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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Los cambios de costumbres en la zona nacional

La reforma de las costumbres

Entre la población que habitaba la zona nacional y entre la que se iría incorporando al compás de las conquistas territoriales obtenidas en el curso de la guerra, se notaba la presencia de un doble lenguaje en los propósitos estatales, en la configuración de la España que estaba detrás del Ejército nacional y que iba, aunque lentamente, ganando la guerra en el campo de batalla. Por una parte, la progresiva hegemonía de Falange Española, organización que engrosó sus filas con mucha gente que vio en ella un salvavidas, trajo la implantación de un nuevo estilo en el lenguaje, en el comportamiento. Sus signos externos de bandera y música fueron aceptados como oficiales. Como saludo se impuso el falangista, con el brazo en alto. El tratamiento, por mimetismo con los partidos revolucionarios a los que Falange se quería semejar, fue el de «camarada» y no eran pocos los afiliados que como salutación verbal pronunciaban un ¡Arriba España! vigoroso. Sus gritos de ritual, el ¡España, Una! ¡España, Grande! ¡España, Libre, eran colofón a cualquier discurso y el ritual funerario glorificaba a los caídos con el ¡Presente! de rigor.

El influjo falangista pretendía implantar nuevas formas en el comportamiento, en la relación social. Se exigía dureza, concisión y energía al servicio de un destino ambicioso, imperial. Un aire novedoso pretendía superar una manera de ser adocenada, poltrona y caciquil que había sido privativa de la derecha tradicional. Todo lo que había sido costumbre o expediente habitual, normal desenvolvimiento de la existencia debía ser revisado y ajustado al nuevo estilo. Y así las recomendaciones debían ser proscritas, los circunloquios, superados, el tuteo debía ser base de una camaradería directa, en el marco de una jerarquía y de una línea de mando indiscutible. Y. como fondo, la revolución nacional-sindicalista, objetivo final que serviría para el rescate de un proletariado influido por consignas foráneas. Era esta comprensión de la injusticia social la que abonaba la tesis de la revolución que España tenía pendiente, sostenida por el fascismo español.

El otro lenguaje era el mantenido por unas autoridades en cuya acción se trasparentaba un sentido claramente contrarrevolucionario, en defensa de unas costumbres tradicionales y reaccionarias. Este carácter tuvo su manifestación más paladina en los aspectos privados. Campañas moralizantes, convenientemente dirigidas, declaraban la guerra al escote y a la falda corta, imponían las mangas hasta el puño y exigían los vestidos amplios porque el ir ceñida era una indecencia. Y para que nada quedara libre del acoso, se puso en la picota al maquillaje femenino y se censuró el hábito de fumar en las mujeres, Una consigna muy reiterada era expresión de estos propósitos al proclamar:

«Haras Patria si haces costumbres sanas con tu vestir cristiano.
DECIDETE, MUJER.»

Las instancias moralizadoras y pacatas llegaron a aclarar, en el anuncio de un frontón sevillano donde actuaban señoritas raquetistas, que se trataba de un espectáculo completamente moral y deportivo. Y una peluquería de señoras tuvo a bien definirse como «peluquería católica», para ahuyentar cualquier temor a una injerencia satánica en la ondulación. Como es natural, esta tónica era impulsada por la autoridad eclesiástica que, multiplicaba sus anatemas contra las malas costumbres, contra la inmoralidad a la que sinaíticamente atribuía la causa de todos los males que nos habían conducido a la guerra civil. Una cierta licencia traída por la situación bélica, visible en el mayor alterne de las parejas, en una mayor frecuentación de la mujer a los lugares públicos, era objeto de alarma como lo expone este manifiesto de la Unión de Damas Diocesanas de Sevilla, en el que se percibe la inspiración del Cardenal Segura:

“Mujer española, en estos momentos graves para la Patria
querida, tu norma de vida no puede ser la frivolidad, sino la
austeridad; tu puesto no son los espectáculos, los paseos y los
cafés, sino el templo y el hogar. Tus adornos y tus arreos no pueden ser las modas inmundas de la Francia judía y traidora, sino el recato y el pudor de la moral cristiana: tus ilusiones no pueden cifrarse en levantar oleadas de concupiscencias carnales”

En las poblaciones costeras, los baños de mar eran preocupación de las autoridades quienes se extendieron en órdenes obligando al uso del albornoz hasta el momento de zambullirse, a los centímetros de falda que debía medir el bañador femenino y al porte del traje completo para los varones. Un gobernador de La Coruña impuso que niños y niñas debían vestir obligatoriamente el traje de baño desde los dos años de edad.

La implantación de la censura de prensa y la cinematográfica, significó la persecución de cualquier asomo de erotismo y hubo alguna autoridad local que hizo cerrar cabarets y cafés de camareras.

En contraste, hay que destacar que el prostíbulo se mantuvo en todo su esplendor institucional. Conocidas casas de lenocinio de gran solera provinciana, vivieron una etapa floreciente con una clientela segura a base de militares y combatientes en disfrute de permiso, entendiéndose que esta expansión era desahogo viril, natural, admitido y legalizado. Las circunstancias guerreras favorecieron extraordinariamente el auge de la prostitución, por las más tristes razones y a ellas aludiremos más adelante.

El pago de la guerra

La situación de la zona dominada por el Ejército, tal y como se delimitó en los comienzos de la guerra, ofrecía una grave carencia de recursos para hacer frente a las necesidades bélicas. Se hizo, pues, necesario allegarse una riqueza que supliera al tesoro nacional en poder del Gobierno republicano. Hubo que apelar al patriotismo de los particulares y bajo el lema de «Oro a la Patria», se inició una intensa campaña que, en ocasiones, recurría a revulsivos tan enérgicos como esta nota aparecida en los periódicos falangistas de aquellos días:

¡Capitalista! El Movimiento Nacional salvador de España te permite en estos momentos seguir disfrutando de tus rentas. Si vacilas un solo momento en prestarle tu ayuda moral y material con largueza y desprendimiento, a más de un mal patriota serás un desagradecido, indigno de convivir en la España fuerte que empieza a renacer. Tu oro y tus alhajas deben pasar a engrosar inmediatamente el Tesoro Nacional del Gobierno de Burgos.!

Como entre las características que fue revelando el ideario nacionalista entraba también un cierto antisemitismo, otras notas estaban redactadas en estos términos:

«ES UN JUDIO quien en estos momentos guarda el ORO, cuando la Patria lo necesita.» «¡¡Entregue Vd. el que tenga!!»

Grandes listas llenaban las páginas de los periódicos registrando los donativos en metálico, en joyas, en objetos de valor. Cada provincia, rivalizaba en reunir los fondos necesarios que, para materializar de modo más patente el destino de las entregas, se decía que era para comprar un aeroplano que llevase el nombre de la ciudad al combate.

A través de la relación de donativos, se percibía un abanico de reacciones humanas que no dejaba de ser comentado en el seno de las pequeñas ciudades que formaban la España nacional, ciudades, además, en las que todos se conocían. Y si hubo personas ‘ pudientes cuya generosidad no pudo ser puesta en duda, tampoco faltaron los poderosos que, a despecho de saber la suerte que hubieran corrido de tocarles en el otro bando, no se caracterizaron por su largueza. Y también fue dable constatar la parte de estos donativos que correspondía a personas que, conocidos por su simpatía hacia las ideas izquierdistas, se apresuraron a tener un gesto generoso, sacrificando alguna joya preciada a fin de bienquistarse con la nueva situación.

Los cambios sociológicos

Pese al ambiente de Cruzada y a las advertencias de todas clases en demanda de un clima de acuerdo con los más severos preceptos morales, la sacudida de la guerra estaba conmoviendo los cimientos de una sociedad provinciana. La excepcionalidad de las circunstancias había hecho cambiar el estilo de vida de la mujer.

La movilización femenina, su participación en las labores de enfermera, en las entidades de ayuda al combatiente y su ingreso en la Sección Femenina de Falange, arrancaron a la mujer de una vida casera y recatada cuya relación con el sexo opuesto mantenía un canon riguroso, provinciano y cuya expansión hasta entonces se había limitado a los diarios paseos por la calle Mayor. El gran movimiento de la población masculina movilizada facilitaba una relación pasajera con el transeúnte que acortaba trámites, facilitaba intimidades impensables en una situación estable. La sensación de precariedad de la vida propendía al deseo de gozar el presente con una intensidad justificada por la misma inseguridad de la existencia.

Este sentimiento también actuaba sobre las casadas jóvenes con el marido movilizado y, en mayor medida, sobre las viudas por causa de la guerra. Todo ello se manifestaba en unas ansias de vivir que llevaban a salir, a alternar, a que la mujer hiciera acto de presencia, en una medida desacostumbrada, en lugares públicos, en bares. Eran actitudes que escandalizaban en momentos en los que la austeridad y el luto debían imponerse como respuesta a la tragedia que se estaba viviendo. El obispo de Córdoba, a la vista de estos hechos, inició -según sus propias palabras- una cruzada femenina de modestia y austeridad para poner dique al desbordamiento de la frivolidad en la mujer, eufemismo del que tanto se está abusando, por no decir claramente que se vive en increíble ambiente de paganismo e irritante y procaz inmoralidad.

Pero la vida luchaba por sus fueros y aprovechaba todos los momentos propicios para ejercerlos. Uno de los más explotados era en ocasión de las manifestaciones jubilosas que se organizaban para celebrar la conquista de alguna ciudad por las tropas nacionales. Las gentes, chicos y chicas, reprimidas se lanzaban a un jolgorio en el que entraban toda clase de expansiones. Tanto fue así que fue dable registrar aumentos en la cifra de nacimientos a los nueve meses de la entrada en Bilbao, en Santander o en cualquiera de las capitales arrebatadas al enemigo. Ante el desenfreno registrado, las autoridades, al convocar al pueblo para cualquier manifestación patriótica, aclararon que sólo se tolerarían expansiones «lícitas».

La crecida de la prostitución

Hubo un fenómeno bien visible y que se impuso al clima de puritanismo reinante y fue el aumento de la prostitución. El paso de la represión y las consecuencias de la guerra dejó a gran número de mujeres indefensas ante la vida. En su mayor parte eran viudas, hijas y hermanas de los que habían muerto fusilados por profesar ideas contrarias al Movimiento o mujeres con el marido encarcelado o en paradero desconocido. Las sucesivas conquistas territoriales hicieron crecer el número de mujeres desvalidas hasta hacerlo elevado. Como la represión había hecho mella preferentemente en la clase obrera, en muchas mujeres de esta procedencia se producían esas circunstancias que propician el lanzarse a la vida: necesidad, impreparación y desesperación.

Si además eran jóvenes y guapas, la pendiente era sumamente fácil. El fenómeno se hizo ostensible a ojos vistas. En Sevilla, en Zaragoza, en Granada o en Oviedo, la aparición de muchachas dedicadas al comercio sexual era espectáculo callejero, pues la crecida no se circunscribía a abastecer las casas de mala nota reconocidas y legalizadas. Era una nueva prostitución, espontánea, incontrolada, que actuaba individual e independientemente, que reclutaba en los cafés y se acogía a hoteles o al piso propio cuando las lanzadas tenían categoría personal y cotizaban alto. Lo que más sorprendió fue la aparición ostentosa en lugares fuera del «ghetto» habitual, de los barrios o distritos de la tolerancia. El fenómeno alarmó hasta tal punto que hubo autoridad que se lanzó a prohibir el paseo y exhibición por las vías públicas de las mujeres dedicadas al tráfico carnal.

Y en La Voz de Asturias, de Oviedo, apareció una frase que delataba la invasión de un hecho resultante de las más tristes circunstancias. La frase decía: «Queremos un Oviedo con menos prostíbulos y más amor a Dios y a la Patria.»

Para la mayoría de estas mujeres la historia de sus Vidas y la de los hechos que las habían conducido hasta el burdel, era una historia de viudedades o de orfandades traumáticas, de encarcelamientos a perpetuidad, de separaciones, causas todas ellas que las habían conducido al desamparo y al hambre. Desoladoras consecuencias de la tragedia civil que las tocó vivir.

El control monetario

A pesar del régimen de dictadura militar y del estado de guerra implantado, la zona nacional hubo de sufrir también la acción de especuladores y agiotistas que quisieron obtener beneficios extraordinarios de lo excepcional de los momentos. El temor a la pérdida del valor del dinero y el afán de tesaurizar, hizo que las monedas de plata —al igual que en el otro bando- fueran desapareciendo paulatinamente de la circulación. En el otoño de 1936, la plata amonedada había dejado de circular. Las conminaciones y amenazas de incurrir en las más graves penas decretadas por la autoridad militar no pudieron cortar el fenómeno.

Mientras no se precedía a la acuñación de nuevas monedas de cuproníquel de veinticinco céntimos y a la impresión de billetes de una y de cinco pesetas en sustitución de las piezas desaparecidas, se ordenó el contrasellar (estampillar) los billetes en circulación en la zona nacional, a fin de controlar el papel y evitar el riesgo de que se produjera un trasvase de dinero de una a otra zona, de resultados imprevisibles.

Este distingo impuesto al papel moneda trajo un cierto movimiento de rechazo por parte de muchos comerciantes, quienes sostenían que al dinero no se le debía dar ninguna significación política. En el fondo de esta desconfianza latía la inseguridad respecto al resultado final de la guerra y el temor de que el papel marcado por los nacionales no tuviera validez alguna en el caso de ganar los republicanos. La reacción de las autoridades fue imponer fuertes multas a los resistentes, conjurándose así el peligro de una oposición, que hubiera podido traer graves repercusiones en el normal desenvolvimiento de la vida cotidiana.

La emisión de billetes de cinco y diez pesetas solucionó el problema de la desaparición de la plata, no habiendo problema alguno con la moneda fraccionaria, ya que las monedas de cobre, de cinco y diez céntimos, siguieron circulando con normalidad.
En estas circunstancias y gracias a un fuerte control sobre cualquier tendencia inflacionista, el dinero mantuvo su poder adquisitivo y sueldos y jornales quedaron en los niveles que tenían en julio de 1936. Muchos patronos iniciaron maniobras conducentes a rebajar salarios, arguyendo que habían sido ilícitamente obtenidos por presiones sindicales o huelgas en los meses anteriores a la guerra, pero, en este sentido, la autoridad militar ordenó tajantemente el respeto a las mejoras salariales conseguidas hasta la fecha del alzamiento.

Sin problemas económico-monetarios, la zona nacional mantuvo a lo largo de toda la guerra un equilibrio entre precios y salarios, aunque algunos artículos de los que se carecía por estar sus fabricantes en la otra zona experimentaran una subida controlada. Por otra parte, ciertas carencias impulsaron la creación de industrias destinadas a surtir el mercado de 10s productos que escaseaban, como las manufacturas de algodón que se montaron en Sevilla.
Tan sólo en los meses finales de la guerra, ante las consecuencias que pudieran derivarse del desplome de la zona republicana, la moneda de cobre desapareció también de la circulación, lo que obligó al uso de sellos de Correos para facilitar los cambios.

Una zona con privilegios alimenticios

La favorable situación en que se encontró el territorio que quedó en poder de los sublevados, sin grandes urbes que alimentar y con comarcas muy productivas a su disposición, permitió que la abundancia reinara en la retaguardia, convirtiéndose ésta en un verdadero paraíso por la variedad y baratura de las subsistencias.
Faltos de los grandes consumidores que eran Madrid y Barcelona, los pescados y mariscos de Galicia, las terneras de Castilla y el cerdo de Extremadura quedaron para el consumo de una tercera parte de la población que fueron los integrantes iniciales de la llamada España nacional. En ella, tampoco faltaron las maniobras de ocultación y acaparamiento que toda situación anormal provoca en el afán de lucro de los tenderos y comerciantes. Enérgicas medidas, tomadas «manu militari», les pusieron coto de inmediato.
De igual modo, hubo que hacer frente a las subidas de precios. A finales de octubre de 1936, se anunciaron graves medidas contra los que elevaran los precios sin justificación. Largas listas de multados denotaron que hasta en los momentos de mayor tensión patriótica, hay quienes no piensan más que en sacar provecho de la situación.
Una nota del gobernador civil de Valladolid empezaba con esta definitiva frase: «En vista de que hay personas que no tienen
ni idea de lo que es patriotismo, han sido impuestas sanciones
a...» y seguía una extensa relación de multas y de incautaciones por subida de precios o por acaparamiento indebido. Un periódico, El Pensamiento Navarro, pedía «sacar a la vergüenza pública a quienes, valiéndose de las dolorosas circunstancias de la guerra, explotan al público indebida e injustamente».

Teniendo bajo un estricto control abastecimientos y precios, la abundancia reinó durante toda la guerra en lo que fue territorio nacional. Y a turbarla no vino ni la asimilación de las regiones que fueron cayendo en poder del Ejército, pues una sana previsión permitió crear reservar alimenticias que llevaban la normalidad y la alegría a las zonas conquistadas.

Este clima de abundancia en mercados y restaurantes hizo que una emisora nacional utilizara, como arma de propaganda, la lectura de las minutas de los restaurantes de Burgos o de San Sebastián, con indicación de los precios en vigor. Cuando la emisión era escuchada en la zona republicana, dominada por el hambre, sus efectos eran estremecedores. Era la misma impresión que recibían los fugitivos pasados del otro bando al llegar a la zona nacional con el hambre pintada en el rostro y observar la abundancia imperante que había hecho innecesario el racionar los alimentos. Otro golpe publicitario y de gran impacto psicológico sobre la zona republicana fue el “bombardeo” con panecillos realizado por la aviación nacional en el verano de 1938 sobre unas poblaciones de la zona republicana, en momentos en los que la escasez del cereal y la de otros artículos hacía atravesar una difícil situación a la población civil.

La crecida de población

La marcha victoriosa de la contienda hizo que la zona que empezaría a llamarse franquista, apenas el general Franco adquiriera el protagonismo absoluto que le dio su designación de Caudillo, fuera ensanchando sus límites y ampliando su población. En octubre de 1937, tras la conquista de la zona Norte de la República —Vizcaya, Santander y Asturias—, el territorio de los sublevados comprendía casi un 60% de la superficie de la península. Frente a la población incorporada, puesto que no todos los que lo deseaban podían huir de la ocupación, los criterios depuradores siguieron siendo tan estrictos que hasta los que ansiaban la llegada de las tropas tenían que explicar su comportamiento durante «el período rojo». Los tribunales militares prosiguieron aplicando la interpretación jurídica dada a los defensores de la República como reos de rebelión militar y, además, se inició un duro proceso de búsqueda y castigo a los culpables de los desmanes cometidos durante el dominio rojo.

Capítulo aparte representaban los prisioneros capturados al
Ejército de la República que quedaban a expensas de encontrar alguien que los avalase, garantizando su buena conducta. Los que lo eran, si su quinta había sido llamada, pasaban a engrosar las filas del Ejército nacional. Aquellos que tenían algún antecedente político comparecían ante un tribunal militar y los que no estaban en ninguno de los dos casos, pasaban a los campos de concentración. La geografía nacional quedó, en el recuerdo de muchos, asociada a los campos de Miranda de Ebro, de Muros, de Pinos Puente, de Nanclares de Oca, donde se vivía la triste existencia del campo por el solo hecho de haber sido llamado a quintas en Alicante o en Albacete y no tener quien, en la zona nacional, pudiera responder por el cautivo. Con estos prisioneros se formaban los batallones de trabajadores, destinados a reconstruir los destrozos causados por los rojos, según la definición oficial.

En la zona nacional, el trasvase de personas se produjo como consecuencia de la llegada de fugitivos que escapaban de la persecución desencadenada en el otro bando. Huidos a Francia, a través de los pasos fronterizos clandestinamente, evacuados por mar a Francia o a Italia, llegaban a la zona nacional por la frontera de Irún. Con el tiempo, el número de evadidos llegó a ser considerable. A su arribo, el control al que eran sometidos era muy escrupuloso para quien esperaba ser recibido con los brazos abiertos y felicitado por su buena suerte. El temor al espionaje o al oportunismo interpretando que su cambio de campo se debiera a razones de interés en vista del sesgo de la guerra, hacía que todo recién llegado precisara de un avalista para salir en libertad.

Estos refugiados de la otra zona se distribuyeron por la zona nacional preferentemente en Burgos, Sevilla, Zaragoza y San Sebastián. Su presencia, aparte de encarecer el alquiler de las viviendas por la gran demanda que se creó, dio unas características peculiares a las ciudades. Algunas, como San Sebastián, pletórica de madrileños y catalanes, adquirió un tono brillante y frívolo, símbolo de la «alegre retaguardia», tema controvertido porque algunos como Víctor de la Serna, la loaban considerándola reposo del guerrero y campo abierto a expansiones de señoritos. Así la mencionaba en un artículo:

«Juanito, afeitado y currutaco, con los capitanes, sus amigos, quiere encontrar la alegre retaguardia de las lindas muchachas, unos “cocktails” y unos “whiskies”, romper un farolito si se tercia, bailar y alborotar como Dios manda, rezar tres avemarías al romper el alba y encontrarse en su puesto, a la madrugada, dispuesto a morir.»

Por su parte, Luis de Galinsoga, en una feroz diatriba contra la trivialidad de los sentimientos profesados entre los que no vivían la realidad de la guerra, afirmaba que «los muertos por Dios y por
España se alzarán contra la mentalidad de intriga y “hall”...»
Gran número de estos refugiados vivían en los cafés, seguían la guerra en los mapas, se aterraban ante la noticia de un bombardeo en las ciudades donde tenían sus propiedades y alardeaban de conocimientos estratégicos tales, que de haber seguido sus consejos, la guerra no hubiera durado lo que duró.

La guerra, lejana

Si la retaguardia republicana se vio afligida por hechos tan traumáticos como las evacuaciones, el hambre colectiva y los persistentes y mortíferos ataques aéreos, la retaguardia nacional no padeció ninguno de estos azotes. Es preciso exceptuar el caso aislado de la ciudad de Oviedo, cercada desde el 20 de julio hasta el mes de octubre de 1936, en que se produjo el contacto con las tropas nacionales procedentes de Galicia, lo que permitió la evacuación de parte de la población civil y un alivio a las patéticas circunstancias en que se había desarrollado la existencia de miles de personas, sujetas a privaciones, enfermedades y el riesgo de una guerra que tronaba en sus arrabales. Teruel, única capital nacional ocupada por el Ejército de la República, sufrió el paso de las hostilidades de manera cruenta, hasta su posterior reconquista; y salvo estas dos excepciones, el resto de la retaguardia nacional transcurrió con la única vivencia guerrera que era la aportada por la presencia de los heridos, de los mutilados. Había una clase para la que la amenaza de la guerra tenía sombríos perfiles. Eran las madres cuyos hijos entraban en la edad de ser llamados a filas como consecuencia del adelanto en la convocatoria de las quintas, muchachos de 18 ó 19 años, casi imberbes, a los que las exigencias de la guerra llegaron a movilizar.

Al comienzo de la guerra, e incluso en el transcurso de ella, ciudades como Valladolid, Granada, Sevilla, Zaragoza o Pamplona sufrieron bombardeos aislados que causaron víctimas y daños e incluso llegó a ser alcanzado el templo del Pilar de Zaragoza. Pero en ningún caso llegaron a tener la importancia ni menos la sistemática continuidad de los que tocó sufrir a la retaguardia republicana. Por tanto, sin retiradas militares, ni éxodos, ni permanentes alarmas aéreas, la vida cotidiana en la zona de Franco discurrió, en sus apariencias externas, bajo el signo de la normalidad. Todo ello, si hacemos abstracción de la atmósfera de inquietud persecutoria que atenazaba a los considerados «desafectos» en la criba general impuesta entre los pobladores de esta zona, quienes se vieron obligados a proveerse de un documento de identificación en el que constaba su actitud frente al
Glorioso Movimiento Nacional. Según esto los españoles se dividieron en afectos, desafectos o indiferentes.

Entre los desafectos que habían superado los dificilísimos primeros tiempos, existía el temor a lo que se llamó «la segunda vuelta», una revisión de las conductas que implicase la detención y el juicio. La moral de victoria, sostenida en la zona sublevada, tenía que alimentarse de sus propios éxitos, mantener los criterios represivos en los territorios que se iban recuperando y evitar cuidadosamente la divulgación del más mínimo revés que hubiera envalentonado a los desafectos sobrevivientes que procuraban pasar inadvertidos, amoldándose a las duras circunstancias aunque mantuvieran las más quiméricas ilusiones respecto a un cambio en la marcha de la guerra. Este clima triunfal se cuidaba desde las alturas supeditándolo todo al imperativo de ganar la guerra e imponiendo una disciplina que evitara enfrentamientos entre los mismos grupos políticos que apoyaban el alzamiento.


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