desorden: «Luchan, de un lado, los defensores de la religión, de la propiedad y de la familia; del otro, los representantes y voceros de la impiedad, del marxismo y del amor libre. Son las dos ciudades enemigas de que habla San Agustín» (El Noticiero, 14.2.36). Para el ABC, las elecciones se reducían a «Por España, por Dios contra Moscú», mientras que El Debate pensaba que «¡Hay que vencer a la Revolución para defender los derechos de Cristo y su Iglesia ¡», y animaba: «La derecha en pie por Dios y por España» (9 febrero 36).

Por este motivo, el discurso de Largo Caballero en Valencia: «acaba de aparecer una circular del obispo de Madrid excitando a los católicos a la conquista del poder político... No hemos aludido en el programa del Frente Popular a nada relacionado con el sentimiento religioso, porque no queremos provocar estados de ánimo inadecuados ni mezclar sentimientos tan dispares, y son ellos los que lo hacen, aun a sabiendas de que las pugnas religiosas son más sangrientas que las pugnas políticas», no tenía en cuenta que los miedos y los sentimientos de uno y otro lado estaban ya maduros y, en cierto modo, expresados.

Los resultados de las elecciones ofrecen el enfrentamiento entre las regiones de baja práctica religiosa que votan al Frente Popular, y aquellas en las que la práctica religiosa sigue siendo intensa, y que lo hacen por las derechas. Esta constatación resultaba normal en la mayoría de los países, pero adquirió mayor intensidad en 1936 a causa de las condiciones especiales en las que se había manifestado la República. En la campaña electoral de febrero los sentimientos, especialmente los sentimientos simplicísimos, no racionales, del «vota por Dios y por España» o del «vota por la amnistía», desempeñaron un papel mucho más importante que los programas políticos o las soluciones concretas de gobierno.

Talante general del catolicismo

A lo largo de los últimos decenios del siglo pasado y de los primeros de éste, el catolicismo español se caracterizó por un talante integrista, cerrado a las ideas que predominaban en otros países, alejado de los principios que configuraban la sociedad moderna europea. Resulta imprescindible conocer el tono Vital e intelectual de este catolicismo para comprender no sólo el pasado histórico de nuestra Iglesia sino también algunas características de la guerra.

Los católicos defendían no sólo una concepción religiosa sino también una idea de nación y de traducción cultural. Para ellos el tema de la unidad católica resultaba irrenunciable, no sólo porque respondía a su convencimiento de que sólo la verdad tenía derechos sino, también, porque se entremezclaba con el convencimiento de que el ser de España dependía de su mantenimiento. Menéndez-Reigada expresaba así este sentir: «El alma española es naturalmente cristiana, totalmente cristiana, universalmente cristiana.

Acaso en ningún pueblo de la tierra el cristianismo se connaturalizó en tanto grado que apenas se puede separar ni distinguir lo que tenemos de españoles de lo que tenemos de cristianos. Y cuando en nuestros días se ha querido arrancar a Cristo de nuestras almas, no se ha conseguido sino arrancar también a España de esas mismas almas, que vienen a renegar de su madre piadosa y escupirle el rostro para esclavizarse a una despótica madrastra.

Para la mayoría de los católicos españoles, esta unidad católica, con todo lo que implicaba, les era debida, sin darse cuenta de que, de hecho, España era muy plural, y de que esta actitud implicaba una absoluta falta de respeto por quienes pensaban de otra manera.
Ya en noviembre de 1929, con una Dictadura desgastada y en situación precaria, se celebró en Madrid el Congreso de Acción Católica.

En el discurso de clausura, el cardenal Segura, arzobispo de Toledo, planteó un tema que entusiasmó a unos y desconcertó a otros, el restablecimiento de la unidad católica: «...Voy a leeros una urgentísima reivindicación y os la voy a leer con las mismas palabras del Santo Pontífice Pío X, y es cosa oportunísima en estas circunstancias. Debe mantenerse como principio cierto -oídlo bien- que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, la tesis católica y con ella el restablecimiento de la unidad religiosa. Y ello vendrá. Lo demás se nos dará por añadidura, si buscamos el reino de Cristo que se nos ha prometido a España»? Los periódicos integristas exultaron de alegría, y El Siglo Futuro pidió la escoba para barrer España de judíos, protestantes y liberales.

¿Qué significaba esta actitud año y medio antes de la proclamación de la República? A primera Vista, nos demuestra la cerrazón e impermeabilidad al medio ambiente tan propia de los integristas, pero más en profundidad revela un catolicismo cerrado, monolítico, muy poco dialogante, deseoso de un Estado confesional, uniforme y protector. Esta postura cerrada, identificada en gran parte con el carlismo tradicional, explica que en España apenas encontremos católicos liberales ni demócrata-cristianos, es decir, aquellos grupos que en otros países representaban los ideales y el pensamiento social más comprometido, que habían aceptado los principios de la Revolución francesa y que estaban dispuestos a tender puentes entre su fe y la modernidad. Los escritores católicos de la revista Cruz y Raya constituían una minoría poco influyente antes de la guerra y, en gran parte, en el exilio después de ella.

No se puede tratar adecuadamente la Guerra Civil sin adentrarnos en el llamado catolicismo social, los sindicatos católicos, la identificación tópica y, de hecho, falsa, pero existente, de la Iglesia con una clase social, el alejamiento del mundo obrero de la práctica eclesiástica. Decía Nevares que «los socialistas reprochan a los sindicatos obreros católicos el haber roto la unidad del proletariado y de traicionar la causa de los trabajadores por estar supeditados a los patronos», y el conocido canónigo asturiano Arboleya, con su lenguaje directo, a menudo carente de matices, confesaba que «la oposición actual a nuestros sindicatos no se funda en su carácter de católicos, sino en querer dar gato por liebre y sindicato amarillo por sindicato católico, lo que siempre será inmoral, pero además, aquí es tonto, porque no engañamos a nadie.

Hoy no podríamos afirmar sin más la acusación de Madariaga de que «la Iglesia solía ponerse infaliblemente al lado de las peores causas de la vida nacional, apoyando siempre al poderoso, al rico, a la autoridad opresora, pero que duda cabe de que sus deficiencias en el campo cultural y social fueron graves y favorecieron la implantación de un anticlericalismo alimentado en otras fuentes. Aunque la pastoral conjunta de 1937 se limite a reconocer sólo «algún descuido en el cumplimiento de los deberes de justicia y caridad que la Iglesia ha sido la primera en urgir», no cabe duda de que la imagen presente en buena parte del pueblo era de alejamiento y de identificación con «los otros».
 De hecho, en 1936, el P. Peiró escribía, desde su experiencia de centenares de misiones populares: «para el obrero la sociedad se divide en dos bandos: burgueses, ricos y religiosos de una parte; proletarios, pobres y sin religión, de otra»? En efecto, a pesar de las innumerables instituciones eclesiásticas dedicadas a la enseñanza, la formación y la asistencia de los más necesitados, la imagen que predominaba era la de alejamiento, paternalismo interesado y conexión con los causantes de su pobreza.

Anticlericalismo: motivaciones y modos de expresarlo

Una explosión violenta-y sangrienta como la producida en los primeros meses de la Guerra Civil no resulta explicable si no se acude a una interpretación global, que trascienda, incluso, lo sucedido en julio o en los meses precedentes y sea capaz de ahondar en la historia. En efecto, desde comienzos del siglo pasado el sentimiento anticlerical fue extendiéndose e impregnando las diversas capas de nuestra sociedad. Este anticlericalismo fue nutriéndose de diversas fuentes, y ha ido manifestándose con virulencia, de palabra y obra, hasta nuestros días, pero sobre todo hasta el final de la Guerra Civil.

A partir del Diccionario crítico-burlesco, editado durante las Cortes de Cádiz, la vena literaria y política anticlerical no ha dejado de exteriorizarse en España. La represión de Fernando VII alimentó su radicalidad, el Trienio Constitucional le ofreció amplio cauce, las diversas vicisitudes políticas decimonónicas ayudaron a mantenerla o aumentarla, la Revolución de 1868 constituyó un escaparate nacional de su variedad y de su fuerza, y a lo largo de la Restauración el partido liberal se alimento en gran parte de una política anticlerical, a menudo más de palabra que de hechos, pero siempre eficaz.

El número de periódicos y revistas caracterizados por su talante rabiosamente anticlerical era abundante y su influjo fue importante y duradero. La capacidad de la gente de creer cualquier clase de bulos anticlericales, por inverosímiles que fuesen, resultó sorprendente. En 1834 se propaló la especie de que los frailes habían envenenado las fuentes, y cien años más tarde, se habló sobre caramelos envenenados por religiosas. En 1936 la izquierda dijo y creyó que los conventos de religiosos y las torres de las iglesias encerraban armas, generosamente utilizadas por los frailes y curas contra los obreros y republicanos en general.

Existía, ciertamente, un rechazo intelectual. Es verdad que en todos los países católicos, la herencia de la Ilustración iba acompañada de una oposición frontal entre la Iglesia y una parte de la nueva cultura que se presentaba agresiva, renovadora y creativa, pero en la mayoría de estos países el catolicismo ofrecía a su vez una amplia gama de manifestaciones, desde las más conservadoras hasta las llamadas católico-liberales, es decir, más abiertas y dialogantes.

En España, por el contrario, el talante cultural católico se ha manifestado monolíticamente conservador y cerrado, sin posibilidad de diálogo con las corrientes más liberales. La generación del 98 inculpó al catolicismo la decadencia española. Laín Entralgo habla de la «común e individual disidencia del catolicismo ortodoxo de todos ellos». La Institución Libre de Enseñanza, por su parte, que consiguió, en alguna medida, despertar de su modorra a una cultura demasiado convencional y conformista chocó desde el primer momento con la Iglesia.

Se ha escrito que «en cierto sentido, el krausismo representa la verdadera incorporación de los presupuestos ideológicos de la Ilustración en nuestro panorama cultural y social», y se conoce suficientemente el talante y la postura que la Institución tenía ante la Iglesia Católica española. Los institucionistas -Azaña, Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Álvaro de Albornoz y tantos otros- buscaban y querían una República «laica y racional, moderada, culta y feliz», en la cual la Iglesia de puro redimensionada quedaba absolutamente marginada.

Para Azaña la España católica ya no existía: la Iglesia ya no era motor creador e impulsor de la nación; su influjo era retardatario, un freno para el progreso, que no admitía el empuje liberal que arrastraba España desde el s. XIX, ni admitia disidencias en el pensamiento ni pulcritud moral fuera de sus fronteras... «Mi anticlericalismo -recalca- no es odio teológico, es una actitud de la razón.» Con él estarían de acuerdo buena parte de los intelectuales del momento, quienes consideraban que el catolicismo era el principal responsable del escaso desarrollo político, económico, científico e intelectual del país. La Iglesia, para ellos, significaba inmovilismo.

Por su parte, los movimientos sociales tenían el convencimiento de que el progreso y la justicia arrastrarían consigo y aniquilarían a la Iglesia. Esta se centraba en la fe en un principio creador y eterno, mientras que el socialismo propugnaba el análisis racional del mundo, del libre examen, la creencia en la evolución de la naturaleza por sí misma y, por lo tanto, el progreso‘). El clero, por el contrario, se aliaba con los poderosos y anestesiaba a los humildes con sus predicas y sermones con el fin de que las masas oprimidas se conformasen con la resignación y la paciencia. Enseñaban «a despreciar los bienes materiales-de la vida, las pompas y vanidades del mundo, poniendo como objetivo supremo de todas sus aspiraciones la fantasía de un cielo y una eterna gloria».

Los anarquistas integraban la propaganda antirreligiosa en el primer plano de su activismo político («a Dios hay que matarlo en la imaginación», escribía M. Lores). Los best-seller del anarquismo español fueron los escritos en los que se atacaba a la religión, superando las Doce pruebas de la inexistencia de Dios, de Sebastián Faure, todos los récords en cuanto a cifras de tirada: la edición de 1917 alcanzó seiscientos mil ejemplares.

No podremos acercarnos a la terrible represión y bárbara persecución de la Iglesia durante los primeros momentos de la Guerra Civil si no conocemos este carácter del anarquismo español, que tanto influjo ejerció en las vicisitudes de estos tres años. Otro tanto debemos afirmar de cuanto los socialistas pensaban y defendían a propósito de la Iglesia. El anticlericalismo primitivo de Prieto, el talante revolucionario de Largo Caballero y de otros exponentes destacados no proclamaban, ciertamente, la aniquilación del catolicismo, pero expresaban con claridad su rechazo de cuanto tuviere algo que ver con la Iglesia. Por otra parte, no cabe duda de que el anticlericalismo constituía un ingrediente decisivo en la mayoría de los partidos republicanos“.
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