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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

La vida en las dos Españas en lucha

Rafael Abella, fue un especialista en la historia social de la guerra civil española y de nuestra historia contemporánea. Ha publicado numerosos libros. Los dos primeros fueron “La vida cotidiana durante la guerra civil. La España nacional” (1973) y posteriormente “La vida cotidiana en España bajo el régimen de Franco” 1985

Evolución del curso de la guerra en los dos bandos
En los primeros días de agosto de 1936, el fracaso parcial de la sublevación de julio y el éxito incompleto de la sofocación, hicieron que el balance de pérdidas y ganancias diera el peor de los resultados para el país. Cada uno de los dos bandos entendió que el territorio que quedó en su poder debía convertirse en feudo donde imponer su talante ideológico y plataforma desde la que lanzar a los combatientes para las operaciones militares tendentes, por un bando, a aplastar la rebelión y, por el otro, a «reconquistar» las parcelas donde el alzamiento había fracasado. El paso de los días, la incomunicación existente entre las localidades en poder de los dos bandos y el comienzo de unas hostilidades a campo abierto, encaró a los españoles con la evidencia de .que lo que estaba sucediendo había pasado, de ser un pronunciamiento clásico, a convertirse en una guerra civil con todas sus terribles consecuencias. España ya no era una sino dos, y en esta fragmentación, cada parcela se configuró con arreglo a una disponibilidad territorial, a una población y, sobre todo, a unas premisas políticas, sociales y económicas, cuyo alcance había barrido los planteamientos previstos por el golpe de julio.

Aceptado el hecho de la división de España, la vida debía seguir su curso, un curso impuesto por una guerra de impredecible duración y que por sus características civiles y por la arbitraria fragmentación del territorio nacional, ofrecería la particularidad de que cada beligerante encerraría en su coto de dominio a tantos enemigos como los que quedaban al otro lado de la trinchera.

El hecho bélico impuso, en el lenguaje de los dos bandos, la división entre frente y retaguardia, lugares en los que se librarían las dos batallas de las que constó nuestra guerra, porque, en uno y otro lado, la persecución del enemigo político, lo que se llamó la «limpieza de la retaguardia», le prestaría sus más crueles y trágicos trazos.

Sea como fuere, a partir del estallido hubo dos Españas y en cada una de ellas, la cotidianeidad de la vida asumió unos perfiles propios pero con unas características comunes, como no podía ser de otra manera dado el idéntico origen, la misma fidelidad a unas constantes psicológicas y temperamentales dadas a la exaltación, a la pasionalidad y a la crueldad. Era el mismo pueblo el que se había puesto en pie de guerra y era media España en lucha con la otra media.

Veamos cómo se configuró la existencia en cada zona y su evolución en el curso de la guerra.

Zona republicana

La zona que se mantuvo fiel al Gobierno de Madrid, y que en el transcurrir de la guerra se distinguiría como zona republicana, comprendía al comienzo de las hostilidades toda Castilla la Nueva, la región catalana, las tres provincias del reino de Valencia, así como Murcia y Albacete. En Andalucía contaba con Jaén, Málaga y Almería y parte de las provincias de Córdoba y Granada, así como la provincia de Badajoz en Extremadura. En el Norte, la franja cantábrica que se extiende desde Irún a la raya de Galicia, excepto la capital de Asturias, Oviedo, que quedó aislada en manos de los sublevados. En las Baleares, tan sólo Menorca se mantuvo leal al Gobierno.

Esta zona ocupaba un 60 % del territorio nacional y albergaba una población de 16 millones de habitantes. Desde el punto de vista económico ocupaba las regiones más industrializadas y con un más alto nivel de vida. Era la zona que comprendía la mayoría del proletariado urbano, cuya fidelidad a la República había quedado demostrada en las jornadas de julio. Por otra parte, la posesión de la capital -objetivo primordial de los rebeldes- representaba el mantenimiento de la contextura estatal con sus representaciones diplomáticas, su dominio sobre el tesoro público y la riqueza representada por la presencia de las centrales de los grandes bancos nacionales.

Era, pues, una España rica y abundante en recursos industriales.
En contrapartida, ofrecía la desventaja estratégica de tener la zona Norte aislada y sin comunicación con el resto del territorio republicano y, por otra parte, el no poder contar con importantes comarcas trigueras, ganaderas y pesqueras, constituía un inconveniente a tener en cuenta, ya que los más poblados núcleos urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, con requerimientos alimenticios para millones de personas, habían quedado del bando leal a la República. Esta aleatoria distribución sería causa de unos problemas de abastecimientos que gravitarían crecientemente sobre la existencia de la España republicana.

La vida en los primeros tiempos de la guerra

El fracaso del golpe militar, debido fundamentalmente a la reacción del pueblo en armas, dejó a éste dueño de la situación. Los partidos obreros y las organizaciones sindicales, artífices de la respuesta popular, comprendieron que la victoria sobre el Ejército sublevado y la salvación de la República les había servido la oportunidad histórica de hacer la revolución. Y el proceso se inició con la incautación de bienes de los adictos o simpatizantes con las ideas golpistas, empresarios, propietarios y personas de militancia derechista, católicos, a todos los cuales se les consideró, con arreglo a la jerga revolucionaria, de «enemigos del pueblo trabajador». La fiebre incautatoria empezó por los automóviles.

Uno de los signos más característicos del momento revolucionario era el circular acelerado y ululante de vehículos llenos de milicianos armados en cuya carrocería lucían las siglas de las organizaciones triunfantes, CNT, FAI, UGT, JSU, PC, etc.
Después se procedió a la apropiación de los locales de los partidos de la oposición, cedistas, monárquicos, tradicionalistas, falangistas. Simultáneamente, los periódicos portavoces de la derecha pasaron a manos de las más diversas organizaciones y partidos del Frente Popular. En los talleres de La Época pasó a editarse El Sindicalista; en los de El Correo Catalán, La Batalla, órgano del POUM. En otros, se mantuvo la cabecera dándoles un contenido radicalmente distinto, como fue el caso de La Vanguardia en Barcelona y de Ahora y ABC en Madrid. El escritor Luis de Tapia, famoso por sus diarias coplas en La
Libertad, retrataba de este modo uno de los síntomas más reveladores del cambio de situación:

«Si habrá cambiado España, que dígame “usté” ya todas las mañanas leo el abecé.»

Las incautaciones de los locales de la reacción, sedes de partidos, casinos y entidades patronales, se sucedieron en medio de la euforia general. En Barcelona el Fomento del Trabajo Nacional fue ocupado por la FAI y el Hotel Colón por el Partit Socialista Unificat (PSUC). En Madrid, el Nuevo Club y la Gran Peña pasaron a poder de las fuerzas populares e igual camino siguieron las grandes mansiones de la aristocracia, el palacio de Medinaceli, las residencias de los Heredia Spínola, los Muguiro y hasta el palacete que el financiero March poseía en la calle Núñez de Balboa. Como detalle de humor, un periódico madrileño daba cuenta de estas incautaciones en la sección de «Ecos de Sociedad».

Todo esto se producía en plena efervescencia revolucionaria, al cántico de La Internacional, de A las barricadas o de Hijos del
Pueblo, en medio de manifestaciones, arengas y requisas porque el pueblo en armas se había convertido en milicia obrera. Hombres y mujeres adoptaron el «mono» y el gorrillo cuartelero como uniforme que identificaba la condición de milicianos. Las necesidades bélicas, surgidas en plena improvisación, se habían cubierto extendiendo «vales» emitidos por los partidos y sindicatos para que los combatientes pudieran aprovisionarse de víveres y toda clase de artículos para la lucha, en tiendas y almacenes. Esta licencia hizo del vale panacea revolucionaria y, a su amparo, no sólo se cubrieron las necesidades de los combatientes, sino que se abrió un portillo al saqueo. El 21 de julio, el Gobierno de la República hizo radiar una nota con la advertencia siguiente:

«De orden del señor ministro de la Gobernación, se comunica que se tiene noticia de que algunos grupos que se hacen pasar falsamente por milicias armadas se dedican a apoderarse, en las tiendas de comestibles, de alimentos sin autorización de ninguna clase. Como quiera que dichos desmanes no se encuentran autorizados de ninguna manera, se pone en conocimiento que, a quienes los realicen, cualquiera que sea su naturaleza, se les considerará como fascistas y serán sometidos inmediatamente a las sanciones máximas que establece la ley...»

Guerra y revolución

Naturalmente que estas conminaciones caían en pleno fragor revolucionario, porque el poder estaba en la calle, una calle que en el breve espacio de tres días -entre e] 18 y el 21 de julio- había cambiado todas sus apariencias. El carácter proletario se había impuesto rotundamente como distintivo de la clase cuya hegemonía nadie osaba discutir. En la vestimenta usual, los sombreros habían desaparecido y con ellos, las corbatas, inequívoco adorno burgués. El que no vestía el mono proletario iba en mangas de camisa, despechugado. A cualquier recién llegado se aparecía una España habitada exclusivamente por trabajadores. Todo signo burgués y atildado, desapareció para dar paso a un desaliño indumentario espontáneo o cultivado por los que se habían adaptado a la situación y ocultaban su condición burguesa con el más descuidado atuendo.

Salvo en el País Vasco, donde la hegemonía de los nacionalistas eludió la revolución social, el resto de la zona leal a la República experimentó un proceso de proletarización que se extendió a los modos de comportamiento, a las fórmulas de salutación. El trato igualitario en el habla común impuso el uso del «camarada» o del «compañero» y como saludo, el puño en alto, ademán que acompañaba al ¡Salud !, como expresión que había sustituido al tradicional ¡Adiós!

En las Ramblas de Barcelona, en la Puerta del Sol madrileña, en la plaza de Castelar valenciana, veíanse milicianos y milicianas armados con su máuser, sentados en bares haciendo ostentación de su arma. A la conmoción producida por la explosión revolucionaria y la huelga general decretada como respuesta al golpe, se unía el entusiasmo despertado por la formación de columnas con destino al frente. En Madrid el grito era: «¡A la Sierra ¡»; en Barcelona, «¡A Zaragoza ¡». A las manifestaciones callejeras sin solución de continuidad les seguían los desfiles, más o menos marciales de unidades que formaban socialistas, anarquistas o comunistas, para combatir a los facciosos.

Entretanto, los restaurantes, hasta los de más categoría, se abrían a la concurrencia de obreros armados. En algunos, era visible un letrero que advertía lo siguiente: «Se ruega a los camaradas milicianos que para evitar confusiones, cada uno conserve a mano su arma sin depositarla en ningún sitio.»

La idea de estar en guerra se fue imponiendo poco a poco, tras las exultantes jornadas de lucha callejera. La vuelta al trabajo se impuso para aquellos que no se dejaron impulsar al voluntariado por el ardor guerrero de los momentos. Pero el retorno se hacía bajo un nuevo signo. Era el signo socializador o colectivizador que se implantó de inmediato en las empresas cuyos propietarios habían huido o se habían ocultado ante el sesgo de los acontecimientos. El nuevo orden revolucionario se fue imponiendo, asumiendo formas diversas en la industria y en el medio rural, según la influencia fuera marxista o anarquista, en las diferentes ciudades o comarcas.

Después de la hermandad sellada en las barricadas, en la lucha común contra el fascismo, la retaguardia republicana registró una pluralidad de iniciativas que llevaba a una pugna proselitista, observable en la multiplicidad de actos de propaganda, en la publicidad mural de las diversas organizaciones y en el empeño en no perder la iniciativa, porque la creencia general era que la guerra se iba a ganar en pocas semanas y lo importante era ganar la batalla de la retaguardia. A esto se debía una situación de mutuo recelo entre anarquistas y comunistas cuya resultante era que todo el mundo iba armado.

Consignas de «¡Miliciano, no dejes que te quiten las armas!» eran frecuentes en los periódicos ácratas y se justificaban en la multitud de patrullas, escuadras y brigadas que se dedicaban a vigilar, registrar, detener y practicar todo tipo de controles, hasta el punto de que circular era una aventura y viajar una odisea ante la acumulación de elementos que solicitaban la documentación esgrimiendo las más varias siglas políticas. Estas patrullas eran las que mandaban en las calles y en las carreteras, porque como fruto de la confraternización del pueblo con las fuerzas del orden, Asalto, Seguridad y Guardia Civil, éstas habían perdido toda capacidad para imponerse a sus compañeros de lucha. De este modo, el orden se había convertido en desorden, el poder quedaba en manos de incontrolados o de sicarios de comités, nacidos al amparo de la revolución y cuyo fin era el de localizar y perseguir a los enemigos de la causa popular.

El terror rojo

La euforia del triunfo, manifiesta en las noches del 19, del 20 y del 21 de julio, había tenido una temible derivación: la apertura de las cárceles. Una tropa de delincuentes comunes liberados se unió al hampa de las grandes ciudades y en aquel colosal río revuelto se produjeron los primeros crímenes. La venganza personal y el asesinato se disfrazaron con móviles políticos. El espolio, realizado por delincuentes comunes, fue seguido del homicidio para encubrir el delito. Por esta senda se inició la labor de persecución del enemigo político, emprendida por elementos de los diversos partidos, representados por comités de calle, de barrio, de empresa o de gremio, de quienes partían las indicaciones precisas para registrar, detener y ejecutar.

Gentes dominadas por el odio de clase; hombres imbuidos de instintos criminales de esos que se despiertan en toda convulsión histórica, se encubrieron en una militancia, tomando sobre sí la tarea de eliminar a los enemigos de la revolución. El anónimo, la delación, la falsa denuncia crearon un clima de inseguridad total. El tener un rival en la carrera, en los negocios, en el amor, hacía temer lo peor: la denuncia, la visita nocturna, la detención y el «paseo», nombre con el que, en uno y otro bando, se bautizó la ejecución sumaria perpetrada con nocturnidad y en despoblado. Ciertos lugares como la Rabassada en Barcelona, la Casa de Campo o la Dehesa de la Villa en Madrid se convirtieron en punto de ’ exhibición de las víctimas, en espera de la llegada del juez que procedía al levantamiento del cadáver y a registrar la defunción, anotando las señas personales del difunto.

En fecha tan temprana como el 22 de julio se hizo público un comunicado del ministro de la Gobernación dirigido a los gobernadores civiles cuyo contenido era el siguiente:

«Queda vuecencia autorizado para, en mi nombre, dictar un bando en el que se conmine con la ejecución inmediata de la máxima pena establecida por la ley, para todo aquel que, perteneciente o no a una entidad política, se dedique a realizar actos contra la vida y la propiedad ajenas...»

Las fórmulas eran las de anteguerra; las apelaciones al ejercicio de un poder coercitivo se hacían a sabiendas de que el aparato estatal estaba desmantelado y en aquellos momentos no existía fuerza alguna capaz de garantizar la Vida de quien se sintiera perseguido por una simple sospecha o por una rivalidad personal.

El día 25 de julio se solicitaba en letra impresa: «¡Máxima pena para ladrones y asesinos!» Y El Socialista pedía: «¡Serenidad, disciplina!» Las llamadas al orden continuaron desde los medios informativos: «¡Hay que acabar con las actividades delictivas de los pequeños grupos de irresponsables!» Pero, desgraciadamente, todas estas conminaciones se perdían llevadas por la marea revolucionaria en la que se mezclaban las ansias reivindicativas de un pueblo que aspiraba a una España más justa con la acción de los que entendían la revolución como un gigantesco y sangriento ajuste de cuentas.

En Barcelona, el día 29 de julio, La Vanguardia informaba de que «en el Depósito Judicial se hallaban cincuenta y cinco cadáveres sin identificar» y añadía que «sesenta y cuatro fotografías estaban disponibles para la identificación de otras tantas víctimas». Para los habitantes de la zona republicana significados por sus ideas contrarias al Frente Popular, para los católicos por el mero hecho de serlo, se abriría un período persecutorio en el que había que recurrir a esconderse, a asumir una nueva personalidad y para esto, el agenciarse un carnet sindical fue motivo de salvación de muchos; tan fue así que las siglas de la CNT, organización que fue generosa a la hora de expedir carnets, fueron rebautizadas como «Carcas No Temáis».

Una voz contra los excesos

A hacer más dura esta situación, vino la filtración de noticias procedentes del otro bando que hablaban de la implantación de unas durísimas medidas represivas y de gran número de fusilamientos tras la imposición de la ley marcial. El mecanismo de las represalias iba a ensangrentar a las dos Españas y a crear una sima de difícil superación. El día 30 de julio, la Federación de Sindicatos Únicos de Barcelona, en manifiesto expuesto en un diario confederal, clamaba desesperadamente: «¡Que la revolución no nos ahogue a todos en sangre! ¡Justicieros conscientes, sí! ¡Asesinos, nunca!» Esto no era óbice para que en los periódicos se diera cuenta de las actividades de los grupos creados para la búsqueda de fascistas. Algunos, como la
Escuadrilla del Amanecer, en Madrid, adquirirían siniestra fama por el número de personas detenidas en las que sin distingo alguno se incluían hasta republicanos moderados. El clima de inseguridad llegó a tales extremos que el ingreso en la cárcel se estimaba como una garantía de seguridad que ponía a cubierto de una detención arbitraria que podía conducir a los comités que, sin más, disponían de la vida de cualquier sospechoso.

La desaparición del enemigo político entró en un grado de aceptación tal, que en las «Notas Necrológicas» de algún periódico de Madrid, se daba cuenta, como si se tratase de muertes naturales, del fallecimiento de personas que habían sido asesinadas, como fue el caso del diputado de la CEDA, Bermúdez Cañete o del periodista Alfonso Rodríguez Santamaría. En aquella situación caótica, atravesada durante el verano de 1936, llegó a darse por muertos a personas que no lo fueron, algunas tan populares como el matador de toros Nicanor Villalta, el actor Rafael Rivelles o el famoso guardameta internacional, Ricardo Zamora.

Fue en la noche del 8 de agosto cuando, desde los micrófonos de Unión Radio Madrid, se alzó una voz contra los excesos que se estaban cometiendo. Fue la de Indalecio Prieto, quien, después de analizar la marcha del conflicto, se enfrentó con el problema de
los desmanes con estas palabras:
«...Yo no sé que autoridad tendrá mi palabra cerca de las multitudes populares que luchan por la República y que al luchar por ella no me asusta el decirles que ya tienen contraído, conquistado, el derecho a una ordenación jurídica de los frutos de la victoria», Lo que sí quiero decirles es que, por muy fidedignas, por muy terribles, por muy trágicas que sean las versiones de lo que haya ocurrido y esté ocurriendo en las tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque nos dieran agrupados en montones los nombres de camaradas, de amigos queridos que encontraron, simplemente, en la adhesión a un ideal, el título jurídico ante la subversión que justificara su muerte alevosa, yo os pido que no los imitéis, yo os lo ruego, yo os lo suplico.»

Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante todos los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa. No olvidéis que quienes constituimos esta generación que declina nos podemos ir de la Vida un poco angustiados si dejamos una España endurecida de corazón, insensible a la solidaridad humana.

«Oídme bien: mis palabras son palabras reflexivas que hacen tremolar la emoción, pero palabras sinceras, palabras hondas, palabras nacidas de lo más íntimo de mi espíritu: no los imitéis, no los imitéis. Superadlos en vuestra conducta moral, superadlos en vuestra generosidad. No os pido, conste, que perdáis Vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros en el combate, hombres de acero... pero corazones sensibles, capaces de contraerse ante el dolor humano y que sean albergue de piedad, sentimiento delicado y tierno sin el cual parece que perdernos algo de nuestra grandeza humana...»

Estas nobles palabras, recibidas con reparos por los más radicales de sus correligionarios fueron impotentes para detener el implacable curso de los acontecimientos. Las noticias de la matanza de frentepopulistas en Badajoz, consumada por tropas moras y legionarias, fue el móvil para el vergonzoso episodio del incendio y asalto de la Cárcel Modelo de Madrid el 20 de agosto.

La persecución religiosa

Y el clima de terror seguiría por todo el verano y el otoño de 1936, hasta alcanzar su culminación en los angustiosos momentos del ataque a la capital por las tropas llegadas de Africa. La psicosis del quintacolumnismo, el miedo al enemigo interior en momentos críticos de la batalla de Madrid, dio lugar a las ejecuciones masivas de Paracuellos, a las sacas de presos que fueron asesinados en Torrejón, sucesos que enturbiaron uno de los hechos bélicos de los que la República se pudo sentir más orgullosa: la defensa de Madrid.

La revolución se distinguió también por la saña con que se persiguió a la Iglesia Católica y a sus miembros. Salvo en el País Vasco, iglesias y conventos fueron pasto de las llamas u objeto de incautación. La persecución de curas, frailes y monjas dio paso al sacrificio de miles de ellos o a la ocultación, como única vía de salvación. El culto se prohibió manteniéndose las prácticas religiosas en el mayor secreto, al estilo de un cristianismo de catacumbas. Junto a la clerofobia y al furor iconoclasta que caracterizó a la revolución de 1936, se daba el caso, muy acorde con la religiosidad hispánica de que ciertas imágenes de la Virgen o de santos, objeto de una devoción lugareña, escapaban al furor popular y eran los propios milicianos los que se erigían en protectores. En una ciudad murciana y en el templo dedicado a la Patrona del lugar, púsose un letrero que decía: «A la Virgen de la Caridad no la toca nadie.»

La Iglesia atravesó un período de persecución que hizo aquilatar muchos sentimientos religiosos que más tenían de observancia de las formas externas del culto que de norma de vida. Por otra parte, esta persecución tuvo efectos perjudiciales para la causa republicana, ya que arrojó a la Iglesia Católica, y a gran parte de una opinión católica internacional, en brazos del bando opuesto, quien aprovechó esta circunstancia para tachar a los republicanos, sin distingo alguno, de «enemigos de Dios». En 1937, las presiones del nacionalista vasco Irujo, nombrado ministro de Justicia, hicieron que el Gobierno que presidía Negrín admitiera el restablecimiento del culto en determinadas circunstancias. Para los miembros de la Iglesia que sobrevivieron, huyendo al extranjero, escondidos entre incontables peripecias o refugiados en alguna Embajada, la etapa atravesada fue de difícil olvido. De ella quedó el rastro de un amplio y refinado martirologio.

La espontaneidad revolucionaria

Junto a la faceta destructiva y terrorífica de la revolución, se hacía visible el cambio social y económico cuya beneficiaria había sido la masa popular. Una gigantesca transformación se había operado en su provecho. Una serie de medidas gubernativas en favor de las clases modestas habían ordenado el abaratamiento de los alquileres de renta baja; las tarifas eléctricas habían sido también rebajadas y la jornada de trabajo se había reducido de 48 horas semanales a 40. Los colegios de la burguesía se abrían a los hijos de los trabajadores y los bienes de la cultura se acercaban al pueblo, en forma de acceso a las pinacotecas particulares que habían sido objeto de incautación.
El clima revolucionario era propicio a una espontaneidad, que era madre de toda clase de iniciativas. Hasta de las más utópicas. El hecho era más ostensible en las zonas de influencia anarquista, donde la aspiración era crear una nueva sociedad en la que el hombre, libre de toda opresión estatal, diera la medida de su bondad natural. La comunidad de bienes anularía el espíritu codicioso; la igualdad suprimiría todo tipo de privilegios y la fraternidad crearía un hombre nuevo, libre de las ataduras que le imponían los poderes establecidos por una sociedad corrupta que había explotado en su provecho los vicios que alberga la naturaleza humana. Todo ello conducía a un puritanismo del que eran rotunda manifestación las «Consignas Libertarias», ampliamente difundidas como «arma de guerra contra la inmoralidad» y que eran las siguientes:

El Bar anquilosa, es el vivero de la chulería. Cerrémosle.

La Taberna atrofia y degenera el espíritu combativo. Cerrémosla.

El Baile es la antesala del prostíbulo matando las energías del luchador. Cerrémosle.

Cines y Teatros, una misión: labor antifascista; de lo contrario, cerrémoslos.

Todo ser que frecuente estos lugares es merecedor de desprecio.

Cada hombre, una misión: la guerra contra el fascismo. ¡¡¡ABAJO EL PARASITISMO!!! En ciertos lugares, los comités correspondientes abogaban por la supresión de los juegos de azar y la desaparición de los naipes. La continuidad, en plena guerra, de la Lotería Nacional, de tan arraigada popularidad entre el pueblo español, merecía este comentario por parte de un diario de inspiración «faísta»:
«El Gobierno central todavía no se ha dado cuenta de la trágica realidad que vivimos y de la era de depuración social que estamos estructurando, y persiste en mantener envenenado al pueblo con el “estupefaciente” más morboso y clasista español: la Lotería Nacional. Todavía, no obstante los desesperados momentos que vivimos, sigue rodando el bombo donde todos o casi todos los españoles tenían puestos los ojos y pendiente siempre la esperanza de conseguir, arrellanados en la indolencia señoritil, el mejoramiento total de sus miserias.

«Es hora de acabar con toda la podredumbre del pasado. El hombre no tiene que tener otra esperanza que la de vivir de su esfuerzo y su trabajo... Aproveche esta oportunidad el Gobierno nacional. Suprima para bien de todos y para siempre esa corrupción de voluntades de que el capitalismo se servía para entretener las miserias del pueblo, con el relumbrón de una ilusión que nunca llegaba.»

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