La sublevación militar desencadenó en la zona republicana
reacciones y odios sorprendentes, que en parte podían predecirse, dados los
antecedentes de mayo de 1931, de octubre de 1934 o los innumerables incendios
de iglesias y conventos a lo largo de los meses de gobierno del Frente Popular,
pero que nadie podía sospechar alcanzarían tal grado de violencia destructiva y
de sadismo sangriento.
La reacción antieclesiástica fue inmediata y general. En
pocas semanas desapareció no sólo el culto litúrgico sino, materialmente, las
iglesias, capillas y conventos. El fuego destruyó inmensos edificios, obras de
arte, que constituían el orgullo de la historia cultural española, bibliotecas,
esculturas y ropajes. Apenas había finalizado el mes de julio cuando Andrés
Nin, jefe del Partido Obrero de Unificación Marxista escribía que «la clase
obrera ha resuelto el problema de la
Iglesia sencillamente, no dejando en pie ni una siquiera».
Parecía que se había apoderado del país una locura
colectiva. Iglesias convertidas en establos, en mercados o simplemente
destruidas, exhumaciones en iglesias y conventos, y exhibición en plena calle
de las momias exhumadas. Se profanaron las reliquias de San Isidro, recuerdos
históricos como el sepulcro de Pelayo, imágenes de vírgenes veneradas desde
hacía siglos, como la Virgen
de los Desamparados de Valencia, el mónasterio de La Rábida o las iglesias de
Moguer y Palos.
La destrucción del patrimonio eclesiástico fue incalculable.
Recordemos, a modo de muestra, los cien mil volúmenes de la
biblioteca franciscana en Sarria, los cincuenta mil de Igualada o los cuarenta
mil de la biblioteca de los capuchinos de la Ciudad Condal. En
Lorca ardieron más de 300 imágenes de escultura, entre ellas 20 debidas a Salcillo.
En Madrid muy pocos templos escaparon a las llamas o, por lo menos, al pillaje.
Por su carácter de Patrimonio Nacional, se salvaron San Francisco el Grande,
Buen Suceso, la
Encarnación y las Descalzas Reales. Libráronse también,
porque el miedo de los vecinos a que se extendiera el incendio a sus viviendas
sirvió de salvaguarda, las parroquias de San José y San Marcos, y las iglesias
de Calatravas y San Luis Gonzaga. Por último, por su anexión al Palacio de
Justicia salió ilesa la parroquia de Santa Bárbara, y por especial valimiento
de un comunista, la de San Ginés”.
Hubo diócesis en las que el estrago fue total. En Cuenca,
por ejemplo, casi todas las iglesias quedaron totalmente destruidas y sólo tres
resultaron indemnes. En Valencia, 800 templos fueron destruidos y más de 1500
parcialmente destruidos y saqueados. Sólo en Lepe (Huelva) fueron destrozados
veintidós retablos con sus altares, setenta y siete imágenes de talla
policromada, treinta y cinco cuadros al óleo, catorce altorrelieves policromados
del Vía Crucis, todos los ornamentos litúrgicos y un valiosísimo tríptico de
Juan Van Eyck, la mejor joya artística de la provincia.
El Diluvio, de
Barcelona, escribía el 4 de agosto del 36, en pleno delirio iconoclasta: «Se
desean descripciones del incendio de iglesias y conventos y otros centros
católicos. Las necesitamos para la publicación de una obra documental sobre la
destrucción del poder eclesiástico.»
Junto a tanta ruina material, sobresale el número de
sacerdotes y religiosos asesinados por el hecho de formar parte del clero. La
obra que más documentadamente estudia el número de víctimas da las siguientes
cifras: 4184 del clero secular, 2365 religiosos y 283 religiosas“, incluidos
trece obispos. En el desconcierto y desbarajuste inicial, la persecución y
ejecución de sacerdotes adquirieron caracteres dantescos: comunidades enteras
encarceladas y al poco tiempo ametralladas, sacerdotes arrastrados por las
calles de sus pueblos, mutilaciones y torturas que precedían al suplicio final.
Tal vez el caso más espectacular, al menos por la cantidad y
la edad de las víctimas fue el Teologado de los Claretianos de Barbastro:
cuarenta estudiantes menores de veinticuatro años murieron en la carretera de
Saviñena sin haber tenido tiempo no sólo de conocer la política sino tampoco el
mundo y la sociedad. En esta pequeña diócesis de 38000 habitantes, murieron 114
sacerdotes de los 140 que había en julio de 1936.
Estas cifras hacen de los sacerdotes y religiosos el
estamento social más duramente castigado por la represión en zona republicana:
más del 10 % del total de víctimas, aunque, en justicia, habría que agregar
aquellos seglares asesinados también, por motivos religiosos. Esto en una época
durante la cual, prácticamente, la prohibición del culto se extendía al uso
privado de imágenes y objetos del culto tales como crucifijos, misales, etc.
Las milicias revolucionarias de retaguardia buscaban a sus poseedores y
procedían a arrestarlos por el solo hecho de conservarlo.
Roberto Castrovido
escribía en San Sebastián: «Es más que una guerra civil, una revolución
universal que lucha en esta estampa nacional española contra todos los
monstruos del pasado unidos en un fascio: la Iglesia , el ejército, la realeza, la
aristocracia, la burguesía, el capitalismo»". «En las provincias en que
gobernamos -afirmaba José Díaz- la
Iglesia no existe. España ha sobrepasado en mucho la obra de
los soviets, porque la Iglesia
en España está hoy aniquilada.» Aniquilar, exterminar, hacer desaparecer, eran
conceptos que expresaban una política y un deseo. «El odio se satisfacía en el
exterminio -escribirá poco después Azaña-.
La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no
tenerlo más, atizaba la furia.» Todavía hoy quedamos sobrecogidos al comprobar
cuán poco valía una vida humana o qué motivos tan fútiles eran suficientes para
segarla. Y esto no dependía, a menudo, de un juicio o de una reflexión serena,
sino de los movimientos espontáneos o de los rechazos ancestrales.
En Barbastro, un piquete se acercó a la cárcel en la que
estaban amontonados docenas de sacerdotes, con un billete que lacónicamente
decía: «vale por veinte hombres». Este billete significó, en realidad, la
muerte de otros tantos religiosos. El Citado Andrés Nin, en un discurso en
Barcelona, proclamó que «había muchos problemas en España y los republicanos
burgueses no se habían preocupado de resolverlos: el problema de la Iglesia... nosotros lo
hemos resuelto yendo a la raíz. Hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y
el culto».
En el País Vasco, como explicaré más adelante, las cosas
sucedieron de otra manera. Y en Barcelona se protegió de la quema la catedral,
el Obispado y el monasterio de Pedralbes, mientras que los demás templos,
comenzando por Santa María del Mar, fueron pasto de las llamas. En Vic no se
consiguió evitar el incendio de la catedral, pero sí el del museo diocesano.
Por su parte, el escultor Rebull, protegido por mozos de escuadra de la Generalitat , salvó la
mayor parte de la biblioteca del Seminario Conciliar de Barcelona.
Conocemos otros casos de protección de edificios,
bibliotecas, obras de arte, debida a causas variables: empeño de una persona,
de una institución o de alguna autoridad. Conocemos, por ejemplo, el caso de la Virgen de Covadonga salvada
y trasladada a la Embajada
española en París por orden expresa de Indalecio Prieto“. De la misma manera
que la destrucción era causada por pura arbitrariedad, a menudo la salvación
fue debida a igual arbitrariedad.
En esta reacción brutal y desmedida se repitieron actos que
deberían constituir motivo de estudio no sólo para los historiadores y
sociólogos sino también para los psicólogos y psiquiatras. Por ejemplo la
violencia ejercida contra los símbolos religiosos, los cristos fusilados, las
imágenes mutiladas, las hostias profanadas. Fuera y dentro de España, circuló
en periódicos y revistas la fotografía de unos milicianos apuntando a la
estatua del Sagrado Corazón, en el cerro de los Ángeles. En realidad, este
hecho se repitió en el Tibidabo y en numerosos puntos de la geografía española.
Se llegó, de hecho, a la prohibición absoluta de retención
privada de imágenes y objetos de culto. La policía, que practicaba registros
domiciliarios, buceando en el interior de las habitaciones, de la vida íntima
personal o familiar, destruía con violencia imágenes, estampas, libros
religiosos y cuanto con el culto se relacionase o lo recordase.
Se conocen muy pocos casos en la historia milenaria de la Iglesia de una destrucción
y prohibición tan sistemática de cuanto significase culto, rito y presencia
religiosa. Un cristianismo de catacumba
Durante estos años, en estas mismas ciudades en las que se
desarrolla la persecución y la destrucción antes apuntadas, se produce una
situación insólita y extraordinaria: la organización de una Iglesia de
catacumba, en su estructura jurídica así como litúrgica y sacramental. Tanto en
las diócesis en las que el obispo había sido asesinado como en aquellas en las
que el obispo había podido huir, al desconcierto inicial siguió un período de
reorganización. Bien el obispo del lugar, bien la Santa Sede , nombraron a
sacerdotes que continuaban Viviendo ocultamente en la diócesis con toda clase
de facultades.
En pisos particulares se celebraba la Eucaristía , se
impartían los sacramentos e, incluso, se organizaban reuniones de oración y de
formación. Unos llamados socorros blancos servían para paliar las necesidades
económicas de numerosos sacerdotes que, por una parte, se encontraban
desconectados de los engranajes habituales de trabajo y producción y, por otra,
al quedar liberados de este menester, podían dedicarse con más tranquilidad al
ejercicio de su ministerio.
Pío XI dio autorización de celebrar sin ara, ornamentos ni
vasos sagrados cuando no hubiese otra posibilidad, y la necesidad estableció la
costumbre de que fuesen los seglares quienes transportasen la eucaristía de un
lugar a otro y diesen de comulgar en los sitios y en las horas más impensadas.
Obviamente, donde mejor se organizaron estas iglesias
clandestinas fue en las grandes ciudades, es decir, en Madrid, Barcelona y
Valencia. Numerosos sacerdotes, hábilmente secundados por familias cristianas,
jóvenes de Acción Católica o religiosas que vivían en familias o en pensiones,
supieron organizar capillas estables, cadenas de personas capaces de llevar una
ayuda religiosa o un subsidio económico a los lugares más insospechados,
organizar tandas de ejercicios espirituales o la celebración de los ritos
solemnes en Navidad o en Pascua.
Los ejemplos son numerosos, pero, lógicamente, los métodos y
triquiñuelas empleados eran muy semejantes. Voy a ofrecer dos, capaces de
orientarnos y darnos una cierta idea. Almería tenía una red de capillas ocultas
que pudieron sostenerse durante toda la guerra, siendo a la par escenario de un
culto muy intenso y centro de aprovisionamiento para el reparto domiciliario de
la eucaristía.
En una casa de la calle del Arco, domicilio de Isabel Moya,
dependienta de un comercio de objetos religiosos, se acogieron el Vicario
general y un sacerdote de la diócesis. Allí acudían de incógnito muchos
sacerdotes en atuendo de milicianos o comisarios políticos para celebrar la
misa, proveerse de formas y recibir aliento. No era infrecuente que en este
piso se celebraran algunos días hasta cinco misas consecutivas. En esta casa se
fabricaban las hostias a cargo de unas religiosas que, pasando por criadas, las
repartían después a otros fieles o sacerdotes para facilitarles la celebración
en los puntos de residencia. A veces, las formas iban ya consagradas y una
mujer disfrazada de vendedora repartía doscientas cada semana entre los
diferentes «comulgatorios».
El día del Corpus de 1938 se celebró una función religiosa a
las cuatro de la madrugada: misa solemne con toda Clase de ornamentos y
colgaduras en las distintas habitaciones; se hizo una procesión por la casa con
asistencia de unas veinte personas, con velas y cánticos. Y se llegó hasta la
azotea de la casa, desde la cual el vicario dio la bendición a la ciudad.
Las revoluciones en general constituyen el espejo y el
crisol de la salud religiosa y vital de la Iglesia en un momento determinado.
Pensábamos que el pueblo vivía su fe de pura rutina y
quedamos asombrados al observar Cómo se moviliza en favor de la Iglesia y cómo la añora,
la desea y la busca a lo largo de los años difíciles, de catacumba. Lo mismo
podríamos decir del clero, valiente y entero en el sufrimiento, y animoso y
creativo en su trabajo oculto.
Intentos de acomodo
Todos los testimonios recogidos indican que el furor
persecutorio se produjo fundamentalmente durante los primeros meses de la
guerra, atenuándose considerablemente a lo largo de 1937. Desde febrero de
1937, con un Gobierno que tenía, finalmente, en sus manos buena parte de los
mandos del orden público, la persecución sufre un parón notable. Es verdad que
ya no quedaban iglesias abiertas, ni existía culto ni, apenas, sacerdotes, pero
no cabe duda de que el talante fue evolucionando.
El sindicalista Joan Peiró escribía: «Quienes creen en la
destrucción por la destrucción han asociado solamente iglesias y conventos.
¿Acaso son los conventos y las iglesias la entera estructura
de la vieja sociedad capitalista?». No era una pregunta puramente retórica.
Muchos dirigentes daban cuenta del mal inmenso producido a la imagen de la República en un momento
en el que resultaba imprescindible el apoyo exterior.
Poco a poco, y de modo especial en Barcelona, se produce un
movimiento de aproximación a la
Iglesia , en el cual participan fundamentalmente el
nacionalista vasco Manuel de Irujo y Pere Bosch Gimpera, rector de la Universidad de
Barcelona, nombrado comisario de Cultura de la Generalitat al inicio
de la guerra. En octubre de 1937, el Ministerio de Justicia cursa una orden a
los presidentes de las Audiencias para que hagan el inventario de los edificios
destinados al culto y de las entidades que los ocupan, y del estado de los
objetos religiosos y de los archivos parroquiales.
En diciembre del mismo año la Consejería de Justicia
de la Generalitat
envía el inventario solicitado, en cuanto atañe a Cataluña. El 2 de agosto de
1938, Bosch Gimpera confirma una orden por la cual se facilitan los auxilios
religiosos a los reclusos que los reclamen. En junio, la Comisaría de Propaganda
de la Generalitat
inauguró, en su servicio radiofónico, transmitido por dos emisoras barcelonesas,
una sección religiosa. Cada domingo, alternando, hablaban un católico y un
protestante. El primero leía en catalán el Boletín de Información católica, y
el segundo, en castellano, el Boletín de Información religiosa.
El alma de este intento de retorno a una cierta normalidad
religiosa fue el nacionalista vasco Manuel de Irujo, quien, como ministro sin
cartera del Gobierno Largo Caballero, había presentado el 9 de enero de 1937 un
memorándum en ese sentido, que el Consejo de Ministros rechazó sin más voto a
favor que el suyo. Nombrado ministro de Justicia en el Gobierno Negrín, tuvo
mejor fortuna, y además de dar libertad a varios centenares de sacerdotes y
religiosos, consiguió que un decreto del 7 de agosto de 1937 autorizase el
culto privado; que, con fecha 9 de agosto, se estableciesen sanciones para las
denuncias de sacerdotes; que una orden del 1 de marzo de 1938 destinase a
sanidad militar a los religiosos que fuesen movilizados, y un decreto del 23 de
octubre de 1938 autorizase a los sacerdotes a prestar los auxilios espirituales
en los frentes.
En octubre se celebró en Barcelona el entierro de un oficial
vasco, con ceremonia católica, y Álvarez del Vayo en la presidencia del duelo;
y el 9 de diciembre siguiente se publicó el decreto creando el Comisariado
General de Cultos.
En Barcelona, y desde el principio de la guerra, el
oratoriano José María Torrents ejerce el cargo de vicario general, al principio
ocultamente y desde 1937 de modo abierto en un piso de la calle Sepúlveda, bajo
el rótulo de Consultorio Bibliográfico. En agosto de 1938 se le propuso la
apertura al culto de la iglesia de San Severo, pero el P. Torrents rehusó y
sólo permitió servicios religiosos en una capilla privada de la plaza del Pino,
pronto muy concurrida por los vascos residentes en Barcelona.
El 11 de febrero de 1938, a propuesta de Negrín y de Giral,
ministro de Estado, lrujo invitó al cardenal Vidal y Barraquer a visitar su
sede de Tarragona. El 30 de abril respondió el cardenal que no podía regresar
decorosamente a su diócesis mientras el Gobierno no presentase disculpas a la Iglesia por las
persecuciones sufridas. Además, decía: «¿Cómo puedo yo dignamente aceptar tal
invitación, cuando en las cárceles continúan sacerdotes y religiosos muy
celosos...?» El 23 de mayo Irujo insistía otra vez: ¡Cuanta satisfacción había
de producir su primera misa en la catedral y en Montserrat! ¡Cuanta ventaja
sería para la Iglesia
y para la paz de las almas ¡...».
En la misma carta se quejaba de que los sacerdotes catalanes
se resistían a abandonar las catacumbas con la esperanza de ser liberados por
Franco. Pero Vidal le contestaba: «No olvide que muchos de ellos probaron las
amarguras de la persecución... que se practican nuevas detenciones por simples
sospechas... Todo ello, sumado al recuerdo de lo ocurrido a cada uno
personalmente, a sus familiares, a sus feligreses y a sus cosas más estimadas,
no predispone fácilmente los ánimos a deponer todo temor y recelo para abrirlos
a la seguridad y confianza>>. Parece, de todas maneras, que si Vidal y
Barraquer no regresó a Cataluña en plena guerra fue porque la Santa Sede no le dio su
consentimiento.
El dirigente comunista francés M. Thorez, en un mitin, dijo
a la multitud que debían respetar los sentimientos religiosos y trabajar por abrir
al culto algunas iglesias, que no había que perseguir a los ministros del culto
católico, y que con sañuda persecución religiosa no se ganaba la guerra, y
Santiago Carrillo repitió varias veces durante la primavera de 1937 que era
necesario recabar el auxilio de las Juventudes católicas, que en el país
constituían innegablemente una fuerza de opinión. Aunque Solidaridad Obrera no
estaba de acuerdo, no cabe duda de que poco a poco fue ganando terreno este
planteamiento, la idea de una Iglesia no suprimida aunque fuertemente
condicionada y limitada.
Probablemente, se debía más a las necesidades de imagen y de
propaganda que a convicciones íntimas. Y, probablemente también, esta situación
impidió, de hecho, una actuación más enérgica y coherente, aunque, obviamente,
hay que tener en cuenta las necesidades de la guerra y las divisiones
existentes. Irujo y los representantes del pequeño partido Unión Democrática de
Cataluña pretendieron, también, reanudar las relaciones con el Vaticano, de
facto rotas aunque no de íure.
Se esforzaron por conseguir que la Santa Sede nombrase un
emisario extraordinario que visitase la España republicana. El Gobierno concedió,
incluso, el placet oficioso a monseñor Fontenelle, pero éste no llegó a venir.
Sí realizó un viaje informativo a la
España republicana el doctor Tarragó, como enviado especial
del cardenal Verdier, con el consentimiento del Vaticano, pero su informe no
resultó positivo.
El 30 de abril de 1938 el Gobierno Negrín publicó los
famosos Trece Puntos. Uno de ellos, el sexto, declaraba: «El Estado español
garantizará los derechos de los Ciudadanos en la vida civil y social, la
libertad de conciencia y el ejercicio de sus creencias y de sus prácticas
religiosas».
No resulta fácil comprender el entramado en el que se vieron
envueltos quienes sinceramente buscaban la solución del problema religioso. La
buena voluntad de Irujo, de la UDC
y de algunos más resulta evidente, pero da la impresión de que se encontraban
en franca minoría. El Gobierno Negrín, por su parte, parece actuar únicamente
movido por motivos políticos, produciéndose así la contradicción de desear las
relaciones con el Vaticano al tiempo que se tenía prisionero a un obispo, o se
mantenían la mayoría de las restricciones y dificultades a la labor eclesiástica.
En el campo religioso nos encontramos con la sinuosa línea
de acción del Vaticano que se encontraba entre el fuego de quienes en campo
nacional defendían la guerra religiosa, y quienes buscaban salir de una
situación angustiosa pero tenían miedo y dudaban de la buena fe del Gobierno
republicano.
Evidentemente, en un campo y otro, estaban presentes,
también, las motivaciones políticas. Para unos resultaba importante la
normalización, no tanto por motivos internos cuanto de prestigio, y los otros rechazaban
todo acomodo porque podía significar la pérdida de uno de los motivos
propagandísticos más relevantes. No podemos olvidar, finalmente, a los
católicos que se mantuvieron fieles a la República : Rojo y Escobar en el campo militar,
los catalanes de UDC, los vascos y otros en el político, y Bergamín, Semprún,
Sánchez Albornoz... en el intelectual.
También, aparte de los vascos, había algunos sacerdotes:
García Morales, Lobo, Gallegos, Rocafull, López-Duriga... A éstos tendríamos
que añadir los nombres de católicos de gran significación, como Maritain,
Mounier, Mauriac, Bernanos, Sturzo... que en Francia, Gran Bretaña o Estados
Unidos se mantuvieron en actitud crítica y plantearon las graves dificultades
provocadas por una Iglesia demasiado unida con una sublevación militar de
determinadas características.
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