Rafael
Abella, fue un especialista en la historia social de la guerra civil española y
de nuestra historia contemporánea. Ha publicado numerosos libros. Los dos
primeros fueron “La vida cotidiana
durante la guerra civil. La
España nacional” (1973) y posteriormente “La vida cotidiana en España bajo el régimen
de Franco” 1985
Evolución del curso
de la guerra en los dos bandos
En los primeros días de agosto de 1936, el fracaso parcial
de la sublevación de julio y el éxito incompleto de la sofocación, hicieron que
el balance de pérdidas y ganancias diera el peor de los resultados para el
país. Cada uno de los dos bandos entendió que el territorio que quedó en su
poder debía convertirse en feudo donde imponer su talante ideológico y
plataforma desde la que lanzar a los combatientes para las operaciones
militares tendentes, por un bando, a aplastar la rebelión y, por el otro, a
«reconquistar» las parcelas donde el alzamiento había fracasado. El paso de los
días, la incomunicación existente entre las localidades en poder de los dos
bandos y el comienzo de unas hostilidades a campo abierto, encaró a los
españoles con la evidencia de .que lo que estaba sucediendo había pasado, de
ser un pronunciamiento clásico, a convertirse en una guerra civil con todas sus
terribles consecuencias. España ya no era una sino dos, y en esta
fragmentación, cada parcela se configuró con arreglo a una disponibilidad
territorial, a una población y, sobre todo, a unas premisas políticas, sociales
y económicas, cuyo alcance había barrido los planteamientos previstos por el
golpe de julio.
Aceptado el hecho de la división de España, la vida debía
seguir su curso, un curso impuesto por una guerra de impredecible duración y
que por sus características civiles y por la arbitraria fragmentación del
territorio nacional, ofrecería la particularidad de que cada beligerante
encerraría en su coto de dominio a tantos enemigos como los que quedaban al
otro lado de la trinchera.
El hecho bélico impuso, en el lenguaje de los dos bandos, la
división entre frente y retaguardia, lugares en los que se librarían las dos
batallas de las que constó nuestra guerra, porque, en uno y otro lado, la
persecución del enemigo político, lo que se llamó la «limpieza de la
retaguardia», le prestaría sus más crueles y trágicos trazos.
Sea como fuere, a partir del estallido hubo dos Españas y en
cada una de ellas, la cotidianeidad de la vida asumió unos perfiles propios
pero con unas características comunes, como no podía ser de otra manera dado el
idéntico origen, la misma fidelidad a unas constantes psicológicas y
temperamentales dadas a la exaltación, a la pasionalidad y a la crueldad. Era
el mismo pueblo el que se había puesto en pie de guerra y era media España en
lucha con la otra media.
Veamos cómo se configuró la existencia en cada zona y su
evolución en el curso de la guerra.
Zona republicana
La zona que se mantuvo fiel al Gobierno de Madrid, y que en
el transcurrir de la guerra se distinguiría como zona republicana, comprendía
al comienzo de las hostilidades toda Castilla la Nueva , la región catalana,
las tres provincias del reino de Valencia, así como Murcia y Albacete. En
Andalucía contaba con Jaén, Málaga y Almería y parte de las provincias de
Córdoba y Granada, así como la provincia de Badajoz en Extremadura. En el
Norte, la franja cantábrica que se extiende desde Irún a la raya de Galicia,
excepto la capital de Asturias, Oviedo, que quedó aislada en manos de los
sublevados. En las Baleares, tan sólo Menorca se mantuvo leal al Gobierno.
Esta zona ocupaba un 60 % del territorio nacional y
albergaba una población de 16 millones de habitantes. Desde el punto de vista
económico ocupaba las regiones más industrializadas y con un más alto nivel de
vida. Era la zona que comprendía la mayoría del proletariado urbano, cuya
fidelidad a la República
había quedado demostrada en las jornadas de julio. Por otra parte, la posesión
de la capital -objetivo primordial de los rebeldes- representaba el
mantenimiento de la contextura estatal con sus representaciones diplomáticas,
su dominio sobre el tesoro público y la riqueza representada por la presencia
de las centrales de los grandes bancos nacionales.
Era, pues, una España rica y abundante en recursos
industriales.
En contrapartida, ofrecía la desventaja estratégica de tener
la zona Norte aislada y sin comunicación con el resto del territorio
republicano y, por otra parte, el no poder contar con importantes comarcas
trigueras, ganaderas y pesqueras, constituía un inconveniente a tener en cuenta,
ya que los más poblados núcleos urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao,
con requerimientos alimenticios para millones de personas, habían quedado del
bando leal a la
República. Esta aleatoria distribución sería causa de unos
problemas de abastecimientos que gravitarían crecientemente sobre la existencia
de la España
republicana.
La vida en los
primeros tiempos de la guerra
El fracaso del golpe militar, debido fundamentalmente a la
reacción del pueblo en armas, dejó a éste dueño de la situación. Los partidos
obreros y las organizaciones sindicales, artífices de la respuesta popular,
comprendieron que la victoria sobre el Ejército sublevado y la salvación de la República les había
servido la oportunidad histórica de hacer la revolución. Y el proceso se inició
con la incautación de bienes de los adictos o simpatizantes con las ideas
golpistas, empresarios, propietarios y personas de militancia derechista,
católicos, a todos los cuales se les consideró, con arreglo a la jerga
revolucionaria, de «enemigos del pueblo trabajador». La fiebre incautatoria
empezó por los automóviles.
Uno de los signos más característicos del momento
revolucionario era el circular acelerado y ululante de vehículos llenos de
milicianos armados en cuya carrocería lucían las siglas de las organizaciones
triunfantes, CNT, FAI, UGT, JSU, PC, etc.
Después se procedió a la apropiación de los locales de los
partidos de la oposición, cedistas, monárquicos, tradicionalistas, falangistas.
Simultáneamente, los periódicos portavoces de la derecha pasaron a manos de las
más diversas organizaciones y partidos del Frente Popular. En los talleres de La Época pasó a editarse El Sindicalista; en los de El Correo Catalán, La Batalla , órgano del
POUM. En otros, se mantuvo la cabecera dándoles un contenido radicalmente
distinto, como fue el caso de La Vanguardia en
Barcelona y de Ahora y ABC en Madrid. El escritor Luis de
Tapia, famoso por sus diarias coplas en La
Libertad,
retrataba de este modo uno de los síntomas más reveladores del cambio de situación:
«Si habrá cambiado España, que dígame “usté” ya todas las
mañanas leo el abecé.»
Las incautaciones de los locales de la reacción, sedes de
partidos, casinos y entidades patronales, se sucedieron en medio de la euforia
general. En Barcelona el Fomento del Trabajo Nacional fue ocupado por la FAI y el Hotel Colón por el
Partit Socialista Unificat (PSUC). En Madrid, el Nuevo Club y la Gran Peña pasaron a
poder de las fuerzas populares e igual camino siguieron las grandes mansiones
de la aristocracia, el palacio de Medinaceli, las residencias de los Heredia
Spínola, los Muguiro y hasta el palacete que el financiero March poseía en la
calle Núñez de Balboa. Como detalle de humor, un periódico madrileño daba
cuenta de estas incautaciones en la sección de «Ecos de Sociedad».
Todo esto se producía en plena efervescencia revolucionaria,
al cántico de La Internacional , de A las barricadas o de Hijos del
Pueblo, en medio
de manifestaciones, arengas y requisas porque el pueblo en armas se había
convertido en milicia obrera. Hombres y mujeres adoptaron el «mono» y el
gorrillo cuartelero como uniforme que identificaba la condición de milicianos.
Las necesidades bélicas, surgidas en plena improvisación, se habían cubierto
extendiendo «vales» emitidos por los partidos y sindicatos para que los
combatientes pudieran aprovisionarse de víveres y toda clase de artículos para
la lucha, en tiendas y almacenes. Esta licencia hizo del vale panacea
revolucionaria y, a su amparo, no sólo se cubrieron las necesidades de los combatientes,
sino que se abrió un portillo al saqueo. El 21 de julio, el Gobierno de la República hizo radiar
una nota con la advertencia siguiente:
«De orden del señor ministro de la Gobernación , se
comunica que se tiene noticia de que algunos grupos que se hacen pasar
falsamente por milicias armadas se dedican a apoderarse, en las tiendas de
comestibles, de alimentos sin autorización de ninguna clase. Como quiera que
dichos desmanes no se encuentran autorizados de ninguna manera, se pone en
conocimiento que, a quienes los realicen, cualquiera que sea su naturaleza, se
les considerará como fascistas y serán sometidos inmediatamente a las sanciones
máximas que establece la ley...»
Guerra y revolución
Naturalmente que estas conminaciones caían en pleno fragor revolucionario,
porque el poder estaba en la calle, una calle que en el breve espacio de tres
días -entre e] 18 y el 21 de julio- había cambiado todas sus apariencias. El
carácter proletario se había impuesto rotundamente como distintivo de la clase
cuya hegemonía nadie osaba discutir. En la vestimenta usual, los sombreros
habían desaparecido y con ellos, las corbatas, inequívoco adorno burgués. El
que no vestía el mono proletario iba en mangas de camisa, despechugado. A
cualquier recién llegado se aparecía una España habitada exclusivamente por
trabajadores. Todo signo burgués y atildado, desapareció para dar paso a un
desaliño indumentario espontáneo o cultivado por los que se habían adaptado a
la situación y ocultaban su condición burguesa con el más descuidado atuendo.
Salvo en el País Vasco, donde la hegemonía de los
nacionalistas eludió la revolución social, el resto de la zona leal a la República experimentó un
proceso de proletarización que se extendió a los modos de comportamiento, a las
fórmulas de salutación. El trato igualitario en el habla común impuso el uso
del «camarada» o del «compañero» y como saludo, el puño en alto, ademán que
acompañaba al ¡Salud !, como expresión que había sustituido al tradicional
¡Adiós!
En las Ramblas de Barcelona, en la Puerta del Sol madrileña,
en la plaza de Castelar valenciana, veíanse milicianos y milicianas armados con
su máuser, sentados en bares haciendo ostentación de su arma. A la conmoción
producida por la explosión revolucionaria y la huelga general decretada como
respuesta al golpe, se unía el entusiasmo despertado por la formación de
columnas con destino al frente. En Madrid el grito era: «¡A la Sierra ¡»; en Barcelona,
«¡A Zaragoza ¡». A las manifestaciones callejeras sin solución de continuidad
les seguían los desfiles, más o menos marciales de unidades que formaban
socialistas, anarquistas o comunistas, para combatir a los facciosos.
Entretanto, los restaurantes, hasta los de más categoría, se
abrían a la concurrencia de obreros armados. En algunos, era visible un letrero
que advertía lo siguiente: «Se ruega a los camaradas milicianos que para evitar
confusiones, cada uno conserve a mano su arma sin depositarla en ningún sitio.»
La idea de estar en guerra se fue imponiendo poco a poco,
tras las exultantes jornadas de lucha callejera. La vuelta al trabajo se impuso
para aquellos que no se dejaron impulsar al voluntariado por el ardor guerrero
de los momentos. Pero el retorno se hacía bajo un nuevo signo. Era el signo
socializador o colectivizador que se implantó de inmediato en las empresas
cuyos propietarios habían huido o se habían ocultado ante el sesgo de los
acontecimientos. El nuevo orden revolucionario se fue imponiendo, asumiendo
formas diversas en la industria y en el medio rural, según la influencia fuera
marxista o anarquista, en las diferentes ciudades o comarcas.
Después de la hermandad sellada en las barricadas, en la
lucha común contra el fascismo, la retaguardia republicana registró una
pluralidad de iniciativas que llevaba a una pugna proselitista, observable en
la multiplicidad de actos de propaganda, en la publicidad mural de las diversas
organizaciones y en el empeño en no perder la iniciativa, porque la creencia
general era que la guerra se iba a ganar en pocas semanas y lo importante era
ganar la batalla de la retaguardia. A esto se debía una situación de mutuo
recelo entre anarquistas y comunistas cuya resultante era que todo el mundo iba
armado.
Consignas de «¡Miliciano, no dejes que te quiten las armas!»
eran frecuentes en los periódicos ácratas y se justificaban en la multitud de
patrullas, escuadras y brigadas que se dedicaban a vigilar, registrar, detener
y practicar todo tipo de controles, hasta el punto de que circular era una
aventura y viajar una odisea ante la acumulación de elementos que solicitaban
la documentación esgrimiendo las más varias siglas políticas. Estas patrullas
eran las que mandaban en las calles y en las carreteras, porque como fruto de
la confraternización del pueblo con las fuerzas del orden, Asalto, Seguridad y
Guardia Civil, éstas habían perdido toda capacidad para imponerse a sus
compañeros de lucha. De este modo, el orden se había convertido en desorden, el
poder quedaba en manos de incontrolados o de sicarios de comités, nacidos al
amparo de la revolución y cuyo fin era el de localizar y perseguir a los
enemigos de la causa popular.
El terror rojo
La euforia del triunfo, manifiesta en las noches del 19, del
20 y del 21 de julio, había tenido una temible derivación: la apertura de las
cárceles. Una tropa de delincuentes comunes liberados se unió al hampa de las
grandes ciudades y en aquel colosal río revuelto se produjeron los primeros
crímenes. La venganza personal y el asesinato se disfrazaron con móviles
políticos. El espolio, realizado por delincuentes comunes, fue seguido del
homicidio para encubrir el delito. Por esta senda se inició la labor de
persecución del enemigo político, emprendida por elementos de los diversos
partidos, representados por comités de calle, de barrio, de empresa o de gremio,
de quienes partían las indicaciones precisas para registrar, detener y
ejecutar.
Gentes dominadas por el odio de clase; hombres imbuidos de
instintos criminales de esos que se despiertan en toda convulsión histórica, se
encubrieron en una militancia, tomando sobre sí la tarea de eliminar a los
enemigos de la revolución. El anónimo, la delación, la falsa denuncia crearon
un clima de inseguridad total. El tener un rival en la carrera, en los
negocios, en el amor, hacía temer lo peor: la denuncia, la visita nocturna, la
detención y el «paseo», nombre con el que, en uno y otro bando, se bautizó la
ejecución sumaria perpetrada con nocturnidad y en despoblado. Ciertos lugares
como la Rabassada
en Barcelona, la Casa
de Campo o la Dehesa
de la Villa en
Madrid se convirtieron en punto de ’ exhibición de las víctimas, en espera de
la llegada del juez que procedía al levantamiento del cadáver y a registrar la
defunción, anotando las señas personales del difunto.
En fecha tan temprana como el 22 de julio se hizo público un
comunicado del ministro de la
Gobernación dirigido a los gobernadores civiles cuyo
contenido era el siguiente:
«Queda vuecencia autorizado para, en mi nombre, dictar un
bando en el que se conmine con la ejecución inmediata de la máxima pena establecida
por la ley, para todo aquel que, perteneciente o no a una entidad política, se
dedique a realizar actos contra la vida y la propiedad ajenas...»
Las fórmulas eran las de anteguerra; las apelaciones al
ejercicio de un poder coercitivo se hacían a sabiendas de que el aparato
estatal estaba desmantelado y en aquellos momentos no existía fuerza alguna
capaz de garantizar la Vida
de quien se sintiera perseguido por una simple sospecha o por una rivalidad
personal.
El día 25 de julio se solicitaba en letra impresa: «¡Máxima
pena para ladrones y asesinos!» Y El Socialista pedía: «¡Serenidad,
disciplina!» Las llamadas al orden continuaron desde los medios informativos:
«¡Hay que acabar con las actividades delictivas de los pequeños grupos de
irresponsables!» Pero, desgraciadamente, todas estas conminaciones se perdían
llevadas por la marea revolucionaria en la que se mezclaban las ansias
reivindicativas de un pueblo que aspiraba a una España más justa con la acción
de los que entendían la revolución como un gigantesco y sangriento ajuste de
cuentas.
En Barcelona, el día 29 de julio, La Vanguardia informaba de
que «en el Depósito Judicial se hallaban cincuenta y cinco cadáveres sin
identificar» y añadía que «sesenta y cuatro fotografías estaban disponibles para
la identificación de otras tantas víctimas». Para los habitantes de la zona
republicana significados por sus ideas contrarias al Frente Popular, para los
católicos por el mero hecho de serlo, se abriría un período persecutorio en el
que había que recurrir a esconderse, a asumir una nueva personalidad y para
esto, el agenciarse un carnet sindical fue motivo de salvación de muchos; tan
fue así que las siglas de la CNT ,
organización que fue generosa a la hora de expedir carnets, fueron rebautizadas
como «Carcas No Temáis».
Una voz contra los
excesos
A hacer más dura esta situación, vino la filtración de
noticias procedentes del otro bando que hablaban de la implantación de unas
durísimas medidas represivas y de gran número de fusilamientos tras la imposición
de la ley marcial. El mecanismo de las represalias iba a ensangrentar a las dos
Españas y a crear una sima de difícil superación. El día 30 de julio, la Federación de
Sindicatos Únicos de Barcelona, en manifiesto expuesto en un diario confederal,
clamaba desesperadamente: «¡Que la revolución no nos ahogue a todos en sangre!
¡Justicieros conscientes, sí! ¡Asesinos, nunca!» Esto no era óbice para que en
los periódicos se diera cuenta de las actividades de los grupos creados para la
búsqueda de fascistas. Algunos, como la
Escuadrilla del Amanecer, en Madrid, adquirirían siniestra
fama por el número de personas detenidas en las que sin distingo alguno se
incluían hasta republicanos moderados. El clima de inseguridad llegó a tales
extremos que el ingreso en la cárcel se estimaba como una garantía de seguridad
que ponía a cubierto de una detención arbitraria que podía conducir a los
comités que, sin más, disponían de la vida de cualquier sospechoso.
La desaparición del enemigo político entró en un grado de
aceptación tal, que en las «Notas Necrológicas» de algún periódico de Madrid,
se daba cuenta, como si se tratase de muertes naturales, del fallecimiento de
personas que habían sido asesinadas, como fue el caso del diputado de la CEDA , Bermúdez Cañete o del
periodista Alfonso Rodríguez Santamaría. En aquella situación caótica,
atravesada durante el verano de 1936, llegó a darse por muertos a personas que
no lo fueron, algunas tan populares como el matador de toros Nicanor Villalta,
el actor Rafael Rivelles o el famoso guardameta internacional, Ricardo Zamora.
Fue en la noche del 8 de agosto cuando, desde los micrófonos
de Unión Radio Madrid, se alzó una voz contra los excesos que
se estaban cometiendo. Fue la de Indalecio Prieto, quien, después de analizar
la marcha del conflicto, se enfrentó con el problema de
los desmanes con estas palabras:
«...Yo no sé que autoridad tendrá mi palabra cerca de las
multitudes populares que luchan por la República y que al luchar por ella no me asusta
el decirles que ya tienen contraído, conquistado, el derecho a una ordenación
jurídica de los frutos de la victoria», Lo que sí quiero decirles es que, por
muy fidedignas, por muy terribles, por muy trágicas que sean las versiones de
lo que haya ocurrido y esté ocurriendo en las tierras dominadas por nuestros
enemigos, aunque nos dieran agrupados en montones los nombres de camaradas, de
amigos queridos que encontraron, simplemente, en la adhesión a un ideal, el
título jurídico ante la subversión que justificara su muerte alevosa, yo os
pido que no los imitéis, yo os lo ruego, yo os lo suplico.»
Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia
ajena, vuestra clemencia; ante todos los excesos del enemigo,
vuestra benevolencia generosa. No olvidéis que quienes constituimos esta generación que declina nos podemos ir de la Vida un poco angustiados si dejamos una España endurecida de corazón, insensible a la solidaridad humana.
«Oídme bien: mis palabras son palabras reflexivas que hacen
tremolar la emoción, pero palabras sinceras, palabras hondas, palabras nacidas
de lo más íntimo de mi espíritu: no los imitéis, no los imitéis. Superadlos en
vuestra conducta moral, superadlos en vuestra generosidad. No os pido, conste,
que perdáis Vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros en el
combate, hombres de acero... pero corazones sensibles, capaces de contraerse
ante el dolor humano y que sean albergue de piedad, sentimiento delicado y
tierno sin el cual parece que perdernos algo de nuestra grandeza humana...»
Estas nobles palabras, recibidas con reparos por los más
radicales de sus correligionarios fueron impotentes para detener el implacable
curso de los acontecimientos. Las noticias de la matanza de frentepopulistas en
Badajoz, consumada por tropas moras y legionarias, fue el móvil para el
vergonzoso episodio del incendio y asalto de la Cárcel Modelo de
Madrid el 20 de agosto.
La persecución
religiosa
Y el clima de terror seguiría por todo el verano y el otoño
de 1936, hasta alcanzar su culminación en los angustiosos momentos del ataque a
la capital por las tropas llegadas de Africa. La psicosis del quintacolumnismo,
el miedo al enemigo interior en momentos críticos de la batalla de Madrid, dio
lugar a las ejecuciones masivas de Paracuellos, a las sacas de presos que fueron
asesinados en Torrejón, sucesos que enturbiaron uno de los hechos bélicos de
los que la República
se pudo sentir más orgullosa: la defensa de Madrid.
La revolución se distinguió también por la saña con que se
persiguió a la
Iglesia Católica y a sus miembros. Salvo en el País Vasco,
iglesias y conventos fueron pasto de las llamas u objeto de incautación. La
persecución de curas, frailes y monjas dio paso al sacrificio de miles de ellos
o a la ocultación, como única vía de salvación. El culto se prohibió manteniéndose
las prácticas religiosas en el mayor secreto, al estilo de un cristianismo de
catacumbas. Junto a la clerofobia y al furor iconoclasta que caracterizó a la
revolución de 1936, se daba el caso, muy acorde con la religiosidad hispánica
de que ciertas imágenes de la
Virgen o de santos, objeto de una devoción lugareña,
escapaban al furor popular y eran los propios milicianos los que se erigían en
protectores. En una ciudad murciana y en el templo dedicado a la Patrona del lugar, púsose
un letrero que decía: «A la
Virgen de la
Caridad no la toca nadie.»
La espontaneidad
revolucionaria
Junto a la faceta destructiva y terrorífica de la
revolución, se hacía visible el cambio social y económico cuya beneficiaria
había sido la masa popular. Una gigantesca transformación se había operado en
su provecho. Una serie de medidas gubernativas en favor de las clases modestas
habían ordenado el abaratamiento de los alquileres de renta baja; las tarifas
eléctricas habían sido también rebajadas y la jornada de trabajo se había
reducido de 48 horas semanales a 40. Los colegios de la burguesía se abrían a
los hijos de los trabajadores y los bienes de la cultura se acercaban al
pueblo, en forma de acceso a las pinacotecas particulares que habían sido
objeto de incautación.
El clima revolucionario era propicio a una espontaneidad,
que era madre de toda clase de iniciativas. Hasta de las más utópicas. El hecho
era más ostensible en las zonas de influencia anarquista, donde la aspiración
era crear una nueva sociedad en la que el hombre, libre de toda opresión
estatal, diera la medida de su bondad natural. La comunidad de bienes anularía
el espíritu codicioso; la igualdad suprimiría todo tipo de privilegios y la
fraternidad crearía un hombre nuevo, libre de las ataduras que le imponían los
poderes establecidos por una sociedad corrupta que había explotado en su
provecho los vicios que alberga la naturaleza humana. Todo ello conducía a un
puritanismo del que eran rotunda manifestación las «Consignas Libertarias»,
ampliamente difundidas como «arma de guerra contra la inmoralidad» y que eran
las siguientes:
El Bar anquilosa, es el vivero de la chulería. Cerrémosle.
El Baile es la antesala del prostíbulo matando las energías
del luchador. Cerrémosle.
Cines y Teatros, una misión: labor antifascista; de lo
contrario, cerrémoslos.
Todo ser que frecuente estos lugares es merecedor de
desprecio.
Cada hombre, una misión: la guerra contra el fascismo.
¡¡¡ABAJO EL PARASITISMO!!! En ciertos lugares, los comités correspondientes
abogaban por la supresión de los juegos de azar y la desaparición de los
naipes. La continuidad, en plena guerra, de la Lotería Nacional ,
de tan arraigada popularidad entre el pueblo español, merecía este comentario
por parte de un diario de inspiración «faísta»:
«El Gobierno central todavía no se ha dado cuenta de la
trágica realidad que vivimos y de la era de depuración social que estamos
estructurando, y persiste en mantener envenenado al pueblo con el
“estupefaciente” más morboso y clasista español: la Lotería Nacional.
Todavía, no obstante los desesperados momentos que vivimos, sigue rodando el
bombo donde todos o casi todos los españoles tenían puestos los ojos y
pendiente siempre la esperanza de conseguir, arrellanados en la indolencia
señoritil, el mejoramiento total de sus miserias.
«Es hora de acabar con toda la podredumbre del pasado. El
hombre no tiene que tener otra esperanza que la de vivir de su esfuerzo y su
trabajo... Aproveche esta oportunidad el Gobierno nacional. Suprima para bien
de todos y para siempre esa corrupción de voluntades de que el capitalismo se
servía para entretener las miserias del pueblo, con el relumbrón de una ilusión
que nunca llegaba.»
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