Motivos de la
persecución
¿Que desencadenó la persecución religiosa, cuál fue su causa
última? Se han ofrecido diversas explicaciones, a menudo demasiado parciales o
partidistas. Desde el primer momento, se insistió en dos que parecían
satisfactorias: la persecución tenía carácter social y no religioso, y, la
segunda, la persecución constituyó una represalia contra el levantamiento que
se suponía apoyado por el clero.
Muchos espectadores y analistas insisten en el factor lucha
de clases propio de la guerra de España e identifican franquismo con intereses
de las clases privilegiadas. Don Luigi Sturzo, fundador del Partido Popolare,
entonces en el exilio, insistió en sus artículos en el carácter de guerra
social adquirido por el conflicto y auspiciaba el final de la guerra mediante
un plan de conciliación política y social. Algunos corresponsales de guerra,
por su parte, reconocían los aspectos religiosos, pero excluían que se tratase
de una guerra de religión, subrayando su carácter social e ilustrando las
miserables condiciones de vida del pueblo español.
Para Hugh Thomas, «los obreros españoles atacaban a los
clérigos porque les tenían por hipócritas y porque les parecía que
proporcionaban un falso frente espiritual a la sociedad de clase media o a la tiranía
de las clases superiores>>31. Para la revista Esprit el franquismo que iba configurándose durante el conflicto no
era diverso del nazismo. El elemento común consistía en la organización de un
sistema basado en la injusticia social.
José Antonio Aguirre, presidente del Gobierno vasco y
católico convencido y practicante, afirmó en el Parlamento que los vascos
combatían el fascismo y la rebelión por exigencia de sus «principios
esencialmente cristianos». «Nosotros estábamos en vuestro campo -decía a los
representantes de la zona republicana- por dos razones: porque Cristo no
predicó la bayoneta ni la bomba... sino el amor... porque, con todas las
razones existentes, vuestro movimiento proletario tiene un contenido formidable
de justicia... nosotros estamos con el pueblo.»
La injusticia social existente, el apoyo del clero a la
clase privilegiada, la identificación de la Iglesia con el poder económico, son argumentos y
explicaciones con frecuencia recurrentes. Para unos, las clases privilegiadas
hacían coincidir el bienestar económico y el mantenimiento del orden con una
externa manifestación religiosa. Otros encontraban el origen del enfrentamiento
en la confusión entre lo espiritual y lo temporal, propio del carlismo, en la
ignorancia religiosa del clero y del pueblo, y en la voluntad de la
aristocracia terrateniente de impedir la reforma agraria, y Semprún Gurrea pone
de relieve que la razón primaria de su fidelidad a la República era la
voluntad de impedir una ulterior profundización del divorcio entre la Iglesia y las masas
populares.
Según esta argumentación, el hecho de la persecución
religiosa, especialmente al inicio de la Guerra Civil , no fue
producto de un sentimiento antirreligioso, sino de un sentimiento anticlerical
muy acusado. Las raíces de este anticlericalismo serían de orden social,
económico y político. Este convencimiento aparece en algunos contados
exponentes del clero de aquella época, por ejemplo el canónigo asturiano
Arboleya, y no faltan testimonios de los predicadores de misiones populares a
lo largo de los primeros decenios del siglo en los que insiste en el
alejamiento y separación de las masas populares de la Iglesia.
Por otra parte sorprende y escandaliza la ausencia de un
examen de conciencia riguroso en las pastorales y escritos que con tal
profusión escribieron por aquellos años los hombres de Iglesia. Nunca ha
deseado la Iglesia
el martirio y esto es indicio de salud mental. Era lógico el rechazo de la
opresión y de la marginación a que fue sometida durante la República , y, con más
motivo, de la persecución posterior. Lo que no resulta tan lógico es su falta
de autocrítica, la falta de reconocimiento de las causas del alejamiento de una
buena parte del pueblo español.
Cuando en 1969 edita su libro-encuesta José Mª Gironella, 100 españoles y Dios, una de las preguntas que hace es esta: «¿A
qué atribuye usted que la
Iglesia española se vea periódicamente perseguida (de forma
cruenta) por el pueblo?» Una clara mayoría de las respuestas, entre las que se
encuentran las de Gil Robles, Pemán y Pilar Primo de Rivera, con matizaciones y
precisiones varias, destacan «las culpas de la Iglesia », su inmovilismo,
su alianza con el poder...
De esta constatación no parece que pueda deducirse
honradamente que este fuese el único motivo de la persecución.
Existen datos para poder afirmar que el motivo estrictamente
religioso estuvo también en ese subconsciente colectivo y personal que les
llevó a incendiar, matar y torturar. Hoy nadie repetiría las palabras del
cardenal Gomá: «Aquí se han enfrentado las dos civilizaciones, las dos formas
antitéticas de la vida social. Cristo y el Anticristo se dan batalla en nuestro
suelo», pero difícilmente se negaría la presencia de una motivación
estrictamente religiosa. ¿De una manera siempre consciente y particularizada?
Evidentemente, no. Pero, ¿no podremos afirmar lo mismo de los motivos de la
persecución popular de los primeros tiempos del cristianismo? Y probablemente
resulta más clara la reflexión y la respuesta a quienes defienden que la
persecución se produjo a causa del alzamiento nacional.
Para éstos, el apoyo asegurado al levantamiento militar por
elementos de la derecha, que hacían profesión de catolicismo, provocó la
reacción de los republicanos contra el clero acusado de ser cómplice y de haber
preparado el levantamiento. Manuel de Irujo insistió en diversas entrevistas en
que la animosidad del pueblo estaba relacionada con el hecho de que la mayoría
del clero apoyaba a los revoltosos. El mismo Mounier, que tanto se preocupó y
escribió sobre la guerra, interpretaba la violencia antirreligiosa como la
consecuencia de una política eclesiástica equivocada y del apoyo del clero al
levantamiento militar.
No resulta difícil que, una vez entablada en su crueldad y
ceguera la guerra, en el lado republicano se considerase al clero como aliado o
simpatizante del otro bando, pero resulta demasiado simplificador contentarse
con esta explicación. La historia española reciente ofrece demasiados ejemplos
de persecución sangrienta de sacerdotes por no aceptar que existían otras
motivaciones previas. Además, tenemos el caso de la revolución de Asturias de
1934 y allí no vale la explicación de que las matanzas eclesiásticas
obedecieron a una represalia bélica por las muertes de la zona de Franco.
Palacio Atard nos recuerda que ya en la primera semana de la
lucha aparece en un bando y en otro el fondo ideológico-religioso, expresado,
lógicamente, en manifestaciones contradictorias. «Y esto se produjo no en
respuesta o reacción ante la actitud adoptada por el clero o por los católicos
de la otra zona, sino simultáneamente en ambas, durante los primeros días del
Alzamiento y la revolución, cuando no había comunicación ni noticias de lo que
ocurría más allá de la propia ciudad o comarca».
De hecho, entre febrero y julio de 1936, en plena legalidad,
se cometieron toda clase de desmanes y se incendiaron más de cien templos. Es
verdad que tanto la jerarquía como el clero habían mostrado sus simpatías por
una opción determinada durante las elecciones de febrero, pero esto sólo
demuestra que los campos estaban ya claramente marcados y delimitados.
Exaltación en la España de Franco
La mayoría de los católicos se identificaron desde el primer
momento con el Alzamiento, y desde los primeros días se acudió a la lucha bajo
el lema unánime de «por Dios y por la
Patria », con el convencimiento íntimo de que se trataba de la
única actitud posible al estar en juego la supervivencia de la religión, de la
esencia española y de la civilización occidental de Europa.
Jiménez Lozano piensa que «la opción de la Iglesia española en la Guerra Civil no podía haber sido otra que la que fue, porque
era una opción que venía determinada, de manera inmediata, por toda la trágica
historia del siglo xix y la que iba del xx, y era, además, una opción hecha de
antemano por aquella sensibilidad religiosa del catolicismo histórico que había
logrado la ecuación entre ortodoxia y españolidad y que, por lo tanto, era la
de un catolicismo esencialmente político y sociológico, de talante popular y
antiintelectual, misoneísta y clerical. Y esta opción, en fin, también venía
impuesta por el talante mismo del catolicismo universal de la época: Iglesia de
la Restauración
romántica, Iglesia del Vaticano I y del Syllabus, Iglesia del antimodernismo
teológico, pero también de la opción antimoderna contra la abominación de 1789,
el liberalismo y el socialismo...».
Un autor contemporáneo escribe que «para la gran masa de
católicos habitantes de la zona nacional, aquella beligerancia se interpretaba
como un hecho lógico y consecuente con unos antecedentes históricos muy
arraigados que habían hecho familiar la toma de posición de la Iglesia en nuestras luchas
interiores y exteriores contra unas herejías antiguas o modernas. Por otra
parte, una gran línea interpretativa del ser de España, sostenida por la
opinión católica, nos proclama “luz de Trento” y “martillo de herejes” y si
abdicábamos de este papel corríamos el riesgo de perder nuestra entraña
nacional y tradicional, riesgo que era justamente el que se estaba debatiendo
en aquella hora histórica. Por lo tanto, aquello no era más que un episodio, tal
vez más cruento que ninguno, de una lucha secular cuya gravedad pedía el olvido
de todo rostro seráfico para entregarse al rescate cruento de la ciudad de
Dios». Creo que esta apreciación resulta acertada.
Siempre que se insista en que la mayoría del clero y de los
católicos fueron adoptando este convencimiento en las postrimerías de la República. Ser
integrista favorece una predisposición a estos medios pero no significa
necesariamente fatalismo.
En 1937 el dominico Ignacio González Menéndez-Reigada publicó
dos artículos en los que encontramos las líneas básicas de la apologética de
aquellos días: «El Gobierno del Frente Popular es ilegítimo, traidor a la Patria y a la Nación , enemigo de Dios y
de la Iglesia. El
alzamiento en armas contra el Frente Popular y su Gobierno es, no sólo, justo y
legítimo, sino hasta obligatorio, y constituye por parte del Gobierno Nacional
y sus seguidores la guerra más santa que registra la Historia. El Gobierno
Nacional es legítimo y católico, y está cumpliendo un deber patriótico,
humanitario y religioso. Toda ayuda o auxilio que se preste, directa o
indirectamente, al Frente Popular, es ilícita; así como lo es igualmente toda
oposición al legítimo Gobierno Nacional, en las actuales circunstancias. Los
nacionalistas vascos, como cristianos, ya que no sea como españoles, obran
ilícitamente al tomar las armas contra el Gobierno Nacional y al lado del
Frente Popular».
El espíritu maniqueo imperaba en ambos bandos. Los otros
constituían el mal absoluto, la anti-España, los traidores a cuanto de más
sagrado existe en el mundo. A estas ideas había que añadir, naturalmente, las
noticias y la experiencia de la persecución cruenta. No era de esperar que los
del bando nacional distinguieran entre las masas descontroladas y el Gobierno impotente,
sino que achacaban a éste, movido por Moscú, la entera responsabilidad de
cuanto estaba sucediendo.
La defensa del cristianismo perseguido se convirtió en un
justificante de la guerra y bandera válida de cara a la opinión católica
europea y mundial, cuestión importante si consideramos la urgente necesidad de
ayuda exterior. En los primeros días de la contienda era frecuente ver a muchos
curas tocados con boina roja y traje talar. En su sangre hervía una
beligerancia contra los enemigos de Dios, a la que daban cauce yéndose de
capellanes con las primeras columnas. La figura del «pater» se hizo familiar en
todas las unidades y su presencia, dando auxilio espiritual, sirvió asimismo
para subrayar la significación de la causa.
El apoyo de estos curas y en general del clero situado en el
bando nacional, fue importante como toma de posición político-ideológica, pero
lo fue aún más por su significación como fuerza espiritual que se asocia a un
acto bélico y lo justifica. En el mismo sentido, el trance de matar y de morir,
al que se vio abocada una gran parte de la juventud española, tuvo por el lado
nacional justificación de santa causa que daba excusa a lo uno y sentido a lo
otro. Nos encontramos, en este sentido, con multitud de casos que indican, al mismo
tiempo, entusiasmo, confusión, arrojo y desequilibrio, por ejemplo, el caso del
requeté que se arrodilla delante del miliciano al que va a fusilar para pedirle
que antes se confiese.
Por este motivo resulta intranscendente la cuestión debatida
de quién fue el que primeramente utilizó la palabra Cruzada, porque desde el
primer momento clero y laicos manifestaron su convicción de que se trataba de
una guerra religiosa, de una guerra en la que se defendía a la Iglesia , y los principios
por ella enseñados. En las iglesias era normal elevar rogativas por una pronta
y victoriosa terminación de la contienda. El 25 de julio las campanas de Burgos
se echaron al vuelo para celebrar la creación de la Junta de Defensa Nacional.
El 15 de agosto, festividad de La Asunción y primera gran
fecha religiosa desde el principio de la guerra, se conmemoró en toda la España nacional con gran
solemnidad procesional, presidencia de autoridades militares y escolta de
bayonetas caladas. Los soldados y con ellos la inmensa mayoría de los
movilizados ostentaban el escapulario del Sagrado Corazón de Jesús con una
inscripción que decía: «Detente bala; el Corazón de Jesús está conmigo».
Numerosos religiosos se convirtieron en publicistas-apologistas de la guerra y
del nuevo régimen, atacando a quienes se atrevían, sobre todo en el extranjero,
a poner en duda la santidad de la empresa.
Tuvo carácter de símbolo la reposición de los crucifijos,
realizada con pompa magna. Generalmente, los crucifijos eran bendecidos en las
catedrales por los obispos, rodeados de esplendor litúrgico y la solemnidad
cívica. En Córdoba, Badajoz, Burgos, etc., asistieron los ayuntamientos bajo
mazas, los gobernadores civiles y militares. En Sevilla, al lado del cardenal
presidía el general Queipo de Llano, quien habló para decir: «Este acto es para
mí el más importante de cuantos he presenciado desde que estalló el movimiento.
Así lo digo y así lo creo firmemente. .. yo creo que lo primero para todo buen
patriota es la religión, porque el que no ama a Dios, no ama a su familia, no
puede ser útil a su patria.»
En los escritos, sermones y proclamas encontramos algunos
temas recurrentes, expuestos con pasión, sin ninguna clase de matices o
distinciones: rechazo y condena tajante de la Institución Libre
de Enseñanza, causante de todos los males y del marxismo; fervorosa alabanza
del caudillo, alguna reserva sobre el significado de la Falange , y exigencia de un
Estado Confesional y de una enseñanza íntegramente católica: «Ya desde los
primeros días de nuestra cruzada inmortal, los hombres providenciales que
simbolizan el resurgir de España, persuadidos de que todos los sacrificios de
nuestros héroes serían estériles si no se arrancaba de raíz las doctrinas
demoledoras que habían cosechado tantos infortunios para nuestra Patria,
decidieron entregarse a la gran obra de la recristianización de España, por
medio de la enseñanza y la educación de las jóvenes generaciones, en los
inmutables principios del dogma y la moral católica».
Enseñanza y recristianización, las dos grandes obsesiones,
los dos objetivos de este período, pero planteados sin tener en cuenta la
terrible lección del pasado reciente, es decir, con la decidida intención de
monopolizar la primera y de identificar, a menudo la segunda con actos masivos
y con multiplicación de devociones. Toda la vida nacional va reorganizándose a
toque de campana, de procesión, de actos de desagravio y de misas solemnes.
Tras años de repliegue y de persecución, surge incontenible el convencimiento
de la necesidad de una recristianización no sólo masiva sino también impuesta.
Por orden de 12 de julio de 1938, la
Virgen del Carmen es nombrada Patrona de la Marina de Guerra.
Por decreto de 14 de noviembre del mismo año, la Santísima Virgen, bajo sus advocaciones de Inmaculada, Pilar,
Covadonga, Loreto, Perpetuo Socorro; el Apóstol Santiago, Santa Bárbara, San Fernando y Santa Teresa de Jesús, se reparten los demás
institutos, armas y cuerpos del Ejército. Por decreto de 28 de abril de 1939,
se conceden honores militares a la
Virgen de Covadonga, indicando en el preámbulo del decreto
que «la fervorosa exaltación religiosa y patriótica ha dado aliento y vigor a
nuestra Cruzada».
En cuanto a la enseñanza, la pretensión fue nítida y sin
fisuras: una educación ¿y enseñanza intensa y positivamente católicas y
patrióticas. Para conseguir este objetivo y para estar seguros de la formación
política de los niños, comenzó inmediatamente una rigurosa depuración de los
maestros. La Iglesia
pudo encontrar alguna dificultad, en un primer momento, en las pretensiones
falangistas de influir en la educación, pretensión neutralizada con la pérdida
de la guerra por parte de los nazistas.
Aparece en textos, discursos y sermones una retórica que a
nosotros, sobre todo en nuestros días, puede parecemos hueca e infantil, pero
que, entonces, era compartida: la guerra no sólo defendía la España eterna, sino
también, la Europa
cristiana: «Franco y Navarra, y a su lado Guzmán el Bueno, han sido los
principales instrumentos de Dios para la salvación de España, de Europa y del
mundo entero. Gloria es de todos los demás el luchar con ellos y como ellos.
Jamás en la historia del mundo ha sido tan gloriosa, benéfica y fecunda la
unión de la Cruz
y la Espada »
o, también: «Navarra guerrera ha dado mucho a Dios. Y Dios, por su
lugarteniente en el Estado Español, el Generalísimo Franco, ha dado mucho a
Navarra».
Representaba la vuelta de la cristiandad, la confusión entre
lo político y lo religioso, la identificación del bien de la religión con una
opción política muy concreta. «En el caso de un Estado católico por ser también
católica la mayoría de sus miembros, mutuos derechos y obligaciones ligan entre
sí a la Iglesia
y al Estado. Y, en primer lugar, el Estado debe armonizar su legislación con el
derecho divino y canónigo, de tal modo que no haya oposición entre las leyes
civiles y eclesiásticas; debe así mismo educar a los ciudadanos en la práctica
de la virtud y el ejercicio de la
Religión ; debe, finalmente, proteger a sus súbditos en el
ejercicio de sus deberes religiosos, empleando para ello todos los medios a su
alcance, sin excluir los de la coacción y violencia».
Al restablecerse el presupuesto de culto y clero, el
preámbulo de la disposición aclaraba esta filosofía de cooperación mutua entre
una Iglesia que acababa de sufrir el trance más duro de su historia y un
régimen cuyas connotaciones, en gran parte arcaícas, no podían por menos de
referirse continuamente a la
Iglesia y a la religión:
«El Estado español, consciente de que su unidad y grandeza
se asientan en los sillares de la fe católica, inspiradora de sus imperiales
empresas, y deseosos de mostrar una vez más y de una manera práctica su filial
adhesión a la Iglesia ,
así como de reparar al propio tiempo la inicua expoliación que los gobiernos
liberales hicieron de su patrimonio al consumarse aquel sacrílego despojo que
uno de nuestros más insignes polígrafos denominó “inmenso latrocinio”, se
propone por esta ley rendir el tributo debido al abnegado clero español
cooperador eficacísimo de nuestra victoriosa cruzada.»
No cabe duda de que la Iglesia deseó la victoria de su bando porque veía
en ella la instauración del modelo que siempre había soñado. El P. Sarabia
termina su obra ¿España es católica? , publicada en 1939, con un párrafo que es
toda una acción de gracias: «Hemos asistido al día más grande de la historia de
España. Desfilaron los ejércitos de la Victoria. Hemos
salvado la civilización católica, como en los siglos pasados la salvaron
nuestros antepasados... ¡Arriba España¡.» Era la recuperación de un ideal
integrista largamente suspirado.
Documentos
episcopales
El 30 de setiembre de 1936, monseñor Pla y Deniel, obispo de
Salamanca, hizo pública la primera carta pastoral con el título Las dos
ciudades, en la que se legitimaba el Alzamiento y se daba interpretación
doctrinal de la guerra: «En el suelo de España, afirmaba el prelado, luchan hoy
cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que
están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra...
Comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos,
envidiosos de los que hacen un culto de la virtud. Y por ello los asesinan y
martirizan.» En esta carta aparece el término Cruzada: «Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en
realidad es una Cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para
restablecer el orden.» En ella reivindica una y otra vez, la legitimidad del
Alzamiento: «Al apuntar la revolución ha suscitado la contrarrevolución.»
Esta carta se convirtió en parte integrante de la ideología
de Franco, quien en aquellos días aún no conocía personalmente
al obispo de Salamanca.
En noviembre de 1936, el cardenal primado, doctor Gomá, a
quien el inicio de la guerra cogió en Pamplona, publicó una pastoral, El caso
de España, interpretación personal de las causas del conflicto: «judíos y
masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos
tártaros y mongoles convertidos en sistema político y social en las sociedades
tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita». Para el arzobispo
toledano, «la guerra es un castigo por laicismo y la corrupción impuesta al
pueblo español desde las alturas políticas, por la propaganda de los malos
políticos», y explicaba la contienda: «Es la guerra que sostiene el espíritu
cristiano y español contra ese otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que
quisiera fundar todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez
del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista.»
Pero no cabe duda de que el documento más contundente e
influyente fue la carta colectiva, escrita por Gomá y firmada por 43 obispos y
cinco vicarios capitulares. No firmaron, por estar en desacuerdo con el tenor
de la carta, el cardenal Vidal y Barraquer y don Mateo Múgica, obispo de
Vitoria pero fuera de su diócesis.
En el documento, los obispos recuerdan su colaboración con la República «a pesar de
los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia », y reconocen la
insuficiencia de esta prudencia, a causa del sectarismo antinacional y
antirreligioso de los legisladores de 1931, y de la debilidad de la autoridad
desde febrero de 1936.
Llega a la conclusión de que la guerra se había hecho
inevitable y reconoce la legitimidad del Alzamiento: «Estos son los hechos.
Cotéjense con la doctrina de Santo Tomás sobre el derecho a la resistencia
defensiva por la fuerza y falle cada cual en justo juicio.»
Insiste en las características de la revolución en la zona
republicana y en las contrarias del movimiento nacional, apoyado por «el pueblo
sano que se incorporó en grandes masas al movimiento».
En concreto, éste manifestaba un sentido patriótico y un
sentido religioso, «que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la
impotencia a los enemigos de Dios y como la garantía de la continuidad de su fe
y de la práctica de su religión». Comentaba, también, demostrando una
mentalidad y una actitud muy propia de aquellos momentos, el porcentaje de
confesiones entre los condenados a la última pena en el bando nacional,
indicando como dato reconfortante que en Mallorca sólo un 2 % había muerto
impenitente, mientras en el Norte se llegaba al 10 % y en Andalucía alcanzaba
el 20 %.
La carta leída hoy produce serios reparos. La referencia a
los famosos documentos de la conspiración roja; la etiqueta de comunismo, que
se aplica sin el menor matiz a un fenómeno tan complejo como era el de la otra
zona; una excesiva simplificación de la problemática política de los dos bandos
y hasta una referencia a la futura organización del Estado Nacional, que
desentonaba en un documento que no era político ni tenía porqué serlo; la
minimización de las omisiones sociales de la derecha.
En realidad, estamos de acuerdo con el juicio de Vidal y
Barraquer cuando se negó a firmarlo: «La encuentro admirable de fondo y de
forma, como todos los de V. y muy propio para propaganda, pero lo estimo poco
adecuado a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo. Temo que se
le dará una interpretación política por su contenido y por algunos datos o
hechos en él consignados».
Para Vidal, el documento podía convertirse en un pretexto
para nuevas represiones, la iniciativa debía corresponder a los obispos, no a
la autoridad civil, no era misión de la Iglesia legitimar un determinado régimen, podría
dar la impresión de que se legitimaba la rebelión, y contradecía la anterior
pastoral de 1931: «Se dejan de aprovechar las circunstancias propicias en el
inicio de una nueva era, para probar prácticamente que los obispos están
completamente apartados y muy por encima de todo partidismo político, dando así
ejemplo a los sacerdotes.»
La resonancia del documento fue extraordinaria, consiguiendo
la adhesión de los episcopados de treinta y dos naciones y de unos novecientos
obispos, ofreciendo un argumento contundente a los católicos que se encontraban
indecisos y respaldando sin contemplaciones al régimen que estaba surgiendo.
Contrariamente a lo temido, la pastoral convenció aún más a los gobernantes
republicanos de la necesidad de apaciguar y solucionar el problema religioso.
Vidal y Barraquer -
Gomá
Durante los años treinta, la Iglesia española fue
representada y, en cierto sentido, dirigida por dos personalidades de indudable
talento y personalidad, pero con sensibilidades distintas. Durante el primer
período, 1931-1936, el episcopado dirigido por el cardenal Vidal y Barraquer
defendió sus derechos con energía pero con respeto, buscando el trato y el
diálogo, rechazando toda apariencia de incitación a la rebelión. Desde abril de
1936, el liderazgo correspondió al cardenal Gomá, más decidido a tornar
posturas y a alinearse con una opción determinada si con ello se alcanzaban los
objetivos considerados justos y necesarios.
Aun en circunstancias tan dramáticas, pues estuvo a punto de
ser asesinado, asesinaron a su auxiliar,
vivía en el exilio, no se le permitió volver a su diócesis cuando fue invitado
por el Gobierno republicano el arzobispo
de Tarragona quiso mantener la independencia
de la Iglesia ,
su no apoyo a un régimen político determinado
que reforzaría la imagen partidista de la Iglesia , su
continuo interés por aquellas personas que, a menudo, injustamente, mantenían su opinión
peyorativa y puramente negativa de la Iglesia , llegando a su
persecución y martirio.
No muchos comprendieron su actitud. La jerarquía española y la Santa
Sede optaron por quienes se proclamaban católicos militantes y le prestaron su apoyo, si bien
condicionado, y, de hecho, la actitud de
Vidal no sólo fue minoritaria sino casi única.
Probablemente, ni Vidal era más santo que Gomá ni éste estaba mejor o peor formado que aquél, pero
constituían dos personalidades
psicológicas diferentes y dos opciones pastorales diversas, y manifestaban dos ideas distintas
de cómo debía aparecer la Iglesia , en gran parte
influidos por su correspondiente contextura
mental. El predominio de Gomá supuso la aceptación y la presencia de un modo de ver, juzgar y
actuar determinado que, por otra parte,
estaba más en línea con la mentalidad conservadora e integrista tradicional. Vidal y Barraquer
suponía un pensamiento y un
comportamiento propio del catolicismo liberal más acorde con nuestra sensibilidad actual y con los
signos de los tiempos, pero entonces,
ciertamente, minoritarias.
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