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La Guerra Civil de España contada por los dos bandos

Sublevación y revolución en la Guerra Civil

1 Sublevación y revolución en la Guerra Civil

Gabriel Cardona, fue comandante retirado del ejército, que voluntariamente abandonó tras el 23-F, doctor en Historia, fue profesor de la Universidad de Barcelona, su oposición al franquismo en los años setenta, hizo que participara en la Unión Militar Democrática (UME)

Antecedentes /El canovismo y su deterioro

Alfonso XII fue proclamado rey de España tras un siglo agitado. Cánovas del Castillo, que había sido el verdadero artífice de la Restauración monárquica, plasmó sus ideas en la Constitución de 1876 y el sistema funcionó con bastante estabilidad hasta que, en 1898, España fue derrotada militarmente por los Estados Unidos a quienes debió entregar Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Cuando el país necesitaba modernizarse perdió sus últimas colonias. Precisamente en el momento en que los estados industrializados buscaban en el imperialismo la solución para consolidar y ampliar su economía, España se vio obligada a replegarse sobre sí misma y acentuar su tradicional aislamiento. Su modernización se hizo a un ritmo más lento del que exigían sus problemas, mientras quedaba progresivamente marginada en las relaciones internacionales y subordinada a intereses económicos extranjeros. El sistema canovista se revelaba incapaz de responder a las acuciantes demandas sociales y políticas, mientras la población aumentaba rápidamente y en ciudades industriales como Barcelona o Bilbao las contradicciones se agudizaban.

La economía española era fundamentalmente agrícola, aunque con núcleos industriales o mineros. Un analfabetismo masivo, y una cultura media deficiente coexistían con élites intelectuales de relativa importancia. Excepto las minorías industriales y comerciales de Cataluña y el País Vasco, los grupos más importantes estaban vinculados a un latifundismo anticuado y alejados del moderno capitalismo. Las clases medias eran débiles y, en parte, presididas por los funcionarios de una burocracia pública tradicionalmente inoperante. La mayoría de los trabajadores agrícolas eran jornaleros sin tierras o cultivadores de parcelas demasiado pequeñas, mientras entre los asalariados industriales era excesivo el número de artesanos y empleados en empresas minúsculas, con utillaje inadecuado y pésimas condiciones laborales.

A todo ello se añadían problemas políticos como el desprestigio de un parlamentarismo poco representativo, cuyo sistema electoral era fraudulento; las insatisfechas aspiraciones autonomistas en Cataluña y el País Vasco; un cuerpo de oficiales excesivamente numeroso, politizado y mal pagado; una policía anticuada y la guerra inacabable contra las tribus de Marruecos.

La monarquía canovista, cada vez más inoperante, crisis e intentos de regeneración que fracasaron hasta que, en 1923, el general Primo de Rivera estableció una dictadura milita y suspendió la Constitución, con el beneplácito de Alfonso XIII. Siete años después, el Dictador no había resuelto más problemas esenciales que el de Marruecos.

Hostigado por la clase política a la que había apartado del poder, su gestión económica evolucionó negativamente,  y se reactivaron las tensiones sociales. Primo de Rivera estaba desgastado personal y políticamente; cuando creció la posición fue abandonado por la corte y los principales generales. Renuncio al poder y se exilio a Francia. El prestigio del rey quedó tan deteriorado, que nombró al general Berenguer para que gobernara mientras se restablecía el sistema constitucional ideado por Cánovas.

Fue imposible porque la oposición ya era considerable. Para amplios sectores, Alfonso XIII era el responsable de todos los problemas de España. En diciembre de 1930 estalló una sublevación militar, conectada a una huelga general que se frustró.

Los capitanes Galán y García Hernández, jefes de la asonada, fueron fusilados y la crispación antimonárquica alcanzó altísimas cotas. En abril se convocaron elecciones municipales, como primer paso para restablecer la legalidad constitucional de 1876. Los monárquicos obtuvieron mayor número de sufragios, pero en las grandes urbes triunfó la coalición electoral formada por los republicanos y socialistas.

Inmediatamente, en algunas ciudades fue proclamada la República. Nadie se atrevió a apoyar por la fuerza a la Monarquía, y el rey abandonó secretamente el país. A bordo del buque que le llevaba al exilio redactó un manifiesto en el que declaraba a España señora de su destino.

El reformismo republicano

El 14 de abril de 1931 se constituyó como gobierno provisional el antiguo comité republicano. Lo formaban republicanos y socialistas, presididos por Niceto Alcalá-Zamora, un abogado liberal y católico, que había sido ministro de Alfonso XIII.

El nuevo gabinete pretendió acometer los problemas pendientes sin arriesgarse a inmediatas reformas, excepto en varios decretos destinados a paliar la miseria campesina y a reformar el Ejército. La institucionalización política republicana no quedó culminada hasta ocho meses después, cuando se aprobó la Constitución.

La República pasó por dos bienios: uno de gobierno centroizquierda (1931-1933) y otro dominado por el centroderecha y la derecha (1933-febrero 1936); y un tercer período de cinco meses, regido por el Frente Popular, coalición de los partidos republicanos de la izquierda burguesa con los socialistas y los comunistas.

El atraso de la sociedad española marcó la vida de la República en cuya política se hizo bandera de combate la fe católica. Mientras el Vaticano adoptaba una postura dialogante, el clero y las masas católicas españolas estaban duramente enfrentados con los republicanos. La proclamación de la República tras un largo período dictatorial demostraba la necesidad de una transformación profunda de la realidad española y las grandes resistencias que se oponían a ella. El enfrentamiento entre la modernización y la tradición estremecieron a la sociedad.

La Constitución de 1931, un moderno documento inspirado en la "República de Weimar, era la obra de una minoría de la izquierda ilustrada, que no fue aceptada por la derecha ni correspondía al estado real del país. El hombre fuerte de la situación y jefe de los gobiernos reformadores fue Manuel Azaña, un abogado del progresismo liberal, inspirado por las ideas políticas francesas.

Como presidente de la República fue elegido Alcalá-Zamora, que mantuvo cuidadosamente una actitud moderada frente al gobierno. Las reformas del primer bienio buscaron solución a grandes problemas como las estructuras agrarias, la educación, las relaciones Iglesia-Estado, el Ejército y las nacionalidades. Todo ello movilizó importantes enemigos, aunque la acción reformadora era lenta y muchas veces, atendía a cuestiones formales y dejaba las más conflictivas para más tarde.

A finales de 1933, el reformismo acusaba el desgaste del poder. Sin haber consolidado su obra, había sufrido una sublevación militar y varios intentos de huelga revolucionaria.


Mientras la UGT se había configurado como un sindicato moderno, en la CNT ganaba terreno la FAI, un movimiento anarquista partidario de la revolución inmediata y enfrentado con los trentistas o cenetistas moderados. El reformismo de la coalición republicano-socialista encontró dura oposición en la central anarcosindicalista, sobre todo en relación con los problemas campesinos, que eran los más acuciantes.

Desde el punto de vista de las fuerzas que proclamaron la República el balance de dos años era contradictorio, con avances importantes como la ley de Reforma Agraria, el Estatuto de Cataluña, la política de educación, la reforma militar y la secularización del Estado. En cambio, parecía negativo que la mayor parte de dichas reformas no hubieran avanzado lo suficiente. Sin embargo, para los enemigos del régimen, la labor gubernamental atacaba las bases históricas de España y de su orden social.

El desgaste, la radicalización de parte de la UGT y la reactivación política conservadora, posibilitaron la derrota política de Azaña en el otoño de 1933. Dimitido el gobierno, se disolvieron las Cortes y convocaron nuevas elecciones a las que republicanos y socialistas concurrieron separados. La consecuencia fue una arrolladora victoria de centroderecha y derecha.

Los conservadores en el gobierno

El presidente de la República, Alcalá-Zamora, se negó a entregar el gobierno a Gil Robles, líder de la CEDA, coalición conservadora que era la fuerza más votada. Sus hombres se habían negado a votar la Constitución y Alcalá-Zamora encargó la formación del nuevo gabinete a Lerroux, cuyo partido Republicano Radical había obtenido el segundo puesto.

El gobierno de los radicales, apoyado por la CEDA, fue visto por la izquierda como un intento de eliminar las esperanzas de cambio. En octubre de 1934 estalló una huelga general que, en Asturias y Barcelona, se convirtió en insurrección. En Cataluña existía un enfrentamiento entre la Generalidad y el gobierno central, a propósito de una ley de contratos de cultivos, que había alineado a toda la derecha catalana contra las transformaciones sociales del campo. Pero la sublevación de la Generalidad, gobernada por el nacionalismo de izquierdas, no logró el apoyo de la mayoría obrera y fracasó.

En Asturias, en cambio, funcionó la alianza de los socialistas, anarquistas y comunistas, que se hizo dueña de la cuenca minera, hasta que el improvisado «ejército rojo» fue derrotado por las fuerzas llegadas de Marruecos. En el País Vasco, a pesar de que los trabajadores se apoderaron de algunas localidades, el movimiento fracasó por su misma división.

La revolución de Asturias radicalizó la situación española e imposibilitó las transformaciones graduales. Desde entonces, se encresparon las derechas y las izquierdas, muchos militares que tomaron parte en las operaciones de Asturias se politizaron seriamente y se desencadenó una represión importante, contra lo que llamaba la derecha «la revolución y sus cómplices». Es decir, todo el espectro político contrario.

También la derecha acusó el desgaste político de tantas tensiones. El descubrimiento de varios escándalos económicos, en los que estaban implicadas personalidades de su partido, arrebató a Lerroux la presidencia del gobierno y condujo a una nueva disolución de las Cortes y nuevas elecciones.

La gran conspiración

En ellas triunfó el Frente Popular, unión electoral de izquierdas parecida a la que había posibilitado el primer bienio republicano. Pero esta vez, los socialistas no formaron parte del gobierno ni, mucho menos, el minúsculo partido comunista. El primer gabinete estuvo presidido por Azaña, pero más tarde, Alcalá-Zamora fue depuesto por las Cortes, Azaña ocupó la presidencia de la República, y el gobierno pasó a Casares Quiroga, también sin sindicalistas, comunistas, ni socialistas.

La derecha, perdidas las elecciones de febrero de 1936, renunció a controlar la República a través del parlamentarismo y optó por apoyar un movimiento armado que derribara el gobierno del Frente Popular. Las conspiraciones existían prácticamente desde la proclamación de la República, pero la falta de apoyo mayoritario las había hecho inoperantes.

En Madrid funcionaba una junta de generales y la dirección de una sociedad subversiva de comandantes y capitanes llamada Unión Militar Española, y extendida a las guarniciones más importantes. En Renovación
Española, Falange y la Comunión Tradicionalista había militares activistas, incluso funcionaban pequeñas conspiraciones autónomas en Navarra, Rioja y Burgos, y en Marruecos. Todas muy desorganizadas, hasta que el general Mola logró que la junta de generales le encomendara la dirección del futuro alzamiento.

Desde Pamplona, donde tenia su destino, consiguió aglutinar el magma conspiratorio en una sola organización gestionada por él, como representante del general Sanjurjo, el jefe teórico que estaba exiliado en Portugal.

Mola fue capaz de pactar con las tres fuerzas políticas conservadoras mas importantes. Desde el primer momento contó con el apoyo de Renovación Española, mas adelante con el de Acción Popular, el partido medular de la CEDA; el pacto con los carlistas fue mas laborioso y se dilató hasta muy adelantado el mes de julio. Para atraer a fuerzas tan dispares, el movimiento no definió otra finalidad política que acabar con el Frente Popular.

Así pudo contar con los generales Queipo de Llano y Miguel Cabanellas, que eran republicanos pero se habían enemistado con el gobierno. Los restantes generales encargados de conducir la sublevación —Sanjurjo, Mola, Saliquet, Gonzalez Carrasco, Fanjul, Goded, Orgaz, Villegas— eran claramente antigubernamentales y dieron su conformidad desde el primer momento. Únicamente Franco, destinado en Canarias, desconfiaba del éxito y mantuvo las reservas hasta el 15 de julio.

Un adelanto imprevisto

El alzamiento debía comenzar en la madrugada del 19 de julio. Pero estalló antes. En parte porque las instrucciones de Mola sólo fueron acatadas parcialmente, en parte por una acción policial.
Como un acto preparatorio, los conjurados de Marruecos desplazaron secretamente, en la noche del 16 de julio, un tabor de regulares indígenas, a Melilla, donde existía un grupo de conspiradores muy activos, una de cuyas reuniones fue sorprendida por la policía, en las primeras horas de la tarde del día siguiente, 17 de julio. Los guardias tenían orden de registrar el edificio en busca de un deposito de armas clandestino, porque en días pasados se habían descubierto complots en Burgos y
Barcelona.

Los conspiradores de Melilla decidieron evitar e1 registro y contuvieron a los policías con un grupo de legionarios armados. Luego, antes de que la noticia se extendiera, detuvieron al general Romerales, mando superior de la ciudad, y sublevaron las unidades de regulares y legionarios. Todos los militares y autoridades civiles gubernamentales fueron detenidos y, una junta militar presidida por el coronel Solans, se apodero de Melilla. Los restantes conjurados de Marruecos fueron avisados telefónicamente de lo ocurrido, a fin de que se prepararan para secundar a sus compañeros.

El general Gómez Morato, jefe de Fuerzas Militares de Marruecos, fue detenido cuando, horas después, tomó tierra en el aeródromo melillense procedente de Tetuán. En esta ciudad, el coronel Sáenz de Buruaga alzó la guarnición y detuvo al Alto Comisario. Inmediatamente, el teniente coronel Beigbeber aprovechó sus magníficas relaciones con las autoridades indígenas para conseguir su ayuda a la sublevación. Ceuta fue sublevada por el teniente coronel Yagüe y el resto de Marruecos pasó a poder de los alzados, que debieron vencer débiles resistencias gubernamentales en la base de hidros de Atalayón, aeródromo de Sania Ramel y Larache. Los dos generales, el Alto Comisario, los militares gubernamentales y los civiles más significativos fueron detenidos. En una situación de confusos acuerdos entre coroneles y tenientes coroneles, Solans, el presidente de la Junta de Melilla, comunicó telegráficamente al general Franco, comandante militar de Canarias, que los alzados dominaban Marruecos.

Los sublevados del 18 de julio

Las noticias llegaron también a Casares Quiroga, el presidente del gobierno, que no reaccionó, mientras los rumores se extendían entre la población y España se llenaba de inquietudes.

Franco se había trasladado a Santa Cruz de Tenerife, desde su cuartel general de Las Palmas, para asistir al entierro del general Balmes, fallecido en accidente de tiro, y en la madrugada del 18 lo despertaron para comunicarle el telegrama de Solans.

Inmediatamente inició su propia sublevación, ayudado por el general Orgaz, que estaba confinado en la isla a causa de sus actividades antirrepublicanas. Mientras sus tropas se ponían en marcha, Franco hizo enviar telegramas a varias guarniciones y un manifiesto a las radios de Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife.
En el aeropuerto de Gando esperaba desde días antes un avión inglés, Dragon Rapide, contratado y enviado por conspiradores monárquicos, con dinero de Juan March, para lograr que Franco se uniera a la sublevación.
El general se decidió el 15 de julio y el 16, el diplomático Sangroniz se entrevistó con él para darle instrucciones.

Cuando, el 18 por la mañana, se proclamó el estado de guerra en Canarias, la UGT declaró la huelga general. Una manifestación marchó hacia el gobierno militar pero fue interceptada por tropas con armas; y en las islas comenzó la dramática secuencia de la sublevación y la resistencia y la caza del hombre. A las diez llegó un nuevo telegrama de Marruecos: Solans aseguraba dominar los aeródromos de Tetuán y Larache, donde Franco podía tomar tierra. A las dos y media de la tarde, Franco había entregado a Orgaz el mando de Canarias y, con un pequeño séquito, despegaba en el Dragon Rapíde rumbo a Agadir. Desde allí volaron a Casablanca, donde hicieron noche. El 19 de madrugada les llegaron noticias de que la sublevación estaba consolidada y se extendía a la Península. El avión despegó de nuevo y dos horas después tomaron tierra en Tetuán.

La aventura de Queipo de Llano

El alzamiento en Andalucía se inició con el signo de la indecisión. La guarnición de Sevilla estaba escarmentada por el fracaso de Sanjurjo en 1934 y rehuían un nuevo compromiso. A medio día del 18 de julio, Queipo de Llano, que tenía su destino en Madrid como jefe de carabineros, sin más ayuda que algunos oficiales de la UME se apoderó del mando y depuso a los generales Villa-Abrile y López Viota, que mandaban la plaza.

Frente a la inoperancia republicana, destacó la audacia de Queipo, que llegó a detener, sólo con su palabra, a todos los jefes del regimiento de infantería, porque se negaban a sublevarse; luego la guardia civil se puso a sus órdenes, y numerosos falangistas y requetés recibieron armas procedentes de los cuarteles.

Únicamente resistió la guardia de asalto, cuya potencia era pequeña, y Queipo dominó el centro de Sevilla, mientras en las barriadas populares se levantaban barricadas defendidas con escopetas de caza y escasas armas de guerra. Al día siguiente, también se sublevó el aeródromo de Tablada.

Sevilla influyó sobre las guarniciones andaluzas y Queipo de Llano utilizó profusamente la radio para transmitir sus ideas a la población. El estado de los sublevados en Andalucía era, sin embargo, precario y cuando el 18 se alzaron la guarniciones de Cádiz y Algeciras, la situación permaneció indecisa. En la mañana del 19, cambió radicalmente porque llegaron tropas marroquíes a Cádiz y Algeciras en barcos, enviados rápidamente desde el otro lado del Estrecho. Los recién llegados fueron un refuerzo fundamental, mientras tres o cuatro aviones iniciaban un pequeño puente aéreo entre África y Sevilla, transportando grupos de legionarios. La sublevación tuvo distinta suerte en las capitales andaluzas: triunfó en Córdoba, algo después en Granada, fracasó en Málaga y Almería; no se produjo en Huelva y Jaén. Como todo, la situación de Queipo era precaria, y no dominaba la totalidad de Sevilla. Todo dependía de la rapidez con que pudieran trasladarse a la Península nuevas fuerzas de Marruecos.

La extensión del alzamiento

Aunque el gobierno no reaccionó ante las malas noticias de Melilla, un grupo de militares republicanos tomó en Madrid rápidas decisiones contra la rebelión. Se ordenó que el mayor número posible de guardias de asalto se concentraran en la capital; cuatro destructores partieron para bombardear Melilla y Ceuta; el resto de la flota se apretó para bloquear el Estrecho y algunos aviones despegaron hacia Tablada, donde debía establecerse la base para bombardear Marruecos, plan que se frustró con la caída del aeródromo en manos de Queipo. El jefe de la guardia civil, general Pozas, se puso en comunicación con sus subordinados para recabar su lealtad y el general Núñez de Prado fue nombrado inspector de Marruecos. Ya se disponía a emprender el vuelo para tomar el mando, cuando recibió la noticia de que el aeródromo de Tetuán estaba en manos del enemigo y decidió volar a Zaragoza, donde la postura del general Cabanellas, viejo amigo suyo, parecía equívoca.

Entre tanto, la calle en Madrid estaba tensa, las organizaciones obreras carecían de armas pero se agitaban entre rumores y consignas, la guarnición era una incógnita y, al finalizar el día 18, Casares dimitió y Azaña buscó una solución política al problema. Creía que un nuevo gobierno, de ministros moderados presididos por Martínez Barrio, podría tranquilizar a los alzados. Cuando la noticia se conoció, las manifestaciones de izquierda recorrieron las calles como protesta.
Durante la noche anterior, Martínez Barrio había consultado telefónicamente con algunos generales dudosos, entre ellos Mola, que negó la colaboración y renunció a formar gobierno. Azaña eligió a Giral, un hombre de su propio partido, que tomó posesión dos días después de la sublevación melillense, al frente de un gabinete de republicanos, sin representantes de partidos obreros y con los generales Pozas, en Gobernación y Castelló en Guerra. Desde aquella madrugada la situación se había complicado: Pamplona, Zaragoza, Barcelona y Palma de Mallorca estaban sublevadas, la red de Mola se había puesto en marcha.

Los generales Batet y Molero Lobo, que mandaban los cuarteles generales de Burgos y Valladolid, eran leales al gobierno. Los sublevados los detuvieron, Mola tomó el mando de la división de Burgos y Saliquet, de la de Valladolid.

Aquel mismo día Castilla la Vieja, Navarra y Aragón quedaron sublevadas. Eran tres divisiones casi intactas, aunque con tropa de mala calidad, y regimientos con escasos soldados. El alzamiento no arrastraba grandes masas populares, pero en Navarra la adhesión de los carlistas fue masiva y Mola contó inmediatamente con hombres decididos, dispuestos a ser armados y secundar las órdenes. En Castilla la Vieja, los núcleos de tradición conservadora prestaron simpatizantes que, mayoritariamente, se integraron como falangistas, aunque procedían de otras formaciones como las juventudes de Acción Popular. Pero su aportación, en los primeros momentos, fue mucho menos numerosa que la de los requetés carlistas.

Los hechos fueron distintos en el Norte, cuyas guarniciones estaban también trabajadas por los hombres de Mola. En Álava, los militares, la guardia civil y los carlistas se impusieron; no así en Vizcaya y Guipúzcoa, donde el PNV decidió oponerse a la sublevación y los ugetistas y cenetistas se armaron con escopetas y dinamita. El coronel Carrasco, comandante militar de San Sebastián, proclamó el estado de guerra el día 18, pero no le secundó la guardia civil. Las tropas se refugiaron en los cuarteles de Loyola y varios edificios donde quedaron cercadas por grupos de paisanos armados. En Bilbao y Santander ni siquiera hubo sublevación.

La influencia de Mola era más débil en Galicia, donde existían fuerzas contrapuestas. El general de la división, Enrique Salcedo, era un conservador sin deseos de alzarse contra el gobierno mientras su segundo, el general Caridad Pita, era un decidido republicano. En cambio el almirante jefe de la Base Naval de El Ferrol, Indalecio Pérez, y la mayoría de oficiales del cuerpo general veían la sublevación con simpatía; contrariamente, el segundo jefe, el almirante Azarola, y la mayoría de los cuerpos auxiliares y mandos subalternos estaban con el gobierno. Con graves tensiones, la situación se mantuvo estática mientras las organizaciones de izquierda reclamaban armas y los gobernadores civiles procuraban mantener la difícil legalidad.

En Asturias, el comandante militar, coronel Aranda, era un conocido republicano que, secretamente, estaba de acuerdo con Mola. Como en Sevilla, su acción personal decidió el futuro entre la confusión general. Logró que los más combativos mineros embarcaran en dos trenes hacia Madrid, armados con escasos fusiles. Cuando hubieron partido, proclamó el estado de guerra y se apoderó de Oviedo. Gijón, la segunda guarnición asturiana, se sublevó también, aunque el coronel Pinilla que la mandaba no pudo apoderarse de la ciudad y debió encerrar la tropa en los cuarteles.

Los grandes fracasos

En Barcelona la conspiración estaba perfectamente organizada pero contaba con tres problemas: el general Llano de la Encomienda, jefe de la división, era adicto al gobierno y la sublevación se inició con un jefe provisional hasta la llegada del general Goded; las organizaciones obreras de la ciudad se distinguían por su combatividad; y la Generalidad había puesto al frente de sus fuerzas de orden público a Frederic Escofet, un decidido militar que preparó un plan para la derrota de los sublevados cuando salieran a la calle.

Así fué y cuando, en la madrugada del 19, las columnas de soldados partieron desde sus cuarteles de la periferia para ocupar el centro de la ciudad, fueron interceptados por los guardias de asalto. A los combates se unieron militantes de los partidos y sindicatos de izquierdas, armados con los fusiles abandonados en la calle y, en las primeras horas de la tarde, la guardia civil, los soldados de intendencia y la aviación, que permanecían fieles al gobierno, dieron el golpe decisivo a los alzados, que resistían en diversos puntos sin haber ocupado sus objetivos.

Unas horas antes, cuando ya la rebelión perdía la iniciativa, llegó en hidroavión el general Goded. Aquella mañana había sublevado las Baleares, de donde era comandante militar, y pretendió enderezar la mala situación de sus partidarios en Barcelona. Fue imposible y debió rendirse, tras varios intentos frustrados de sacar a las tropas del marasmo. Aquella noche, las masas asaltaron los cuarteles abandonados y el parque de artillería, donde tomaron miles de armas y toda clase de pertrechos y municiones. La anarquía se apoderó de Barcelona y desbordó a las fuerzas de la Generalidad que el 19 habían derrotado a los militares sublevados, cuyo último destacamento fue masacrado al rendirse el día 20, sin que la guardia civil pudiera evitarlo.

Las noticias de Barcelona influyeron en varias guarniciones. Los oficiales de Menorca y varias poblaciones catalanas, que habían proclamado el estado de guerra, depusieron su actitud y fueron detenidos. En Valencia, donde la situación era inestable, los militares se desentendieron del general González Carrasco y del comandante Barba Hernández, que debían encabezar la revuelta. Los cuarteles valencianos permanecieron a medio camino entre la pasividad y el motín hasta los últimos días de julio.

En Madrid, las tensiones eran enormes desde el principio. La capital era el objetivo del pronunciamiento, pero los conspiradores la consideraban difícil y mayoritariamente esperaban que la guarnición resistiera hasta la llegada de las columnas sublevadas procedentes de Valladolid, Pamplona y Valencia. El encargado de alzar Madrid era el general Villegas, entonces sin mando, que se mantuvo en completa inoperancia mientras las noticias agitaban la capital.

El gobierno se encontraba indefenso ante la guarnición, que permanecía en sus cuarteles en actitud equivoca; y el general Pozas y Largo Caballero pidieron que se entregaran armas a los partidos y sindicatos de izquierda, única fuerza que defendía a la República. El gobierno era reticente porque la medida privaba al Estado del monopolio de la fuerza y daba el poder a las organizaciones sindicales. Cuando el gobierno Giral nombró al general Pozas ministro de Gobernación, ordenó liberar a militantes detenidos de la CNT y abrir los locales sindicales que estaban clausurados. En las casas del pueblo y organizaciones de izquierda, los militantes velaban para recibir las armas, si el gobierno decidía entregarlas.


El torbellino de Madrid se activó finalmente. El general Fanjul, ante la inoperancia de Villegas, se encerró en el cuartel de La Montaña, cuya tropa estaba acuartelada; y el general García de la Herrán se dirigió a Campamento para alzar la tropa del cantón, y algunas unidades de los cuarteles de Pacífico y Getafe se insubordinaron total o parcialmente. En la confusa situación, el presidente Giral decidió no esperar más y ordenó entregar armas a los sindicatos. Pero, aunque los oficiales del parque de artillería cumplieron la medida, la mayor parte de los cerrojos de fusil estaban depositados en el Cuartel de La Montaña.

La situación era confusa, pero a medida que avanzaba el día 19, empeoraba la situación de los alzados. Las noticias del fracaso en Barcelona, el progresivo armamento popular y la falta de noticias sobre las columnas sublevadas que debían avanzar sobre Madrid, debilitaron la moral de los hombres de Fanjul. La guardia civil se puso junto al gobierno, los guardias de asalto patrullaron la ciudad y los aviones gubernamentales la sobrevolaron. Al llegar la noche, las calles estaban en manos de grupos de gubernamentales armados, mientras las radios no cesaban de pregonar discursos y consignas y se incendiaban las primeras iglesias. El día 20, los cuarteles rebeldes del extrarradio se entregaron y fueron ocupados por hombres del gobierno. El cuartel de La Montaña quedó cercado por una masa de guardias, civiles y algunos militares. Unas horas después, los sitiadores contaban con cañones y un par de aviones que bombardearon el edificio. Entre la confusión y el desánimo, la guardia civil entró en el edificio y, tras ella, la totalidad de los sitiadores.

En cambio, la guarnición de Galicia, que había estado a la expectativa, se sublevó aquel día con difíciles enfrentamientos entre marineros y trabajadores. Aquel mismo 20 de julio, los sublevados sufrieron dos graves percances: el jefe, el general Sanjurjo, murió al estrellarse la avioneta en que se trasladaba a España para tomar el mando y en el mar fracasaron los planes de la conjuración. En un primer momento, los oficiales de la Armada unieron la mayoría de los barcos al alzamiento. Pero desde el día 19, la situación cambió porque las tripulaciones se negaron a secundar a los oficiales alzados y los detuvieron apoderándose de los buques. El ejército de África, que era la mejor fuerza con que contaban los rebeldes, quedó aislado en Marruecos.

Después de las dos expediciones llegadas a Cádiz y Algeciras en la mañana del 19, su única comunicación con la Península se redujo al precario puente aéreo de tres o cuatro aviones con poca capacidad de carga, que volaban entre el Protectorado y Sevilla.

La revolución se desencadena

La rebelión destruyó el aparato coactivo del Estado republicano. Donde fueron vencidos los militares alzados, desapareció la mayoría del Ejército y las pocas unidades supervivientes quedaron desorganizadas, como ocurrió con la guardia civil y de asalto. La entrega de armas fue la única posibilidad con que contó el gobierno Giral para no rendirse a los alzados, pero le costó renunciar al poder en la calle. En otros lugares, como Barcelona, ni siquiera fue preciso que las autoridades entregaran las armas, sino que el pueblo se apoderó masivamente de ellas. A los pocos días de la sublevación, el gobierno había perdido casi todo el poder y éste estaba en manos de grupos armados que, en algunos casos, ni siquiera obedecían a sus propios partidos y sindicatos.

La sublevación militar tuvo un primer resultado asombroso: la revolución proletaria. En 1936 no existía en España ninguna perspectiva revolucionaria posible. Las agitaciones obreras habían sido contenidas por el Estado republicano que, en 1933 y 1934, no había vacilado en lanzar la fuerza armada contra los intentos revolucionarios y los había aplastado. En los años 30, muchos líderes revolucionarios españoles se inspiraban en los ejemplos rusos de 1917, sin considerar que el estado zarista se derrumbó entonces, por el embate de una guerra perdida contra los alemanes, y los revolucionarios aprovecharon el espacio vacío; mientras en España, la represión de la revuelta asturiana había sido una demostración palpable de que la fuerza militar podía desbaratar en una semana el más serio intento de sublevación social.

Paradójicamente, la revolución se hizo posible cuando la sublevación militar dejó al Estado sin capacidad represiva. Desde que las organizaciones obreras fueron las únicas colectividades armadas numerosas, nadie pudo, en principio, evitar la revolución. Pero el enfrentamiento entre la UGT y la CNT, y la necesidad de oponerse a los militares sublevados hicieron pactar a los sindicatos con los restos del Estado destruido. Pacto que fue parcial, reticente y en cuya dificultad reside buena parte del enfrentamiento que agitó, durante toda la guerra, a la España republicana.

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