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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La mujer, protagonista en la Guerra Civil

La mujer, protagonista en las izquierdas

Los propósitos redentores se extendieron hasta la clase de las prostitutas. En Barcelona se llevó a cabo una amplia campaña contra los burdeles, a fin de liberar a las pupilas y reinsertarlas en la nueva sociedad. Un eslogan ácrata sostenía que «el buen anarquista no debe comprar los besos, sino merecerlos».
Organizaciones crecidas al amparo del clima revolucionario como
«Mujeres Libres», realizó una gran labor en pro de la emancipación femenina y en lucha contra la trata de blancas, esclavitud que se estimaba como un vestigio del pasado en el que los proxenetas explotaban la miseria y la incultura.

Como es obvio, en este contexto igualitario, uno de los hechos más resaltantes traídos por el cambio social, fue la participación activa de la mujer en todo tipo de actividades, como fruto de un empeño en pro de la rehabilitación de la condición femenina y de la igualdad de derechos. La mujer fue considerada «compañera» del hombre, participando en una militancia tan activa que en los primeros tiempos de la guerra llegó a empuñar el fusil luchando hasta en los frentes. La desaparición de ciertas convenciones, ilógicas en una sociedad liberada, hicieron proliferar las uniones libres entre hombre y mujer. El matrimonio, privado de todo sentido sacramental, quedó reducido a un simple trámite civil que podía contraerse ante un funcionario sindical. El divorcio también vio simplificados sus requisitos, y el trasiego provocado por la guerra generalizó las separaciones legales hasta el punto de que, en algunos juzgados, se veían colas de parejas en espera de verse libres de todo vínculo, para poder reemprender su vida formando otra pareja.

Una amplia legislación en favor de las madres solteras las situó en paridad legal con las casadas y legitimó a sus hijos. En Cataluña, siendo Andrés Nin consejero de la Generalidad, el aborto fue legalizado permitiéndose la interrupción del embarazo en clínicas especializadas, a condición de que fuera por estas tres razones: éticas, eugenésicas ó neomalthusianas.

La ingente tarea de socializar la propiedad hizo recaer sobre los comités desbordantes responsabilidades. A través de boletines informativos se divulgaba la labor llevada a cabo, los secretos empresariales hallados al tener acceso a los papeles privados de las sociedades. La notificación de la incautación de una gran empresa se hacía en estos curiosos términos:
«Hemos dejado cesantes a los “señores” gerentes, rentistas y demás chupópteros burocráticos que se amamantaban de los fondos secretos de la Empresa.» Todo un movimiento liberador, utópico y trascendental se sintetizaba en esta frase de gran impacto sobre las mentes proletarias: «En el mundo putrefacto del capitalismo y de la burguesía todo tiene un precio. En el nuestro, nada.»

Los problemas monetarios

Fácil es comprender que una transformación social, del calibre de la producida en la zona republicana, tropezaría de inmediato con las reservas, si no con oposición, de extensas capas de la sociedad para quienes el valor del dinero y las leyes del comercio libre habían sido dogma sobre el que basar la marcha de la sociedad y el funcionamiento del mercado.

La sacudida revolucionaria de los primeros momentos y el reajuste en los abastecimientos motivado por la nueva configuración del mapa de la España republicana, perturbó la normalidad en el aprovisionamiento de algunos artículos. Por otra parte, la generosidad de ciertas medidas económicas (a los milicianos se les asignó una paga de 10 pesetas diarias, cifra considerable en la España de 1936), dio paso a los primeros síntomas inflacionarios cuya consecuencia inmediata fue la ocultación y el acaparamiento de víveres y su venta en un mercado negro que, al especular con la escasez, elevaba notoriamente los precios. Simultáneamente, en mentes tan conservadoras como son las de los pequeños propietarios rurales y los pequeños comerciantes urbanos, las ideas sobre una sociedad nueva, desdeñosa de los valores materiales, chocaban con conceptos tan hondamente profesados como era el supremo valor del dinero, y más si éste se presentaba en la forma de un metal precioso.

Consecuencia de esto fue la progresiva desaparición de las monedas de plata que en acuñaciones de peseta, de dos cincuenta y de cinco pesetas (el famoso duro), eran de circulación normal al comienzo de la guerra. El curso legal de las piezas de plata pasó a ser un recuerdo, iniciándose con ello los primeros problemas de circulante con su inmediata repercusión sobre el normal desenvolvimiento de la vida cotidiana. Por si esto fuera poco, el entramado social compuesto por tenderos y comerciantes, adoptó una actitud defensiva ante las medidas revolucionarias y como por otra parte el sesgo de la guerra no se mostraba favorable a la República, el clima de desconfianza se generalizó y su manifestación, a nivel de calle, fue la progresiva desaparición de las únicas monedas que quedaban en circulación: las piezas de cobre de cinco y diez céntimos, las que el lenguaje popular denominaba «perras chicas» y «perras gordas», respectivamente.

Un gravísimo problema se abatió sobre la zona de la República: la carencia de moneda fraccionaria que permitiera la realización de los desplazamientos y de las adquisiciones que sustentan el diario vivir. El Gobierno dispuso la acuñación urgente de monedas de peseta, de una aleación hecha de cobre y latón. Entretanto, hubo que recurrir al papel moneda y como el problema era acuciante, el ministro de Hacienda autorizó a que para la solución local del conflicto, los gobiernos autónomos hicieran sus propias emisiones. De este modo, antes de que finalizara el año 1936, el Gobierno de la Generalitat de Cataluña había lanzado billetes con valores desde 10 pesetas hasta cincuenta céntimos. El Consejo de Asturias y León hizo lo propio y además acuñó monedas de cuproníquel; y el Gobierno de Euzkadi también emitió moneda por su cuenta.

Pese a todo lo dispuesto, el problema pasó de grave a gravísimo en los primeros meses de 1937. En marzo de este año se escribía en Mundo Obrero: «Es preciso terminar con esa angustia que supone tener dinero y no poder adquirir aquellas cosas que se precisan por falta de moneda fraccionaria. En todos los establecimientos, la misma angustia. Ya son centenares de cartelitos los que hemos leído por esos establecimientos de Madrid rogando que lleven los compradores o consumidores el importe de sus adquisiciones en moneda fraccionaria que haga posible el tráfico normal. Es muy corriente oír: “Si no trae la moneda precisa no puedo servirle.” Esto no puede durar un día más...»

La salida de la nueva peseta y su desaparición inmediata fue todo uno, convirtiéndose en una curiosidad numismática. En la imposibilidad de resolver un problema de repercusiones domésticas incalculables, con el profundo malestar que afectaba a toda una población incapacitada para llevar a cabo sus transacciones cotidianas, el Gobierno se vio en la necesidad de autorizar a los municipios a la emisión de papel moneda. Y de los municipios se pasó a una tolerancia para las acuñaciones con los más varios materiales, a las fábricas militarizadas, a las cooperativas, a los sindicatos. Y de éstos se pasó a las empresas de transportes, a los economatos, a los almacenes. Y aunque la autorización se daba para la circulación interna, muchas monedas llegaron a ser aceptadas por otros centros en momentos de necesidad.

A mediados del año 1937, a lo ancho de la zona de la República se utilizaban, además de toda suerte de papeles con apariencia de billetes avalados por las entidades antes citadas, un despliegue de piezas hechas con materiales tan variopintos como el cuero, el celuloide, el cartón, la hojalata, y grabados con distintivos que acreditaban su-procedencia de la Industria Gastronómica, de las colectividades más diversas, hasta de un canódromo. De los diez mil modelos entre unidades y piezas fraccionarias acuñadas procedentes de dos mil organismos emisores, aproximadamente la mitad lo fueron en Cataluña. También se utilizaron los sellos de correos, pegados a un cartón que les daba protección y no faltó el papel emitido por alguna colectividad aragonesa en la que por haberse abolido el dinero, es decir, la peseta como vehículo monetario, el valor se atribuía en «grados». Fue concretamente en el pueblo de Fraga entre otras localidades catalano-aragonesas donde la abolición del dinero permitió decir a un responsable libertario: «Aquí podéis tirar billetes de mil a la calle sin que nadie se tome la molestia de cogerlos. Rockefeller, si vinieras a Fraga, con toda tu cuenta bancaria, no podrías comprar ni una taza de café. El dinero, vuestro dios y servidor, ha sido abolido y el pueblo es feliz.»

A primeros de 1938, el Gobierno Negrín publicó en la Gaceta un decreto por el que se disponía que en el plazo de un mes fueran retiradas de la circulación todas las emisiones de vales, bonos, billetes y monedas no hechas por el Tesoro Público o el Banco de España. Para entonces, las emisiones oficiales habían conseguido dotar al país del circulante necesario para crear unas mínimas condiciones de normalidad.

Los problemas alimenticios

La aleatoria distribución de los recursos entre las dos Españas divididas por la guerra hizo -como ya se ha apuntado- que, tempranamente, la zona republicana empezara a notar la escasez de algunos artículos. La especulación se encargó de agravar el problema. A finales del verano de 1936, Madrid empezó a experimentar la carencia de ciertos alimentos como la carne y el pescado. En setiembre, fue en Barcelona donde se dieron las primeras escaseces dando lugar a la aparición del mercado negro, con su consiguiente elevación de precios. Las colas hicieron acto de presencia y fue en ellas donde empezó a expresarse la queja popular. El fenómeno de la venta callejera se extendió, bautizándose con el nombre de «estraperlo» la venta a sobreprecio que efectuaban los vendedores ambulantes.

A mediados de diciembre, Barcelona volvió a registrar penuria de ciertos alimentos. Paralelamente, la tendencia alcista de los precios se mostraba indetenible. Solidaridad Obrera, comentando este hecho, decía: «Todo un rebaño de agiotistas, de comerciantes sin escrúpulos, de gentes sin control moral de ninguna clase, está enriqueciéndose a costa de los sacrificios del pueblo.» Por aquellas fechas, proveerse de pan requería la formación de largas colas.
Entretanto, se había producido el ataque a Madrid como consecuencia de la llegada ante sus puertas de las tropas de Franco. La vida en la capital sitiada se vio aquejada por las dificultades derivadas de la necesidad de alimentar a la masa de tropas y servicios que atendían a la defensa de la ciudad y, además, a una población civil reacia a ser evacuada. Y, todo ello, teniendo que transportar los suministros utilizando carreteras secundarias.

Madrid, con todo el valor simbólico que tenía su defensa, se convirtió en una pesada carga para las disponibilidades alimenticias de la República. Como es lógico, se impuso el racionamiento de los víveres disponibles. El pan se limitó a 300 gramos diarios, la carne y el pescado casi desaparecieron, el azúcar y la leche condensada sólo se despachaban con receta médica. La gente empezó a alimentarse, mayormente, a base de verduras y hortalizas. En los meses finales de 1936, la zona de Levante era la que mantenía las mejores apariencias de normalidad. Los evacuados de Madrid la bautizaron como «el Levante feliz», a la vista de las paellas, de la abundancia en pescado y en mariscos.

Entrados en el año 1937, las dificultades se extendieron por todo el territorio republicano, la situación se fue degradando y hubo que imponer el racionamiento de los artículos de primera necesidad, el arroz, el aceite, los huevos... La leche desapareció y para evitar su utilización clandestina en golosinas, se prohibió la elaboración de helados, nata, etc. La escasez harinera hizo que los churros y toda clase de tortas y bollos dejaran de existir. Poco a poco, la alimentación básica se fue desplazando hacia la ingestión de gachas de maíz, de boniatos, toda vez que los alimentos racionados llegaban con gran penuria y su adquisición requería hacer enormes colas desde el alba. En el mes de abril, hubo tumultuosas manifestaciones de mujeres en Barcelona ante los mercados, en protesta por la subida de los precios. En el otoño de 1937, se autorizó el sacrificio de ganado equino y ante el abuso a que dio lugar la fabricación de embutidos con carne de burro, hubo que prohibir su preparación.

En aquellas difíciles circunstancias, las gentes de los grandes núcleos urbanos, las mujeres a cuyo cargo estaba la problemática tarea de ir a la compra, dirigieron su vista hacia el campo, donde los habitantes del medio rural hacían ocultación de sus productos para venderlos a precios superiores a los de tasa. Era el único medio de agenciarse, a costa de toda clase de incidencias y de riesgos, leche, carne o aceite.

Al llegar al segundo año de guerra, la República tuvo que plantearse el dilema, ante la escasez de alimentos, de nutrir al frente o a la retaguardia. Y como lo prioritario era mantener al combatiente en condiciones de luchar, fue la retaguardia la que cayó en los males de la desnutrición. Para entonces, la superficie bajo control gubernamental se había reducido al 42% de la extensión total de España, pero la merma en territorio, con lo que ello conllevaba de pérdida de superficie cultivable, se agravaba por el hecho de que, gran parte de los habitantes de las regiones perdidas, habían preferido seguir a las tropas republicanas en su retirada con lo que si la superficie se había mermado, la población había aumentado.

En 1938, la lucha diaria por subsistir se hizo obsesiva. La alimentación «oficial» se basaba en lentejas, a las que el humor popular bautizó con el nombre de «píldoras del doctor Negrín». El arroz y el aceite se convirtieron en productos inasequibles. El fantasma del hambre obligó a comerse las cáscaras de las naranjas, las de cacahuete, los tallos de remolacha. Chufas y pipas de girasol entretenían el hambre; un hambre que llegó al sacrificio de las palomas, ornato de las ciudades, al de animales domésticos. Una nueva cocina nació de la privación. Era una cocina hecha de sucedáneos como las tortillas sin huevos preparadas con papilla de harina de maíz o las chuletas empanadas sin carne, compuestas de puré de algarrobas. Fue entonces el momento del auge de los sopicaldos en cubitos, tan cómodos de preparar como escasos de sustancia; el de los flanes sin huevos ni azúcar.

El efecto de estas privaciones sobre la población Civil fue devastador; las personas empezaron a verse escuálidas, víctimas de unos procesos de autofagia que los hacía irreconocibles.

En las postrimerías del año 1938, la situación se hizo angustiosa. A la carencia de alimentos se unió la escasez de carbón. Al hambre se unió el frío. De entre la humanidad sufriente que alentaba en la zona republicana, había unas víctimas sobre las que incidían de modo más patético todos los padecimientos: los niños que quedaban tras las evacuaciones realizadas a países extranjeros. En noviembre de 1938, las madres españolas dirigieron un llamamiento a las madres del mundo cuyo texto finalizaba con estos estremecedores párrafos:
«Hambre, frío, bombardeos, hogares deshechos. Este es el porvenir de nuestros hijos. en el invierno que entra, si vosotras no acudís en su auxilio.
¡Madres y mujeres del mundo! Cualquiera que sea vuestra ideología, cualquiera que sea el concepto, acertado o erróneo que tengáis de nuestra lucha, sed ante todo madres y como tales escuchad este llamamiento que sale del corazón lacerado de las madres españolas que ven sufrir y morir a sus hijos... No permitáis que nuestros hijos perezcan de hambre o de frío. Responded a nuestro llamamiento, responded con largueza, como sabe hacerlo un corazón de mujer,»
Para entonces, la capacidad de resistencia de la zona republicana estaba llegando a sus últimos límites.

Los éxodos

En los postreros meses del verano de 1936, la capital de España empezó a registrar la llegada de gentes del campo. Algunos procedían de Andalucía, otros de Extremadura y no faltaban los que hacían acto de presencia en carros, transportando sus modestos enseres. Aquellas gentes venían huyendo ante el temor que les inspiraban los moros y legionarios que formaban la vanguardia del Ejército de Franco. Aquel sería el primero de los éxodos ocasionados por la guerra. Poco después, Cataluña recibiría a los primeros evacuados de Guipúzcoa al producirse la pérdida de Irún y ser trasladados a través de Francia, a tierras catalanas. Con estos casos nació el problema de los refugiados, que el desfavorable curso de la guerra convertiría en estremecedora causa de separaciones, desarraigos y rupturas.

La cercanía de las tropas franquistas a Madrid suscitó el complicado problema de la evacuación del personal civil de la capital, una capital que se había superpoblado con la arribada de gentes de otras regiones. La salida de mujeres y niños de Madrid, hizo distribuir por la región levantina a miles de personas, niños, ancianos, enfermos a los que hubo que albergar en residencias improvisadas, albergues y guarderías. El drama no había hecho más que empezar porque, al éxodo de Madrid, seguiría en febrero de 1937 el de Málaga, millares de personas que huyeron de la ocupación franquista de la capital andaluza hacia tierras de Granada, Almería, hasta alcanzar la región levantina con el terror pintado en el rostro tras el ataque de la marina y la aviación nacionalista a las columnas de gentes en huida.

Pero aquella diáspora interior estaba destinada a no tener fin.
A partir de mayo de 1937, se fueron sucediendo las evacuaciones de Vizcaya, Santander y Asturias, hechas por mar y en complicadas circunstancias. Familias enteras se vieron separadas de sus hijos evacuados, y arrancadas de sus tierras; y a su retorno a territorio republicano, aumentaron la complejidad de un problema de alojamiento, de encaje y de aprovisionamiento de cuya gravedad daba idea la magnitud que estaba adquiriendo el número de personas desplazadas.

En 1937, también, ante el incremento de la ofensiva aérea nacionalista sobre las poblaciones civiles de la zona republicana, se planteó dramáticamente la necesidad de enviar al extranjero a la población infantil, hecho tanto más necesario cuanto que el deterioro de la situación alimenticia ponía a la infancia en grave peligro de desnutrición. Generosos Ofrecimientos permitieron la marcha de expediciones de niños a Francia, Bélgica, el Reino Unido, Holanda y hasta México y la Unión Soviética, donde entidades benéficas se hicieron cargo de ellos. Esto dio lugar a uno de los más dolorosos episodios de la guerra civil, porque muchos de estos niños quedarían para siempre separados de su tierra y algunos perderían todo rastro de sus padres y hermanos.

En 1938, al producirse la ofensiva nacional en el frente de Aragón, el éxodo de campesinos afectó a un elevado número de habitantes de aquellas comarcas. Por estas fechas se hizo público por el Gobierno de la República. la existencia de cerca de tres millones de personas desplazadas de sus tierras de origen como consecuencia de la guerra. Como es obvio, las peripecias sufridas en éxodos y evacuaciones habían desmembrado a gran número de familias. Las búsquedas eran afanosas en demanda de un reencuentro ansiado con personas cuya pista se había perdido en una retirada. En los periódicos, secciones tituladas «Personas desaparecidas» se encargaban de trasmitir las solicitudes de información y por los lugares de origen que se citaban, el alcance del éxodo abarcaba a gentes de Extremadura, de Asturias, de Aragón, de Andalucía, de los cuatro puntos cardinales de la geografía española.

Culminación de esta triste constante, de esta emigración forzada por las bombas o por el rechazo de una parte de la población a una ocupación indeseada, fue el éxodo sobrevenido al producirse la caída de Cataluña. Todos los refugiados que por razones humanitarias se habían acogido a tierras catalanas, tuvieron que emprender una nueva marcha. Y a ellos se añadieron los habitantes de Cataluña que huían ante el avance franquista. Su imagen, huyendo por senderos pirenaicos, padeciendo de hambre y de frío, dio la más patética muestra de la tragedia de todo un pueblo. Cerca de medio millón de personas participaron en el que sería el éxodo definitivo, porque, esta vez, iban a tierras extrañas de las que muchos no regresarían jamás.



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